A comienzos de octubre, el autor Diego Zamora Estay lanzó el libro «Marica: cómo vamos a morir». En él aborda temas complejos como el VIH y la cultura LGBTIQ+, explorando la vida de los «Mariposones del barrio», personajes que, aunque visibles y reconocidos por su comunidad, viven en la soledad, la pobreza y el exilio, siendo discretos y generosos, pero sin pertenecer del todo. Un testimonio sincero y sin estigmas sobre la homosexualidad en Chile. Ignacio Andrés Garay nos comparte su lectura personal –casi íntima– del libro.
“Y si el mundo se opone
sin razón ni justicia
contra el mundo, yo iré”
Benny Moré
Hay una historia paralela donde Marica: cómo vamos a morir toca intimidades de mi propia trayectoria poblacional, obrero-campesina y provinciana. Un espacio donde la población El Peumo de la Ligua se toca con la calle Los Álamos de Limache. Un recorrido en bicicleta por las parcelas de la V región en que la madre de Diego bromea con la mía. Una sala de espera donde mi tía Lucy, desahuciada por su cáncer, termina consolando al “Pepe”. Un circo pobre donde Diego se maravilla con la peluca de matas de cebolla de “Ramoncito” y yo con la peluca de cintas de cassette de La Coralito. Pero esa historia paralela, quizá, quiera reservármela. Sin embargo, le aseguro, sea usted o no tan hipócrita lector como yo, que encontrará su propia historia contra el mundo en este libro.
“A veces voy, donde reina el mal
es mi lugar, llego sin disfraz”
Virus
Marica: cómo vamos a morir, primer libro en prosa del poeta Diego Zamora Estay, se compone de tres apartados: “Retratos”, “Paisajes” y “Lecturas”. La separación de este libro es su primera corporalidad, disfrazada y tramposa. Sus retratos tienen horizontes con atardeceres de primas fuertonas y melancólicas. Sus paisajes tienen facciones alejadas del canon ateniense u órganos extirpados para el examen anatómico de la disidencia sexual. Sus lecturas son, sin lugar a dudas, otros cuerpos donde la sangre ha reconocido también su contagio para “juntar en una misma oración la palabra enfermedad y la palabra sexo, y, por qué no, la palabra muerte entre ambas”. Llamar crónicas a los quince textos que componen cada una de sus partes sería desconocer la lectura que hace Diego de su tradición barroca, donde la prosa de Pedro Lemebel y Néstor Perlonger convive con la poesía de Enrique Lihn o la narrativa de Natalia Berbelagua. Son, entonces, manifiestos operáticos, no para ocultar el rostro, sino para darle vida a un personaje que le permita reconocerse, porque “luego, niña, llega el personaje y una se va haciendo más o menos famosa entre este paisaje empobrecido de nuestro escenario homosexual”.
Manifiestan, entonces, su declaración político-escritural. Manifiestan, patente y claro, el derecho al placer y la identidad de una comunidad estigmatizada. Manifiestan, en no pocos momentos, un aire a oraciones paganas o bacanales ancestrales perdidas tan necesarias de recuperar en la niebla postoctubrista. Manifiestan, sin pedir disculpas ni rendir cuentas, esa mercancía indeseada que recorre la sangre de Diego desde los veintiún años y que, en no pocas ocasiones, es más un chiste repetido que una espada de Damocles para la homosexualidad masculina. Manifiestan, además, una condición, aunque peligrosa, propia de la belleza según Baudelaire: su lectura promete felicidad.
“Los marcianos llegaron ya.
Y llegaron bailando ricachá.
Ricachá, ricachá, ricachá
Así llaman en marte al chachachá”
Rosendo Ruiz Quevedo
Patudez enorme hablar de felicidad en un libro donde el VIH ronda en todo momento y cuyo subtítulo es “Cómo vamos a morir”, si no fuera el mismo Diego quien removiera esa mirada cómoda sobre lo seropositivo. En sus manifiestos, se evidencia cómo la sociedad sana aún sigue balanceando esta enfermedad entre la condena punitiva al deseo, el maltrato sanitario, la condescendencia ramplona ante sus consecuencias o, como lo dice el mismo autor, un “optimismo exagerado que se inculca como un medicamento a los enfermos”.
