La mañana del 24 de noviembre del año pasado, Roberto Castillo recibió oficialmente el Premio Municipal de Literatura de Santiago del año 2023. Semanas antes, apenas supimos del viaje que haría a Chile desde Estados Unidos, donde reside, nos apresuramos a invitarlo a una actividad en torno a La novela del corazón, su último libro publicado, sobre el que ya habíamos conversado vía correo electrónico y publicado un adelanto en Revista Origami. No teníamos idea de nominaciones ni de premios, ni de finalistas, ni de ganadores. Roberto aceptó sin pensar en esa invitación un poco confianzuda, pero consecuencia de una cordial y simpática relación por redes sociales entre intercambios literarios, anécdotas de fútbol y chistes. Miramos a Roberto como un animal raro, un desfasado, una suerte de pariente lejano dentro de la literatura chilena, ante quien, sin duda, la sangre tira.
No hubo tiempo para protocolos de presentación ni saludos en el patio de la Biblioteca Nicomedes Guzmán. Tomamos lugar y empezamos a pimponear preguntas. Un par de intervenciones, de risas, y ya está: el diálogo fluye como si viniéramos de vuelta de otro sitio, pero estamos frente a una treintena de personas interesadas, entre amigos de Roberto, cercanos a la revista y lectores curiosos. Luego: «Muchas gracias, Roberto, con eso terminamos». Apretón de manos y un abrazo.
Ampliar la realidad e interpretarla, así como traducir para construir un lenguaje común, evidenciando, el abismo inabarcable entre dos códigos, esos son gestos que la obra de Roberto Castillo ofrece a sus lectores. Sus obras de ficción, publicadas en los últimos años por editorial Laurel, a cargo de Andrea Palet, han demostrado ser un acierto en las letras nacionales: constituyen un proyecto singular, que mira de forma dislocada las preocupaciones, los intereses y las formas de su país natal, que mucho dista del país que dejó.
La novela del corazón es una obra que le tomó a Roberto más de veinte años terminar. Surgió tras atestiguar en vivo un trasplante de corazón, pero pasó por reescrituras minuciosas, por otro título, por impulsos de hablar del proyecto a medio mundo y por una sentencia de un viejo José Donoso en un auto por Filadelfia, que tras escuchar un par de frases sobre el proyecto, sentenció: «Olvídate». ¿Habrá sido uno de los últimos errores de Donoso?
A partir de aquí, el registro por escrito de casi una hora de ires y venires, sístoles y diástoles, en torno a una novela que es un corazón y es varios. Una novela sobre órganos que se extravían, que pasan de mano en mano, de tórax en tórax, de visión en visión. «Who speaks for this heart?»: Chile vio al cirujano sudoroso levanta el corazón hipertrófico que acaba de arrancarle del pecho al paciente. «Quién dijo yo, quién se queda con esto, a quién le corresponde esta novela. Cui littera est?». «Quién habla por esta novela», parecemos decir quienes nos reunimos ese día, para ponerla en común, ofrecerla, verla desangrarse, en un espacio entre el autor y sus lectores.
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-En una entrevista con Daniel Mansuy, dijiste que la escritura de La novela del corazón había partido hace unos veinte años. Pensando en que titulamos a este encuentro Cuadernos Origami, quiero partir preguntándote qué lugar tuvieron durante todo este tiempo el trabajo con cuadernos, con anotaciones. ¿Cómo fue esa labor?
Yo diría que la idea es de hace más de veinte años, pero había quedado en eso, como idea. Le estaba contando en la mañana a María Teresa Cárdenas que, en realidad, la había pensado, visualizado, pero era demasiado monumental. Era una cuestión al estilo del boom [latinoamericano] antiguo. Eso lo tuve sin solucionar por mucho tiempo, porque no quería esa monumentalidad, pero seguí investigando el tema porque me fascinaba. Era una de manía de saber más acerca del tema, de averiguar, ir recabando materiales. Era una obsesión. Hubo cuadernos, notas desperdigadas y archivos de computadora que ya murieron hace mucho tiempo. Y de repente, decidí juntar todo eso. Si no lo terminaba ahí, no lo iba a terminar nunca.
