*Crónica escrita previo a las manifestaciones de personas jubiladas en Argentina de septiembre del 2024.
“Están haciendo un experimento con nosotros, como allá en Chile, pero, a diferencia de antes, cuando se conversaba en las esquinas, en los cafés, nadie dice nada, se la pasan metidos en el Internet. Los pibes ahora no saben nada. Bueno, y hay gente que ya sufrió años, entonces está dispuesta a sacrificarse un tiempo más con tal de que algo cambie”. Así describía el librero de la calle Corrientes, lo que, a su juicio, era el retroceso civilizatorio del pueblo argentino. El diagnóstico social, económico y cultural se desarrollaba al interior de su local, atestado de revistas, libros viejos y discos de acetato. Anochecía en Buenos Aires; G. conseguía algo de lo que buscábamos, comprar los primeros libros y conversar con un argentino sobre la llegada de Milei y la ultraderecha a la Casa Rosada.
Minutos antes estuve en la librería buscando a Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano en cuyo libro “La tentación del fracaso”, se podrían leer sus anotaciones, reflexiones y cuestionamientos sobre su oficio; caminar en la cornisa, en la tentación del fracaso. Inevitablemente, se me cruzan la ficción y la coyuntura en Argentina.
Ribeyro escribió novelas, obras de teatro, ensayos, diario, crónica y cuento, que para muchos son el espejo de su propia vida. Su pluma se desplegó en personajes marginales, de clase baja y atrapados en una vida de exclusiones y rutina. A los veinte años escribe “La vida gris”. Leí que en Paris trabajó de obrero en una estación de trenes, portero de un hotel, repartidor de diarios y revistas en triciclo: oficio que lo maravilló por la cantidad de gente que conoció en el pedalear por este país europeo.
Las anotaciones mentales no me sirvieron de mucho. No estaba en la vitrina, ni en los estantes de la librería. En una consulta breve al dueño, su respuesta fue: “umm no, no tengo nada de él”.
Decidí esperar en la calle para contener la primera derrota. Una brisa fría se mezcla con el hormigueo de voces y luces de la calle Corrientes. Un cascarón brillante sin reclamos ni pancartas; ausencia de volantes anarquistas barridos por la mala memoria. Esta escena no era más que otro reflejo de la conversación que mantenían G. y el librero.
La noche avanza y nos buscamos con la mirada. En el reencuentro seguimos investigando en otras librerías. Mientras pisamos los adoquines, analizamos la experiencia que estábamos viviendo en las primeras horas en la capital de Argentina. El silencio político de la gente, la influencia de las redes sociales en la desinformación y el desinterés de los jóvenes estaban marcando nuestra visita.
En la búsqueda de Julio Ramón Ribeyro entramos a una librería pequeña, casi una boutique. Fui directo a mirar los autores que me interesaban y mientras repasaba el lomo de sus libros recordé que más temprano estuvimos degustando pizzas, cervezas y un arroz con leche. Fue en un local inaugurado en 1932, con mesas en la calle y una fachada que aún mantenía su señorío. Mesones de madera que ya no existen y espejos biselados se cargaban con el aroma a comida italiana.
Nos acomodaron en una mesa cerca del mesón de los pedidos. Acordamos el tipo de masa para la pizza, sus ingredientes y el sabor de la jarra de cerveza. En la espera, las pupilas comenzaron a rescatar las imágenes del vetusto lugar. El local estaba lleno. A los pocos minutos una mujer bien vestida, con paso inseguro y orillando los 70 años se sentó a un costado de nuestra mesa. La acompañaba un cincuentón excedido en peso, despeinado y con mal aliento. Pedía comida para llevar, sin considerar las sugerencias de la que parecía ser su madre.
Vienen de cobrar la jubilación, pensé. “Milanesa y papas fritas”, dijo el hombre con un tono malhumorado. El pedido llegó rápido y la dama sacó de su cartera un fajo de billetes de colores. Pocos de veinte mil y un interminable rollo atado con un elástico dos mil pesos. Su delicado acompañante le arrebató el turro y comenzó a separar el dinero. Los 171 mil pesos que recibió este mes, más un tímido subsidio, se desvanecieron por el costo del almuerzo. Veinte mil pesos salieron de la mano de aquella jubilada.