Este optimismo-medicamento proviene, o deviene quizá, de la optimización del cuerpo propia de una sociedad neoliberal. Byng-Chul Han, por ejemplo, apuntaría a una sociedad positiva donde lo pulido, pulcro, liso e impecable, como imperativos, son señas de nuestra identidad. Leila Guerrero agregaría que ese cuerpo pulido es fruto de las toneladas de autoayuda y mindfulness que tragamos a diario. Podríamos plantear, entonces, como una cuota de negatividad la escritura manifiesta de Diego Zamora Estay. Solo que él, consciente de que toda dicotomía reduciría nuestra lectura social, no rehúye de una mirada autocrítica de las disidencias ni homologa negatividad con pesimismo, como cuando hinca la mirada en los gais venidos a más que logran arrendar, vía Airbnb, un espacio blanqueado en el centro capitalino. (¿No es, en el fondo, la misma mentalidad de la clase media chilena que arrienda por vías similares su espacio de validación frente a las costas de Florianápolis, cuna del Bolsonarismo?). Esta consciencia también le impide escribir desde ese discurso hegemónico del “venceremos”, tan ad hoc y funcional a las masculinidades de izquierda y derecha: “me cuesta entender nuestra relación con las enfermedades como una lucha contra ellas, como una guerra entre la especie humana y un virus, un lenguaje militar que se sustenta en la victoria de los hombres sobre la naturaleza (separación absurda y masculina)”. Lucha de la que no escapa, tampoco, la comunidad homosexual masculina, ya que para Diego esa búsqueda de cuerpos europeizantes “se entiende mejor cuando consideramos la obsesión por los cuerpos jóvenes, atléticos y hegemónicos; la salud como lugar común de nuestro deseo”.
Aquí vale la pena recordar: a quienes detentan el poder en nuestro país y aún están orgullosos de su progreso inequitativo ya no les satisface catalogar como cánceres a cualquier discurso disidente a las lógicas del mercado. Hoy las enfermedades clínicas, mentales o sociales sólo son aceptadas cuando es insoslayable su presencia, como virus extraterrestres. ¿Habrá bailado nuestra ex primera dama ese famoso chachachá de Rosendo Ruiz Quevedo sospechando que en 1955 pudo ser compuesto como una parodia de la Revolución Cubana? Difícil saberlo y, aún más, imaginarlo sin torcer los brazos y apostar a la pose de gallina-tiranosaurio de su pareja de baile; es decir, difícil escribirlo sin caer en parodias, cuando el único rasgo en común de esos cuerpos entronizados en el poder es el carerajismo con que han justificado tanto violaciones a los Derechos Humanos, como coimas inverosímiles, sueldos millonarios o cuentas en el extranjero, piscos sours dudosos o violencias acérrimas en contra de la otredad. El espejo, en todo caso, no nos perdona: ¿habrá sido la falta de fragilidad en nuestro discurso victorioctubrista una de las causas por las que no logramos desestabilizar un sistema que se hace agua por todas partes?
Me pierdo en estas y otras preguntas, pero es culpa de Diego por contagiarme. ¿Qué?, aún estoy preguntándomelo, después de haber leído un par de veces su libro. En su última novela –donde, cabe mencionar, el peor basurero de la frontera mexicoestadounidense se llamaba “Chile”– otro enfermo nos decía: “Siempre hay que hacer preguntas, y siempre hay que preguntarse el porqué de nuestras propias preguntas. ¿Y sabes por qué? Porque nuestras preguntas, al primer descuido, nos dirigen hacia lugares adonde no queremos ir. ¿Puedes ver el meollo del asunto, Harry? Nuestras preguntas son, por definición, sospechosas. Pero necesitamos hacerlas”. Las respuestas, siempre, están equivocadas, pero las preguntas carecen de moral y, cuando uno transita por las que plantea Marica: cómo vamos a morir, las sospechas que despiertan recaen en nosotros. ¿Quién puede perder su condición de marciano de esa forma?
