Hace poco reconocí que me da mucha vergüenza hablar en público, y que digo que si a más cosas de las que me siento capaz de abordar. Algunos lo llamarán síndrome del impostor o el placer de vivir al límite. Como sea, la vida una y otra vez nos recuerda lo inútil que es planificarla. Y eso me da ansiedad.
Agradezco a Gabriela Contreras y a Sylvia Aguilar Zéleny la invitación a presentar este libro que nos ofrece un espacio de reflexión sobre la neurodivergencia, desde la seguridad y el respeto que le imprime la voz femenina de la autora.
Señorita ansiedad, un texto originalmente publicado en 2014 en una editorial cartonera -que pueden encontrar en internet subido seguramente por fans de Sylvia- llega el 2024 a Chile, de la mano gorda, disidente y amable de FEA editorial, un proyecto que lleva años divulgando literatura feminista y cuir, desde la autogestión y la contraciscultura. Es curioso que llegue en este momento, donde pienso que hemos banalizado la palabra ansiedad, quizás porque la generación milenial, pingüina o pokemona a la que pertenezco, era la destinada a abrazar la psiquiatría.
A veces cuando despierto, recuerdo que soy una habitante del siglo XXI, y la palabra ansiedad parece explicar todos los estados.
La ansiedad es el río donde vienen a unirse todos los dramas experimentados por la vida cotidiana, desde simples a muy tremendos. Una pelea con la pareja, maltrato laboral en la oficina, un altercado con una vendedora, la enfermedad de un ser querido, etc.
Cuando escribo esto es de noche, estoy tiritando de frío y nerviosismo por pensar en todo lo que tengo que hacer mañana; básicamente convertir en cosas las ideas de hoy, y a veces no hay nada más espeluznante que eso. Pero pienso que todo lo soluciona un café o la maravillosa medicina moderna. De hecho, propongo que pasemos a llamarnos, generación clotiazepam.
Reconozco que a veces desearía ser como mi abuelo, un hombre de preocupaciones materiales, para quien todo se solucionaba con trabajo, donde la angustia era uno de los disfraces de la flojera. Pero no soy hombre, ni viví la guerra fría, nací en los últimos años de la dictadura, y soy lesbiana. Algo que también da mucho nerviosismo.
Así parte la narradora en señorita ansiedad: soy una niña que no duerme. De veras. Nunca duermo. Y con ello, la imagen que Silvia me impone es la de un cuerpo femenino e infantil alerta como un búho, con una inquietud inexplicable, que me contagia de esa inquietud que también he sentido de noche, con los ojos igual de abiertos.
El insomnio se presenta como una constante en la que se ancla el desarrollo de la personalidad de la narradora protagonista. En el libro, el conteo de eventos cotidianos se ofrece como forma concisa de la biografía, una experiencia femenina de ser paciente de la salud mental, pasar de la rareza al diagnóstico psiquiátrico, todo esto cruzado por el descubrimiento de la identidad sexual.
Ahí, la escritura se ofrece como terapia, y el libro revela una estructura no convencional donde un cuento abraza y contiene tres relatos que le hacen zoom a esos breves párrafos que componen un conteo, que, en el orden, encuentran un alivio a esa ansiedad fundacional, y que revela un nuevo lenguaje en el conteo de medicamentos que me hacen preguntarme si acaso algo así era lo que imaginó Aldous Huxley en un mundo feliz.
Y, ante todo, se devela entre los párrafos de Señorita ansiedad, un retorno al cuerpo, es decir, a la manifestación material de la ansiedad, la forma en que se expresa la mente en lo concreto del mundo. No somos nada sino cuerpo, y los afectos devienen de disposiciones corporales.
Hacia el final, un relato que recompone la llegada de una hija a la casa de su padre fallecido, encontrando en sus objetos retazos de su vida igual de problemática que la de su sucesora. Ahí el cruce de la mujer con su masculinidad asociada a las angustias del padre aparece como un momento de misericordia, el momento de reconocer y abrazar la vulnerabilidad.
Con todo, Señorita ansiedad nos seguirá resonando por los próximos años.
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