La novela «Diablas» (Aguarrosa, 2024), ópera prima de la autora Carla Retamal Pacheco, será presentada en Iquique este sábado 30 de noviembre a las 21:00 horas en el Bar Curupucho (Aníbal Pinto 751). La novela cuenta la historia de Elena, una abogada penquista que llega a trabajar a la fiscalía en Alto Hospicio, tramitando causas de género. Una de las mujeres que conoce es la Lagartija. «El territorio que habitamos pasa a formar parte de nuestros cuerpos y que el desierto; estéril y huraño, había sido generoso con la Lagartija, la había recibido con los brazos abiertos y se habían vuelto indisolubles», narra la novela. A continuación, te dejamos un adelanto de la novela que protagoniza este personaje.
Un poco más allá, a un costado de las montañas de ropa, se asomaron unas ranchas armadas con terciados, planchas de zinc, frazadas y plásticos naranjos y azules. Parecían unos monstruos de gelatina tambaleándose, a punto de venirse al suelo. De las fauces de un monstruo naranjo, emergió la Lagartija. Sus escuálidas extremidades parecían flotar dentro de una larga camisola coral. Tenía una biblia en la mano y se veía distinta, como impregnada de un brillo etéreo, que amortiguaba sus duras facciones. Se acomodó sobre una roca, lo que le dio un toque místico. Si se creía Juan Bautista, la locación era mejor que la de la miniserie setentera “Jesús de Nazareth”.
―Hola Gloria, vinimos a verte ―le dijo la Sole con voz amable.
―Qué bueno que vinieron hoy, que es el cuarto día sin agua.
La miramos sin entender y ella continuó hablando, alzando su biblia verde.
―En la Biblia, el número cuatro es importante: significa el tiempo que seremos sometidos a las pruebas del Todopoderoso. Cuando mandó el diluvio, fueron CUARENTA días y CUARENTA noches que llovió en la tierra. Los israelitas fueron esclavos de Egipto ¡CUATROCIENTOS años! Y después, anduvieron CUARENTA años dando vueltas como los hueones por el desierto. Moisés estuvo CUARENTA días en el Monte Sinaí y Jesús fue tentado por el Cachúo cuando estuvo CUARENTA días ayunando en el desierto. ¿Ven? El cuatro no es cualquier número.
―Pero nosotras no vinimos a traerte problemas, vinimos a citarte a la oficina para revisar tu solicitud ―le dije pasándole el sobre con la citación.
Lo tomó con cara seria y lo guardó en un bolsillo de su camisola.
―El cuatro no siempre trae ataos. Lo que trato de decirles cabras, es que al final, el caos trae sentido a nuestras vidas.
Se quedó en silencio, con la mirada fija en los fardos de ropa. Intuí que, pese a sus delirios, la Lagartija sabía perfectamente donde estaba parada y que el universo caótico donde vivía tenía un profundo sentido para ella. Tenía todo el sentido que yo no había sido capaz de encontrar en cualquier otra parte. Entonces, me di cuenta de algo: que el territorio que habitamos pasa a formar parte de nuestros cuerpos y que el desierto; estéril y huraño, había sido generoso con la Lagartija, la había recibido con los brazos abiertos y se habían vuelto indisolubles.
Unas repentinas ráfagas de viento levantaron remolinos de polvo. Los remolinos se desplazaron hacia todas direcciones y parecían seres antropomorfos danzantes. Quedé como un empolvado, con el pelo chascón y tieso. Me costó volver a abrir los ojos, la arenilla se me había metido dentro y me produjo un fuerte ardor. Con la visión medio borrosa, vi que La Lagartija se encaramó en un fardo de ropa y con gestos ceremoniales, tomó una prenda que parecía un mantel y se la colocó sobre los hombros, convirtiéndola en una especie de capa. Luego, se volteó hacia nosotras, con una sonrisa desquiciada.
―¡Este basural es un monte de pecados que tenemos que destruir! ―dijo revolviendo la ropa con desesperación. Después, con sus manos, empezó a romperla con rabia y a lanzar los pedazos de tela por los aires.
Su cuerpo flacuchento se desplazaba como una araña de patas largas sobre los fardos. Avanzaba y retrocedía con ligereza, gateando a ratos, escarbando, arrancándole las mangas a las camisetas, partiendo en dos los vestidos, ocupando toda la fuerza que su consumida anatomía le permitía. Era como si estuviera empecinada en acabar con esa montaña irreductible.
¡Llévense toda su mierda, los tapaos en chuño!, le gritó al cielo.
Y entonces fue como si la bóveda celeste hubiera escuchado a la Lagartija, porque el viento se intensificó y se produjo una furiosa y sonora tormenta de arena que barrió el vertedero. En instantes, nos vimos envueltas en un torbellino de ropa y otros cachureos inclasificables danzando a nuestro alrededor. Tuvimos que esquivar los objetos voladores, que parecían títeres descontrolados. Bajo nuestros pies, sentimos cómo se agitaba la arena y nuestros zapatos se hundían en ella, como una cafetera turca. El torbellino fue cercando el lugar con una densa nube de polvo, que creció descomunalmente y se elevó hasta cubrir el sol y el cielo se tiñó de rojo, como si ardiera en llamas.
La Lagartija subió hasta lo más alto de una enorme pila de ropa y neumáticos. Sus cuatro chascas flameaban con el vendaval, al igual que su camisola coral, cuyas tonalidades se fundían con el cielo. Sus piernas y brazos eran como las ramas secas de un árbol deshojado y su piel, como el cuero añejo de un animal, pegado al hueso. Levantó los brazos, como si pretendiera atajar una pelota imaginaria y echó la nuca hacia atrás. Sus cañuelas parecían tener raíces, porque ni las ráfagas, ni los cachureos voladores lograron desestabilizar su humanidad de esa suerte de atalaya que había tomado como trinchera.
Parecía no pertenecer a este mundo. Esa imagen me conmocionó más allá de lo explicable. No me gusta la poesía escrita, sólo me gusta sentirla, y había en esa escena un lirismo descarnado, bello y terrible, que me dejó choqueada, pero no en un mal sentido, sino con la sensación de que lo que acababa de presenciar era algo más grande de lo que podía comprender en ese momento.
De a poco la tormenta amainó y el horizonte se fue tornando naranjo y luego amarillento. La Lagartija aún llevaba su capa cuando descendió con movimientos torpes y desarticulados. Tenía una expresión demacrada y los ojos vidriosos. Se plantó frente a nosotras, se sacó la capa y la lanzó con desdén al suelo.
―Chavela cabras, me tengo que ir. Esta hueá me dejó hecha bolsa.
Se volteó y se fue caminando en dirección a su casucha naranja. Nos quedamos mirándola, hasta que desapareció tras la puerta de nylon.
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