Sin propina y dejando salpicada la mesa de mala educación y saliva agria, el brabucón tomó a su financista y se retiraron del local. No hubo registro verbal sobre el costo de la vida y las políticas económicas que ahogan los bolsillos. La inflación supera el 270% y los jubilados tienen que seguir trabajando porque no les alcanza como antes. Se estima que los ingresos mínimos en los hogares llegan a 262 mil pesos mensuales, pero el costo de la vida se empina por sobre los 291 mil. El pueblo argentino está silente, aturdido y anestesiado esperando no caer en la tentación de un nuevo fracaso.
En el taxi de regreso al hotel podría haber un giro de esta primera impresión. No estábamos tan lejos pero el cansancio ya se hacía sentir. La figura del conductor ultra informado y ansioso de saber nuestra opinión sobre fútbol y política se quedó en nuestra fantasía. El viaje fue corto y pagamos casi tres mil pesos argentinos. Al igual que en la comida, se notó el golpe de la inflación por el alza de los combustibles y el término de los subsidios estatales a productos y servicios.
En nuestro segundo día iniciábamos la planificación para ir al encuentro del escritor Ricardo Piglia, a quien visitaríamos en el Cementerio de la Chacarita, donde reposan sus restos luego de su muerte en enero del 2017. Hasta allí nos dirigimos. Las combinaciones del subte nos dejarían a pocos metros del campo santo. En el tren subterráneo los rostros son variopintos. Cerca de las once de la mañana, jóvenes leen novelas o textos de estudio, otros escuchan música en el vaivén de los carros. A esa hora no hay vendedores ambulantes, pero sí un extraño ambiente de desánimo entre los más adultos.
Ricardo Piglia publicó en 1967 su primer libro “La invasión”, premiado por Casa de las Américas de Cuba. En 1980 apareció “Respiración artificial”, que lo consagró internacionalmente. Fue profesor de la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de California en Davis y la Universidad de Princeton. Incursionó en la novela distópica con “La ciudad ausente”, para luego componer la ópera homónima. Ganador del premio Planeta con su novela “Plata quemada”, se alza como un referente de la nueva literatura trasandina. Hizo clases clandestinas durante la dictadura en Argentina. Motivos de sobra para ir a su encuentro.
Está despejado y comienza a entibiar la mañana. Iniciamos la caminata cruzando las columnas imponentes que se abren para recibir a los visitantes y dolientes. Buscamos algún cartel que nos indicara el lugar donde podía estar Piglia. Fue escritor y debe estar en una zona de fácil acceso, pensé-. Avanzamos bastante como para darnos cuenta que sin una pista concreta nos iba a devorar la necrópolis, así que decidimos regresar a la entrada para preguntar en la administración. A los pocos metros, un jardinero sale del baño público. Lo abordo:
–Buenos días.
–Buen día… ¡Son chilenos!
–Sí. Tal vez usted nos pueda ayudar.
–Claro, decíme.
–Estamos buscando a Ricardo Piglia. Era un escritor y falleció en 2017.
–Mmm, Piglia. No lo conozco. Pero si era famoso como decís, debería estar cerca de las estatuas.
–¿Y dónde quedan las estatuas?, preguntó G.
–Y…caminen por esta calle, llegan al fondo y verán una pileta (fuente de agua). Tomen la diagonal hacia la derecha. Ahí se toparán con las estatuas de los famosos y por ahí lo deberían encontrar.
El calor era más primaveral y sin chaquetas en el cuerpo, seguimos las indicaciones del jardinero. Sorteamos la pileta y dos responsos fúnebres. Llegamos a un paño de tierra con cruces y lápidas sencillas. Acá le hubiese gustado estar, comentó en voz baja G. Luego me contó que Piglia escribió en sus cuadernos, “vivo en hoteles, en pensiones, en casa de amigos, siempre de paso, no hay un lugar propio, no hay propiedad privada”.
Recorrimos con la vista casi todo el cuadrado de tierra seca y pastizales. Pero nada. A lo lejos, una estatua abandonada de una deidad griega que nos mira sin darnos pistas de Piglia.
–Vamos a preguntar a esas señoras del fondo. Pueden ser funcionarias, le dije a G.
–Bueno. Yo sigo buscando y te aviso si lo encuentro.
Sentadas, las señoras bebían agua y sostenían escobas que habían sacudido la basura. Estaban en el panteón de los boxeadores. Me miran a la distancia mientras avanzo.