-¿Desde un inicio tuvo esta forma del ritmo, de sístole-diástole de la historia o cómo se fue pensando eso?
Eso fue al final. Cuando decidí que iba a terminar esta cosa. Me di cuenta de que en el proceso de escritura se habían juntado textos que eran súper diferentes. Para animarme a mí mismo frente a toda esa majamama, dije «ok, este va a ser el Libro uno, este el Libro dos, este Libro tres», como si fueran novelas separadas. Eso me dio la libertad para terminar de escribir cada parte y después ver cómo se podían ir juntando. Así fue el proceso a grandes rasgos, de lo que yo me acuerdo, porque hay partes que son difusas para mí.
-Y en ese proceso, ¿cuándo entra Andrea Palet y Laurel Editores?
Creo que fue como el 2020 o 21, no me acuerdo bien. Yo creo que le había hablado a Andrea de esta novela que estaba a medio terminar y ella me animó a mandársela. Con ese acicate me lancé a terminarla, se la mandé y echamos a andar el proceso de edición y de domar ese texto medio salvaje. Fue relativamente corto en relación con todo el proceso. En esos veintitantos años, a veces yo dejaba botada la novela por dos, tres años. No estuve constantemente bordando el mantelito, de repente se quedaba ahí nomás y yo me dedicaba a otras cosas.
-Ya habías reeditado tu primera novela, Muriendo por la dulce de patria mía, con Laurel, después, durante la pandemia, sacaste Muertes imaginarias y ahora esta novela. Si miras los tres libros juntos, el distinto es el segundo, el anterior a este, pero sí se podrían trazar más vasos comunicantes con Muriendo…
Creo que sí. Creo que hay algo acerca de la voz narrativa, porque Muertes imaginarias justamente carece de eso. Así como hay novelas epistolares, esa es una novela hecha de obituarios, entonces no hay un hilo perceptible que conecte desde la voz narrativa, los puntos de vista son distintos en cada sección. El editor ficticio que compila los obituarios, eso sí, se llama Gabriel Meredith, el “Cide Hamete”, autor de Vida y combates de Arturo Godoy, que es el manuscrito ficticio en que se basa Muriendo…. . Pero ese es un guiño de continuidad. Lo cierto es que está el atisbo de una voz narrativa parecida, o afín, entre Muriendo… y La novela del corazón. En Muriendo… está ese personaje que se llama R. Castillo, que tiene muchas cosas en común con el narrador que empieza La novela del corazón, el testigo del trasplante.
-Además, Muertes imaginarias, por el contexto en que salió, fue una obra mucho más contingente, con más urgencia.
Ese libro tenía otro título, pero cuando estaba listo para publicarse, empezó la pandemia y nos pareció que ese título, Los muertos del año, podía leerse como un aprovechamiento de la circunstancia. Ahí es cuando uno goza del beneficio de tener una gran editora que dice que no, que ese título no, y gracias a eso enganchamos con Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, con Bolaño también, y cayó dentro de esa tradición, que es otro camino.
-Volviendo sobre los vasos comunicantes entre La novela… y Muriendo… además del trabajo con la voz, me llama la atención la traducción como una forma de poner algo en común. Los narradores tratan de poner en palabras, en español, español chileno, algo como una experiencia que existe en otro idioma, en otro código, pero lo que entregan finalmente es un relato que es un poco intraducible. En La novela… está la escena de la académica que trata de encontrar el lugar de la lengua, el lugar del chileno.
Ella es una historiadora chilena que está dando una charla sobre Chile con su idiolecto; no sé si «idiolecto» sea la palabra correcta. La forma en la que ella habla es muy particular de la clase alta chilena y lo que ocurre en la página es que se muestra una transcripción fonética casi literal: como me suena a mí ese lenguaje. Entonces, claro, hay una maniobra para llamar la atención acerca del lenguaje, acerca de lo que hay de transmisible o intransmisible. Esa parte también yo la pensé un poquito como para ponerle, no sé, ponerle miguelitos en el camino a los traductores, si es que alguna vez alguien va a traducir la novela, porque en esa parte y en otras está hecha para, en algún sentido, dificultar la traducción y para forzarla a reconocerse como una recreación, no un simple trasvasije, para que tenga que leerse como tal, como un acto de creación, con toda la problemática consiguiente.