“Porque algún día se va a abrir esta trampa mortal
Pero hasta entonces llevarás en tu cara, una sombra
Y no presumas más de ser un humano normal
Y no te hagas más el gil que el defecto te nombra”.
Charly García
Hay una escena conmovedora y reveladora del silencio que pesa sobre la enfermedad en Marica. A comienzos de los noventa, el Diego-Niño enferma y vive, como un spoiler, ese humillante peregrinar por consultorios y hospitales, común para quienes están obligados a atenderse en los servicios públicos de salud. El Diego-Niño mejora, sin embargo, no es suficiente para su familia: su abuela rompe todas las fotografías donde se delataban las consecuencias de su enfermedad.
El mal de la infancia, clausurado; la fragilidad, borrada. Higienización de la enfermedad, pero, más importante, de su relato.
Años más tarde, ya con el diagnóstico seropositivo, ese mismo niño reflexionará sobre el mayor riesgo en esta era postpandémica: “pensar que estamos sanos, que no podemos enfermarnos si actuamos bajo una normativa higiénica, si seguimos la norma, si consumimos los medicamentos necesarios, si nos ejercitamos al día, si accedemos al mejor plan de Isapre”. Ilusión peligrosa, entonces, la nuestra. La higiene no borra el relato, sólo lo oculta –y no por siempre– bajo el alcohol gel, las clases de Yoga o pilates, operaciones estéticas, el espejismo del crédito o los aparentes beneficios del escalamiento social. La cloaca de las ilusiones de la demosgracia chilensis ya fue abierta, y sólo una presuntuosidad desalmada apostaría por su negación. Literaturas como la de Diego, liberadoras, son velos que permiten ocultarnos de –y, a la vez, transparentar– esas ilusiones que tragamos, aunque hiedan 24/7 en nuestro escenario nacional.
“Aquí no hay luces de escena
Y algo en mí no se serena”
Los abuelos de la nada
Santiago, esquina de José Miguel de la Barra con Merced. Diego Zamora Estay y su pareja reparten condones a la entrada del Ciber Revelación. Diego interrumpe su trabajo para saludarme. Conversamos, a la pasada, cosas intrascendentes. No recuerdo el año, pero me aventuro a que es 2015 o 2016, cuando él acababa de recibir su diagnóstico seropositivo. Nos conocíamos por un Laboratorio de Escritura Erótica. Hasta entonces mi admiración se reducía a su poesía, donde ya latía lo que después sería el talento innegable de versos como:
“Decimos poesía chilena para no decir territorio.
Decimos territorio para no decir pueblo o comunidad.
Decimos pueblo o comunidad para no decir fundo.
Decimos fundo para no decir esclavitud o sequía,
para evitar conversaciones en la mesa
para olvidar que la cosecha se ha perdido”.
Diego, con la sencillez no exenta de lúcida acidez que le caracteriza, me explica en qué está. Me entero, de esa forma azarosa, de su trabajo voluntario en una ONG dedicada al testeo y atención de enfermedades de transmisión sexual. Ya por entonces, como si fuera algo que hiciera a la pasada, adelantaba una premisa del trabajo literario desprendido en Marica: “No se puede leer sin la sangre y la mía tiene una marca que se reúne con la historia del sida, cuyo archivo incluye la muerte, el activismo, la lucha contra las farmacéuticas, el deseo, las orgías y el chiste. El chiste, del que nos reímos y por el que lloramos a la vez, anda por este cuerpo que escribe”. Desde entonces y hasta ahora he admirado esa generosidad sin grandilocuencias de su trabajo. Porque hace inseparables literatura y sangre, y sin embargo en la hoja esta mancha no es pontificada ni idealizada, a pesar de todos los recursos que exhibe con maestría. Diego, como buen poeta, ya intuía que “las metáforas son tan necesarias como tramposas”. Si no me cree, lea los quince manifiestos de Marica: Cómo vamos a morir y conversemos si no cae en sus trampas, si la luz de nuestro escenario le es ya inaguantable.
“Ya agarraste por tu cuenta las parrandas
Paloma negra, paloma negra, dónde, dónde andarás”
Chabela Vargas
1999, El Show de los Libros, capítulo dedicado a Loco afán: crónicas de sidario, segundo libro publicado por Pedro Lemebel. En el programa el autor señala de entrada: “para hablar de literatura homosexual en Chile habría que hablar de un corpus literario. Yo creo que eso está en proceso. Hay algunos materiales, hay algunas obras, pero aún así, faltan elementos. Falta una construcción cultural más potente, que ponga en escena una estética propia y que ponga en escena, fundamentalmente, una visión de mundo”.
Veinticinco años separan estas palabras de Lemebel y Marica: cómo vamos a morir de Diego Zamora Estay. Veintiocho, si contamos desde el año de publicación de Loco Afán. Quizá porque dentro de la literatura chilena la homosexualidad ha tenido más de un referente blanqueado, ese cuerpo literario hoy aún está construyéndose. Sin embargo, la lengua de Pedro y Diego tienen el mismo ritmo, la misma desgarradora poesía, aunque su estrategia sea el corte o la medida, quizá porque a él le ha tocado desde más joven someterse a la invasión de los exámenes. No por nada la palabra “examen” proviene de las agujas de las balanzas. No por nada esa aguja también recibe el nombre de “fiel”, como si no se pudiera escapar de su dictamen.
En este punto, donde las tradiciones se corporizan y tocan, pero también se distancian, es necesario destacar un acierto de Invertido Ediciones en el cuerpo material de Marica: cómo vamos a morir. La portada de esta edición, sobria si la comparamos con referentes anteriores, remite tanto a un darkroom como a una dimensión desconocida, un espacio de la enfermedad al cual Diego Zamora Estay nos invita. Aventuro también otra cosa a partir de esa entrada donde podríamos perdernos. Como en sus inicios lo hicieran las crónicas de Lemebel, Diego irá forjando sus lectores desde ese lugar desconocido y marginal, donde borbotea incólume todo aquello que es víctima de la higienización, antes que desde el establishment literario. La prosa de Diego, como ya lo es su poesía, no podrá ser fiel a cómo la habrán de (so)pesar. Pero ahí no habrá, de momento, una real pérdida. Diego Zamora Estay sabe, como Antonio Silva, que ese espacio de validación sería aceptar el circo o el museo de la pobreza chilensis, un operático paisaje del que lograremos escapar si estamos dispuestos a entrar en la provincia marica, seropositiva y poética de su libro. He ahí su promesa de felicidad.
Zamora Estay, Diego. Marica: cómo vamos a morir.
Santiago de Chile: Invertido Ediciones, 2024.
Reseñas biográficas
Diego Zamora Estay.
(La Ligua, 18 de noviembre de 1989).
Es profesor de lengua castellana por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Ha publicado los libros Música Hardcore (Editorial Moda y Pueblo), Las manos de mi padre parecen pájaros heridos (Fea Editorial), además de investigaciones de poesía en revistas académicas. Se adjudicó el FONDART de creación con el poemario Chullec (2019) y Taller de escritura para personas VIH+ (2024).
Ignacio Andrés Garay
(Limache, 3 de marzo de 1985).
No tiene estudios universitarios finalizados y ha desempeñado diversas labores: agricultor de nopales, barman en un barco fluvial, locutor radial amateur, monitor en colonias de verano para niños, picador de cebolla en una fábrica de masas y empanadas, envasador de comida para perros, guía turístico, fotocopiador de pruebas estandarizadas PISA, auxiliar docente de reemplazo en enseñanza secundaria, profesor voluntario de español para refugiadas del África Subsahariana, tallerista de un centro creativo para adolescentes y cuidador de bicicletas en la Furia del Libro. No ha recibido premios ni reconocimientos, salvo diplomas a peor compañero en el colegio. Actualmente prepara la traducción de la antología Miró ate agora, del poeta pernambucano Miró da Muribeca al español.
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