–Buenas tardes.
–Buenas…– responden.
–Tal vez ustedes nos puedan ayudar. Estamos buscando a Ricardo Piglia, un escritor…nos dijeron que podría estar cerca de las estatuas de los famosos.
–Ahhh, pero no es acá pibe. Tenés que caminar hacia el otro lado. ¿Ves esa malla verde? Sigue por esa diagonal, bordeas la pileta y allí derecho encontrarás las estatuas. Acá estás buscando entre los muertos del COVID.
Regreso y le comento a G.
–Es para el otro lado. ¡El jardinero confundió el sentido de las diagonales! Pensó que la derecha era la izquierda!
Nos miramos y la carcajada salió espontánea.
-¿Y si por aquí está Gustavo Cerati?- me sugirió G.
–Mmm, tal vez. Mira, allá viene un cuidador.
–Hola, ¿usted sabe dónde podemos encontrar la tumba de Cerati?
–Buenas tardes. Allá en la malla verde que se ve, al frente está el lugar del cantante.
Estábamos a 20 metros de la indicación.
–Gracias. De todas maneras, ¿usted sabe dónde podemos encontrar a Ricardo Piglia?
–No lo conozco. Pero lo más seguro es ir a la Administración. Por esta calle al fondo encontrarán la entrada.
Teniendo la ruta a la mano, iniciamos la caminata hasta la tumba de Cerati. Este año se conmemoran diez años desde su muerte. Una visita breve antes que la tarde siguiera avanzando. En nuestras cabezas su tumba tenía la figura de un panteón clásico, con columnas romanas y rodeado de flores, cartas de amor y guitarras. Pero no había rastros de él. Al lado de la malla verde, un edificio de color ladrillo sin señales de ser el lugar donde rendir un homenaje silencioso.
–Vamos a la administración, sino estaremos dando vueltas toda la tarde– afirmó G.
En la administración del cementerio nos atendieron con diligencia y rapidez. Sacamos un número y mientras avanzamos para sentarnos, ya nos estaban llamando. Bastó la fecha de defunción y sus apellidos para que aparecieran las sonrisas. Sección 7, manzana A, tablón 32, sepultura 34. Había que doblar a la izquierda y no a la derecha como nos dijo el jardinero. ¿Votó Milei?, pensamos, miramos y nos seguimos riendo.
El Cementerio de la Chacarita se abre entre diagonales, lápidas, árboles y prados. Llegamos al lugar y nos dividimos la ruta. Cerca de las una de la tarde el calor era casi veraniego. Estábamos cerca y no había apetito, salvo el encontrar al escritor.
La sección 7 era un rectángulo de lápidas semi arregladas. Había pastelones sueltos y resquebrajados. Tierra seca, champas de pasto y el presentimiento de estar cerca. La ruta nos llevó a las estatuas. Ahí estaban viejos tangueros, la escritora uruguaya Alfonsina Storni y dirigentes de fútbol. Era un pequeño oasis de sombra. Rodeamos las figuras y seguimos buscando a Ricardo Piglia.
El desánimo volvía. La mazana A no se dejaba ver. No había carteles, ni señaléticas que indicaran algo. Cada tablón tenía una tumba 34 y no lográbamos descifrar la orientación. De pronto, un funcionario asomó su cabeza desde un cuartucho de madera. En su mano un plato con restos de comida que dejaría en uno de los basureros.
–Hola. Buenas tardes. Estamos buscando la manzana A. Ricardo Piglia, un escritor. Nos dijeron en la Administración que estaba por aquí.
–Sí, lo he visto. Acompáñenme.
Luego de unos minutos llegamos. El jardinero nos dejó a los pies de una lápida rodeada de pasto bien cuidado, alguna mariposa coqueta y el alivio de G. que con emoción contenida lo saludó.
–Lo encontré, maestro.
Una hermosa y rigurosa ceremonia de lectura ponía fin a la búsqueda. Varios minutos más tarde retomamos la caminata.
Yo fui a saludar al Polaco Goyeneche, que, hablando de conmemoraciones, se cumplían 30 años de su muerte. “Turbio fondeadero donde van a recalar barcos que en el muelle siempre han de quedar”, dice la letra de Niebla del riachuelo. En mi mente los desayunos de fin de semana con mis padres.