A pesar de que publiqué Muriendo… cuando tenía casi cuarenta años, era un pendejo en el sentido de la experiencia literaria. En cambio, esta cosa de la traducibilidad sí que estaba muy presente para mí cuando terminé de escribir La novela del corazón. Creo que tiene que ver con el hecho que me he estado dedicando mucho a traducir. Muertes… es un acto de traducción lúdico, o sea, yo pensaba «esto va a ser divertido», porque está hecha a partir de obituarios que empezaron siendo traducciones de obituarios en la prensa norteamericana e inglesa. Entonces, ¿qué va a pasar si esos mismos obituarios son retraducidos al inglés? Por ejemplo, ¿cuál va a ser el texto autoritario para hacer la versión en inglés: ese en que yo me basé o el traducido y después reinventado? Porque esa reinvención lo cambia todo: me puse a chilenizar a todos los personajes. Es un problema literario y en cierto modo es un problema político.
No digo que todo el mundo lo haga, pero me preocupa mucho que la gente empiece a sentir la urgencia de escribir en un castellano neutral que sea fácil de traducir. Eso para mí no tiene sentido, o tiene menos sentido que para otra gente. Pero el problema de la traducción es algo que está ahí metido siempre en lo que hago. No sé muy bien cómo, pero está y es parte de lo que quiero transmitir. Lo mismo con la personaje de la detective, Zunka, que habla un castellano muy raro, enrevesado, a veces barroso y a veces robótico, pero es un personaje que aglutina el sentido de la novela: alguien que no habla castellano, a quien todo el mundo le dice que tiene un acento raro, que es eslavo, que es de aquí, de allá y nadie sabe lo que es.
-¿Y lo piensas como un problema concreto del español chileno o es un problema general de la traducción? En una conversación con Marcelo Simonetti hablaste que tú escribías como escribías en español, pero que habías hecho un texto en inglés que también tenía problemas de traducción. Dijiste algo así como «si alguien lo intenta traducir, yo no sé cómo lo va a hacer».
Justamente ahí hablaba de Muertes… como antecedente. Es lo que te dije antes: cómo lo van a hacer, en qué texto se van a basar, también. Tal vez sea por nostalgia –una nostalgia elaborada, eso sí, que viene de vuelta, más afirmativa y menos llorona– pero un asunto que me interesa mucho y al que me he dedicado es a escuchar y preservar de alguna manera el habla chilena. Es un habla distinta, así como lo es el habla rioplatense, y eso se refleja no solamente en el vocabulario, sino en los ritmos narrativos, en ciertos códigos semánticos y sintácticos muy característicos. Me interesa mucho encontrar la manera en que funciona el habla chilena. Entonces, esa parte también es intraducible y solo tienen acceso a ella algunos lectores.
Tengo un oscuro pasado académico como colonialista. No me arrepiento de ese paso por la academia, porque hubo aspectos del estudio de los textos virreinales que me marcaron. Por ejemplo, al Inca Garcilaso creo que todavía no se lo ha leído bien, pero su escritura es realmente genial. En el proemio de los Comentarios reales advierte que algunos lectores privilegiados van a entender todo y algunos que van a entender la mitad, porque para entender todo hay que tener el código maestro: el conocimiento del quechua. Él se está celebrando, en primer lugar, como el lector de sus propios comentarios y aquellos como él son los lectores privilegiados. Para mí, un lector privilegiado de mis escritos (guardando las proporciones) es un lector que tiene acceso al habla chilena. Eso también es parte del proyecto, encontrar la vuelta literaria al lenguaje chileno, validar ese lenguaje.
-Aparecieron algunos conceptos: «nostalgia», «defensa de un código propio», cierta defensa de la lengua propia, también. Y es interesante, pensando en que hace varias décadas que vives en Estados Unidos. En ese sentido, también a Mansuy le comentaste algo así como que La novela… es una novela chilena, profundamente chilena, que habla de Chile, pero que más allá que aparezca referido, en su construcción tiene algo de ese trabajo con la nostalgia, el trabajo desde lejos.
La nostalgia es cuestión fundamental para mí. En Antípodas hablo de un poquito de eso. A mí realmente me afectó mucho leer el trabajo de Svetlana Boym, que era una compañera nuestra en Harvard, que enseñaba literatura comparada y escribió un libro muy lindo acerca de la nostalgia, The Future of Nostalgia, que se publicó el 2001. Ella proponía que hay dos formas de la nostalgia: una es constructiva, reflexiva. No es la nostalgia mecánica, predecible, la del emigrante que echa de menos la marraqueta, digamos. Hay una nostalgia que sirve para cuestionar la nostalgia de la marraqueta, para comprender que todo aquello que constituye una identidad es tan cuestionable como cualquier otro constructo imaginario en el que podamos basar nuestra identidad. Esa es la nostalgia que yo rescato, reflexiva, que vaya más allá del sentimentalismo patriotero.
-¿Cuál es tu relación con Chile desde la distancia? ¿Cómo trabajas desde esa posición? ¿Tiene que ver con cómo se concreta esa nostalgia reflexiva?
En estar en contacto con las cosas de Chile, en estudiar meticulosamente la historia de Chile, en estar súper al día, lo más que puedo estar –viviendo lejos, en una realidad súper distinta–, leer mucha literatura chilena, mucha historiografía. Eso es una cosa fundamental para mí: saber qué es lo que se está haciendo, cuáles son las voces que están surgiendo y estar metido en este mundo. Aunque yo me siento disociado, de repente; que vengo a Chile y todo está al revés: estamos en noviembre, mes de mi cumpleaños, y mi cumpleaños siempre fue así como hoy, primavera tardía, con sol, pero por cuarenta y tantos años, he vivido un noviembre oscuro, como Mordor: casi invierno, oscuro, sombrío todo. Frente a esta bifurcación de la experiencia uno tiene que decir «chuta, ¿realmente quiero hacer esto?», porque hay otra forma de hacerlo en la que tú no te planteas el problema y vives tu vida y sigues y aceptas lo que pierdes y lo que ganas con eso. Parte de eso está Antípodas, o sea, una reflexión inicial acerca de qué es ser chileno y vivir lejos de Chile.
-Aprovechando que tocamos este punto: desde afuera, desde esa distancia, ¿cómo ves a Chile como objeto Chile? Más allá de tu relación con el país, porque uno puede decir que estamos en problemas pero…
Estamos en problemas similares en todas partes. Lo que se ve desde la distancia son similitudes. Yo vivo en un lugar cerca de Filadelfia. Filadelfia siempre ha sido de las grandes ciudades de EE.UU. que son reductos demócratas o hasta progresistas, dentro de los parámetros norteamericanos, por supuesto. Pero salgo veinte minutos de mi casa en dirección poniente y ya estoy en territorio republicano duro. Hay un analista político que se llama James Carville y que dice que está Filadelfia y está Pittsburgh, las dos ciudades grandes de Pensilvania, y entre medio está Alabama, el sur profundo. Viendo esa realidad y viendo el tipo de cosas que han estado pasando en Chile, uno tiende a ver la similitud con lo que pasa en Argentina, con lo que pasó antes en Brasil.
Creo que hay problemas serios que, de alguna manera, se exacerbaron durante y después el estallido. Estamos todos bien desorientados y hay que hacer un diagnóstico que parte del hecho de que estamos todos medio confundidos. Y que los últimos eventos, como pasar de aprobar la primera asamblea constituyente hasta llegar al rechazo, ha sido una cosa súper loca, ir de un extremo a otro, es realmente casi incomprensible y marea a cualquiera. Estando más lejos, uno puede ver claro que esto es parte de todo un proceso que no solamente tiene que ver con Chile.
-Hace tiempo pude hacerte unas preguntas por correo para Origami y en ese momento te pregunté sobre tu lugar en el campo literario chileno. Me respondiste que te sentías desfasado generacionalmente. Más allá de tu posición particular, ¿cómo ves el campo literario chileno?
En primer lugar, diría que hay una variedad de voces súper grande y eso es bueno, porque tener esa variedad nos permite escuchar otras cosas. Lo estoy comparando, por ejemplo, con la generación a la que yo habría pertenecido según la lógica medio mecánica de las generaciones. Publiqué Muriendo… con Planeta en 1998, en la colección Biblioteca del Sur, bajo la edición de Carlos Orellana. ¿Eso me ponía con quién? Con Gonzalo Contreras, Carlos Franz, Fuguet, Darío Oses, un grupo donde había, por ejemplo, muy pocas voces de mujeres, donde casi todas eran de Santiago. Por eso me siento tan desfasado, además que por esa época ya vivía afuera y sentí el efecto de eso: la novela tuvo algún tipo de repercusión, pero en verdad tú te vas de acá y desapareces. Físicamente uno desaparece y desaparece nomás, y tiene que aprovechar las venidas a Chile para volver a aparecer. En esa época no existía ninguna red social. Ahora, por ejemplo, Twitter e Instagram me comunican, y puedo seguir mucho de lo que está pasando a través de eso. Y puedo comunicarme también con potenciales lectores, entonces es distinto.
Siento un desfasamiento que, en este momento, no me resulta oneroso ni pesado, porque me permite identificarme con distintas voces. Creo que no pertenecí nunca a la generación de la nueva narrativa, pero tampoco pertenezco a la siguiente. Y realmente, en el fondo, no me interesa mucho.
-No lo piensas de esa manera.
No lo pienso de esa manera. A veces me pongo a pensar en los términos de [Cedomil] Goic, pensar a qué generación pertenezco yo, y se me figura que es un ejercicio completamente inútil y fome.
-¿Cuál es tu relación con los premios?
Mira, la verdad es que nunca lo nunca lo he pensado, no tengo una postura definitiva, pero creo que, en general, son una lotería, que depende mucho de cómo es el proceso de selección, de quiénes son los jurados, de qué tipo de cosas les interesan a los jurados.
Si hubiera escuchado, siendo todavía finalista, por ejemplo, el discurso de la alcaldesa de hoy en la premiación, hubiese dicho «chuta, ni cagando gané, porque vengo de EE.UU., porque soy hombre, porque no tengo protagonistas que sean árboles», porque tenía una novela escrita de manera un poquito más tradicional que otras». Pero me gratifica mucho saber que hay lectores que le han encontrado la gracia y que han podido apreciarla. Si el premio ayuda a que la novela la lea más gente, está bien.
Sigo siendo escéptico con los premios, pero estoy muy contento. Porque además está esa otra cosa de la distancia: esta mañana sentí que se aminoraba esa distancia. Después de 40 años, por lo menos ya hubo algún tipo de reconocimiento, encontré algún tipo de repercusión tangible, ese tipo de cosas. Sobre todo me interesa mucho encontrar lectores de otras generaciones, más jóvenes en general, que puedan dialogar con la novela, aunque no tengamos tantas afinidades estéticas, aunque no nos gusten los mismos tipos de escritura, lo importante es que dialoguemos sobre eso.
Si lo pienso, no debería decir, por ejemplo, que un punto de referencia literario, para mí, sigue siendo el boom. No en tanto al tipo de escritura que hacían, no en tanto a esa ambición panorámica abarcadora y algo autoritaria que tenían. Particularmente cuando hablo del boom, hablo de mi maestro en Harvard, Carlos Fuentes. Nunca he tenido un contacto tan cercano con un intelectual latinoamericano de ese calibre, alguien que lo sabía todo, pero todo, o que por lo menos proyectaba un entusiasmo tal que tú te creías que él sabía todo, que se había leído todo. Pruebas al canto: le hablabas de la literatura chilena, te hablaba de literatura chilena, le hablabas de Venezuela y te daba una lección acerca de la literatura venezolana; te hablaba de literatura de Honduras y te sabía nombrar dos o tres escritores a los que relacionaba con otra gente. Hablaba de Sor Juana, hablaba del Quijote, con ese tipo de amor profundo por la literatura y por las cosas que podía hacer. Para mí eso fue una lección fundamental. A mí no me gusta cómo escribe Fuentes, excepto Aura, pero le admiro eso y siento que hay un legado respetable en torno a eso. Y claro, sigo leyendo y releyendo a Cortázar porque me parece un maestro del cuento y sigo enseñando a otros escritores y escritoras del boom. Eso. Lo dije: me gusta el boom y qué.
-Volviendo sobre la novela y su relación con Muriendo… que creo que es una buena manera de pensar tu escritura y tu proyecto literario, más allá de una sola obra. Hay algo en esos textos referente a la posibilidad de ampliar la realidad a través de la ficción: darle más juegos, más posibilidades. En aspectos, por ejemplo, la escena del trasplante, en donde la escritura novelesca colinda con la crónica.
Claro, sí. Creo que eso también es parte de mi pasado oscuro de colonialista. En los textos coloniales esa distinción entre ficción y realidad se resolvía a través de problemas de la verosimilitud. Tenía que ver con una poética distinta, con una forma distinta de ver la relación que hay entre la verdad y la ficción. Este libro, como los otros, plantea que la realidad se expande con la ficción, que hay aspectos de la realidad que están invisibles a menos que los miremos a través de una escritura como esta, a través de una mirada que cuestione lo que meramente vemos, lo que se presenta frente a nuestros ojos. Ese es mi credo. La ficción expande la realidad, no es diferente a ella, sino que la expande. Y la analiza, porque no estoy en contra de analizar, no se trata de una percepción romántica o intuitiva, creo que tiene que haber pensamiento y análisis en la novela, también. Pero sí creo que la ficción es una manera de ver, de ayudarnos a ver la realidad. En alguna parte dije que la novela es un ensayo en estado chúcaro, salvaje.
-Ahí surge un problema, digamos, ético-político, ¿o no? Esto lo contaste alguna vez: que trabajar con la historia de Arturo Godoy te trajo un coletazo de la realidad, no de la ficción (aunque la ficción también puede pegar coletazos). También estoy pensando, por ejemplo, en otras de las finalistas, en Alia Trabucco, que por su libro Las homicidas también tuvo una escaramuza con la familia de la protagonista de uno de los casos que trata en ese libro. ¿Cómo abordar o hacerse cargo de la historia del otro? Porque en toda historia va a haber un otro involucrado.
Para poner el contexto: en Muriendo…, la novela sobre Arturo Godoy, cometí un error como primerizo en muchas cosas. La novela tuvo un impacto mediático porque era sobre este boxeador que al final de los noventa todavía era un gran mito nacional: mucha gente lo había conocido, causaba mucho interés. ¿Quién lo cubría? La prensa deportiva. Entonces había un señor que se llamaba Pedro Pavlovich —no sé si alguien se acuerda, un gigante de dos metros—. Me acuerdo que, para el lanzamiento del libro, la Federación de Boxeo había amenazado con llegar y pegarme.
-No era algo menor: era la Federación de Boxeo.
Claro. Incluso algunos de los escritores se habían organizado como para decir «bueno, ¿a quién ponemos en la puerta?». A Skármeta, que era corpulento y decía que sabía boxear. El lanzamiento mismo se paralizó por una señora que venía llegando tarde. Los tipos de la tele que estaban ahí con Pavlovic, prendieron los focos, porque pensaron que se armaba la mocha. Al final del lanzamiento me entrevistaron y yo mirando para arriba a Pavlovich diciéndole cosas como «no, si mi novela es un homenaje a Arturo Godoy». Cuando no: debí haber dicho que era una novela, y aprendan a leer novelas. Eso lo que yo quería decir, pero no dije. También en la prensa se agarraron de algunos datos, diciendo que Godoy había torturado gente, porque había sido profesor de boxeo en Investigaciones, y salió por ahí que se rumor que la novela decía tal cosa. La viuda de Godoy había oído que en la novela se decía que su marido era gay, porque había una escena en la que él besaba a otro boxeador en el ring. Ella una vez llamó a la radio y estaba llorando, o sea, me hicieron una encerrona en la radio Cooperativa, en la mañana, con todo Santiago escuchando. «¡Aquí está la viuda de Godoy!». Y dije, chuuuuuu. La señora lloraba, no hacía otra cosa. Era un programa con Cecilia Rovaretti y otro gallo. Tiene que estar la grabación de la señora llorando, diciendo «¡Oye, este desgraciado, este infeliz! ¡Yo estoy muriéndome del corazón, estoy en el hospital!». Lo único que le dije fue «Señora, ¿usted ha leído la novela?». «No, nunca la voy a leer».
-Y eso, entonces, pasó por unas dos líneas de la novela.
Claro, seguramente se lo contaron. También el hijo de Godoy tenía sus juicios. La cosa es que eso me dio mucho, mucho en qué pensar, porque el sufrimiento de esa señora que lloraba en ese momento era real. Ella no estaba haciéndose. La cuestión con el hijo es otra, tengo otro rollo. Pero la señora de Godoy en ese momento estaba sufriendo. Ese dolor suyo fue real y después de eso pensé mucho en qué estaba haciendo yo ahí con esa prestidigitación entre ficción y realidad. Decía, qué bonito, qué posmoderna la novela, y resulta que, para algunos, no tenía esa gracia.
Me sirvió mucho esa reflexión para La novela del corazón, porque ahí hay también casos reales. Está la voz de María Elena Peñaloza, de alguna manera está presente también la historia de Nelson Orellana, dos chilenos que fueron sacrificados en aras del progreso nacional, siendo sujetos de experimentación para una operación que podía o no tener éxito. Por eso para mí fue importante encontrar, identificar en qué momentos yo me tomaba el gran el atrevimiento de usar una primera persona. Para Godoy, hubo un par de veces donde usé la primera persona. Una es la segunda pelea con Joe Louis, cuando Louis lo masacró. Y eso está visto todo desde una primera persona casi irreal, con un lenguaje muy, muy, muy literario, desde la conciencia de alguien que está sufriendo mucho dolor físico. El dolor es el tema de ese capítulo. El otro momento en que uso la primera persona para hablar por Godoy es un momento en que él hace una narración falsa. Él cuenta un cuento que está basado en El viejo y el mar. Cuenta una historia de su infancia, sobre que salen con su hermanito a pescar, porque no tenían plata, no tenían qué comer; y salen y sacan un tremendo pescado y un tiburón se lo empieza a comer. Eso hace como una especie de renarración de El viejo y el mar. Esas son las dos únicas partes. Entonces, una, digamos, me la imaginaba con empatía por el tema del dolor, y la otra, simplemente era Godoy echando el pelo y narrando frente a unos periodistas norteamericanos que le creen todo. Y le creen todo porque nadie había leído a Hemingway.
Ahí está la otra vuelta que dice, bueno, ¿cómo hacemos para creer?, ¿cuáles son los parámetros para creer? En La novela del corazón, esa voz, esa primera persona, se la doy al final a María Elena Peñaloza, en la conclusión del libro. Ahí trato, justamente, de pensar éticamente cómo proyectar esa experiencia de haber sido alguien a quien le ponen un corazón en su momento. Ella dice ser la única mujer en el mundo, que en ese momento dentro suyo tiene un corazón ajeno, y no sabe qué hacer con eso. Ella sigue soñando en un futuro que no va a tener porque presiente que se va a morir luego, pero es incapaz de reprimir el deseo de vivir. Es parte, por supuesto, de la preocupación que uno tiene cuando habla de casos donde la ficción se puede confundir o se funde en realidad.
-En la misma conversación con Mansuy hablaste de que estabas pensando, en el corazón como una hipermetáfora, una metáfora general en que había otros juegos chicos. Y eso es algo que también te consulté en nuestra conversación por correo: ¿cómo fue meterse en la palabra «corazón» que dispara para tantos lados?
Me da un poco de risa cuando lo pienso, porque en realidad la idea que yo tenía al estar escribiendo sobre el corazón era que tenía que vérmelas con la metáfora del corazón, que está tan presente en cada momento y es lo más trillado que hay. Es la metáfora más manida de todas las metáforas.
Al final, me he forzado a recurrir a la metáfora para lograr esta visión global de los fragmentos narrados: que el libro mismo sea un corazón, que el libro mismo funcione de manera similar a cómo funciona un corazón, con el traslado de ciertos materiales narrativos, que serían la sangre hacia cierto lugar. Por eso está dividida entre sístole y diástole, como si fuera un fuelle, esta bomba del corazón que está expulsando sangre para un lado, reciclando por el otro. Esa es para mí una idea de literatura que quiere reivindicar el poder que tiene una metáfora bien encontrada, esa parte del oficio de escribir, de cómo encontrar la vuelta estética a un asunto. Yo creo que eso me permitió terminar la novela. Si no, no hubiera podido. Esta novela que iba a ser como antimetafórica, la tuve que terminar metafóricamente. Además, tenía otro título, pero tengo una buena editora: «¿Cómo le dices tú cuando estás pensando en la novela?». «La novela del corazón». «Tate».
-¿Cuál era el otro título?
Entre nos, era un poco pretencioso. De eso también a uno lo salvan un segundo par de ojos que sepan un poco más. Estuve buscando mucho epígrafes para las distintas partes. Gabriela Mistral tiene un verso maravilloso en que habla del corazón, de «tu corazón, el fruto de veneno». Era un título un poco largo. Pero dije, bueno, Muriendo por la dulce patria mía también es larguísimo. Decía, ¿por qué no? Pero eso le hubiera restado estéticamente, hubiera dado ciertas claves que no tienen por qué estar al principio en un título y hubiera sido un marco medio engañoso.
-La novela del corazón es un título que abre más, que no le da la manito al lector.
Exactamente. Te abre a la posibilidad de muchas cosas.
-En ese mismo sentido, ¿cuánto piensas al momento de escribir en un lector?
Para mí es súper difuso, porque reescribo mucho. Uso una aplicación que permite guardar todas la versiones de un proyecto. De repente, por curiosidad, fui a ver cuántas versiones había de tal capítulo. Habrá, qué sé yo, unas veinte… treinta… ¿doscientas?, ¿doscientas veinte? O sea, hablamos de veinte años obsesivamente cambiando el principio de un capítulo. De repente puede ser una coma o un cambio de ubicación de un párrafo, pero constantemente. En ese momento uno piensa en uno mismo, dice, bueno, cómo se ve mejor, cómo funciona el ritmo. Así que, en general, no tengo esa preocupación por el lector, sino por el ritmo narrativo.
-Si alguien quisiera hacer la edición definitiva crítica de La novela del corazón, estaría otros veinte años trabajando. La novela es un problema al traductor, es un problema para el editor, es un problema para todo el mundo.
Claro. Y para los lectores también. María Teresa Cárdenas, que dirigió el jurado, me dijo «es verdad que es una novela difícil». Y varias personas me han dicho lo mismo. El otro día Verónica Cortínez, que enseña cine y literatura en la Universidad de California, le preguntó a un amigo mío que cuántos eran los que te habían dicho que es una novela difícil. Seis, siete, de diez. Esa dificultad está ahí, no planeada, pero dejada ahí como parte de lo que es, no más.
-Para cerrar, recogiendo ideas de más atrás: esta novela funciona bajo cierta idea de literatura, con tus estrategias, en un contexto posmoderno, que lo tiramos un poco en talla. Pero en esta diversidad absoluta de estéticas y en donde parece que todo pasa y nada queda, ¿cómo funciona políticamente una novela así?
Soy una persona que tiene posturas políticas bien claras, con mis ideas bien definidas. Trato de no ser dogmático, pero también tengo una línea, aspiraciones éticas. Pero al momento de escribir, realmente para mí lo que más me sirve es hacer abstracción de eso, porque siento que si me pongo en una especie de proyecto de «dar voz» —que ya en sí es problemático la idea de dar voz— o de hacer algún tipo de manifiesto, alguna declaración que sea políticamente obvia, o de incorporar teoría —parte de mi pasado oscuro académico en que uno tuvo que leer mucha, mucha teoría—, la calidad literaria se resiente. La teoría y la conciencia de lo político para mí es una bendición al momento de ser lector, pero al momento de escribir, lo dejo de lado, lo mío es un trance estético principalmente. Lo político, si la escritura está bien hecha, se hace visible de mil maneras.
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