Finalmente, Alfonsina Storni y una estatua en su honor sellaba el segundo rito.
Antes de ir por algo refrescante y alimento, llegamos a la tumba de Gustavo Cerati, ubicada en un mausoleo que se asemeja a la fachada de un instituto sin acreditación. Era al lado de la malla verde que cubría unas reparaciones de cañerías. No entramos antes porque parecían oficinas administrativas. Los guardias nos indican el lugar con voz baja y mirada puntillosa. Nos acercamos al sitio donde un beso con lápiz labial marca la lápida. Es reciente, no se desgasta el amor por el cantante. Corazón delator.
Saliendo del Cementerio nuestra mirada quedó fija en el suelo cuando el brillo del sol nos indicó unas placas con nombres de víctimas de la dictadura en Argentina (1976 y 1983). Con este gesto se comenzaba a romper ese silencio político que nos recibió. El sitio de memoria no está circunscrito al campo santo donde fueron enterrados de manera clandestina los opositores a la dictadura. En la Recoleta y Belgrano también estaban las letras eternas de la violencia política. Entradas de escuelas y esquinas eran lugares de detención y desaparición forzada. “Barrios x Memoria y Justicia” un proyecto impulsado en el año 2016 y que sigue ahí para quienes caminan cabizbajos a la sombra de Javier Milei.
Estamos entre las calles Guzmán, Newbery, las vías del Ferrocarril San Martín, Garmendia, Del Campo y el Cano. Buscamos un lugar para comer y alguna librería, pero encontramos más que eso. G me muestra un muro con un rayado. Es el primer mensaje directo: “Hay que echarlo!”. Allí estaba el pálpito de rebeldía que buscábamos.
La tarde avanza y entramos a una librería en el Barrio de la Chacarita; nutrida de textos para llevarse con grúa. Su dueña escucha radio y el análisis del costo de la vida. La nueva alza en los alimentos es inminente. Días previos, fue la nafta (bencinas) y las garrafas (cilindros de gas); asoman, además, las primeras denuncias sobre la violencia de género que le imputan al ex presidente Alberto Fernández, quien es investigado por golpear a su ex esposa.
Con G. nos dividimos los estantes y comenzamos una nueva la cacería de libros que en Chile no encontraríamos. Miro buscando autores latinoamericanos y mis ojos, desgastados con los años, no ayudan mucho, así que -mejor- acudo a la dueña.
-¿Tiene algo de Julio Ramón Ribeyro?
-Mmm, parece que sí. Tal vez. Dejáme mirar…
-G. abrió sus ojos y ante el posible acierto, volví a ser niño.
Algunos minutos de revisión y el fracaso volvió.
-No, no está. Perdonáme. Tal vez está descontinuado en Argentina.
–No se preocupe- respondí en voz baja.
Seguimos recorriendo calles, barrios y librerías. En ningún lugar lo tenían, salvo en un carro de la Plaza Italia, cercana al Jardín Botánico, pero su precio no se condecía con el estado del texto. ¡40 mil pesos argentinos me parecían un exceso!, y, por cierto, no era “La tentación del fracaso”.
Volvimos al hotel. Descansamos y luego de una ducha salimos a comer algo cerca. Llegamos a un local en la calle Talcahuano. Desde el mediodía se hacen filas para ingresar a comer o retirar las pizzas. En la hora de la cena, solo algunos no pierden esa costumbre pese a la inflación. Con una estética futbolera, el espacio inaugurado en 1934 tenía mesas vacías que contrastaban con la fila en la calle. Al comienzo no entendimos, pero pensamos que el ingreso sería en grupos para ordenar los pedidos de comida y que la espera no iba a ser tan tediosa.
Adentro, cuadros con jugadores profesionales que visitaron el lugar y recuerdos de todo tipo: Camisetas de fútbol, dedicatorias con plumones desgastados y la transmisión un partido de River Plate con Vélez Sarsfield, que a nadie parecía interesarle. Esta vez, una copa de vino sería la antesala de la comida y la conversación con G.
Buscando a Julio Ramón Ribeyro encontramos al maestro Ricardo Piglia, un labial esperando la respuesta de Gustavo Cerati y un pueblo aparentemente derrotado por años de politiquería.
–Hay que echarlo!, decía el rayado en la Chacarita.
–¿A todos de allá y acá?
Perfil del autor/a: