Psicosis lúcida (Hueders, 2024) es su primer libro de narrativa, donde reconstruye la internación que vivió en una clínica psiquiátrica a los 15 años y elabora una dolorosa crítica al sistema de salud, a la socialización de los trastornos psiquiátricos y al vasto concepto de la salud mental. En esta entrevista, Joaquín profundiza en esos temas y también añade otros, como la importancia de su oficio de luthier en su propia resistencia.
Sus manos recorren toda la longitud de la tabla: una mesa de madera de verdad, con una especie de compuerta que, si se abre, revela un enchufe. Joaquín Miranda (Santiago, 1993) abre y cierra, busca la bisagra, y hace una apuesta:
—Debe ser alerce. Y tiene pedazos de laurel.
A fines de 2024 nació Psicosis lúcida (Hueders), su primer libro de narrativa, donde reconstruye su paso por una clínica psiquiátrica en la que fue internado a los 15 años. Un libro que aborda, desde su propia experiencia, temas tan contingentes como incómodos: la salud mental, los trastornos psiquiátricos, los estigmas asociados.
Joaquín se fija en la madera porque, además de escribir –es licenciado en Letras con mención en Lingüística y Literatura Hispánicas, cuenta con dos magísteres y va a empezar un doctorado– es luthier de instrumentos de cuerda pulsada. En específico, se especializa en la construcción de guitarras eléctricas y también en la restauración. Examina la madera: una tabla de ese tamaño no es barata.
La experiencia que relata en el libro es desgarradora, traumática. Un adolescente llega a una psiquiatra luego de una crisis de pánico y le recetan remedios para la bipolaridad sin tener bipolaridad, medicamentos para la esquizofrenia sin tener esquizofrenia. Empieza a tener alucinaciones inducidas por esos fármacos. Sus padres, desesperados, confían en la palabra de su doctora y lo internan en una clínica donde recibe un trato deshumanizado, indigno, revictimizante. De esa época están los documentos médicos, que Joaquín recuperó hace poco en una visita a la clínica, y su propio archivo personal: dibujos que hizo dentro de la clínica, cartas que recibió de su familia, de sus amigos. El libro tiene la materialidad de esos recuerdos.
Estamos en un café del centro a punto de tener una conversación que casi no califica como entrevista. Como periodista, no lo hago muy bien. Le comparto mis impresiones, le cuento mis propias experiencias, transitamos por diferentes temas.
¿Cómo entrevistar a alguien sobre una historia tan impactante, sobre un tema tan trascendental, cuando lo que se cuenta es su propia vida, cuando no hay ningún componente ficticio en esas páginas?
Lo que se abre es un diálogo, un intercambio. Las conversaciones, pienso, también son como la madera. Se pueden construir, pulir, preparar.
—Una de las cosas que me llamó la atención del libro es el valor del trabajo de archivo con respecto a la propia vida. ¿Cómo fue para ti fabricar un archivo de tu internación y de todo lo que estuvo alrededor de eso?
—Mira, qué loco, nunca lo pensé como archivo. Soy muy obsesivo y guardo todo. Todavía tengo mi velador que usaba a los cuatro años. Nunca lo vi como un trabajo de archivo, pero cuando salí de la clínica sabía que tenía en mi poder cosas muy valiosas, como las cartas de mi familia, que no es muy expresiva, y dije: esto es bonito, lo voy a guardar. Sobre todo la carta de mi hermana. Cuando salió la idea de hacer el libro –yo estaba haciendo el magíster de Escritura Narrativa de No Ficción y salió como idea de tesis–, mi profesora dijo que podríamos poner esas cosas. Ahí, de una forma bastante orgánica, se fue dando. Pero sería muy tramposo decir que fue mi idea. Yo tenía eso ahí porque guardo cosas, y de vez en cuando las veo.
—¿Y sientes que había algo así como una “literatura de” en la que se inscriba tu libro? ¿Alguna especie de tradición con respecto al tema de la salud mental, o sientes que no se había abordado mucho?
—Creo que encaja en lo que podríamos llamar literatura crítica o de denuncia, más que de salud mental, pienso. Soy muy fanático de lo argentino y admiro a Rodolfo Walsh. Antes de que lo mataran, publicó Operación Masacre, y al final él dice: lo importante de los libros, o de publicarlos, no es la entrevista, la fama, la venta, no, pero siempre hay que publicar, ¿por qué? Porque el libro actúa. A él lo mataron y, muchos años después, sobre todo en tiempos de crisis, como la Argentina de los 2000, se leyó y fomentó la lucha y la denuncia, además de dar cuenta de qué pasó en la dictadura de Aramburu y compañía. A lo que voy: el libro actuó y sigue actuando. Ese fue un motor para mí, para publicar. Dije: bueno, este libro me expone a mí, expone a mi hermana, expone a mi mamá, expone a mi papá, pero a lo mejor ahí hay alguien que está lidiando con un pariente con esquizofrenia y necesita escuchar esto. A mí me recuerda al libro de Nellie Bly, la gran periodista gringa del siglo XIX. Le dijeron que en un hospital psiquiátrico de mujeres en concreto, no recuerdo su nombre, pero sé que quedaba en una isla, había maltrato físico y psicológico. Le propusieron hacer un reportaje sobre eso, pero tenía que lograr entrar. Como era una genia, ideó una estrategia: se hizo pasar por loca y la llevaron a la isla, donde estuvo estuvo 10 días. Gracias a ella, a lo que denunció cuando salió, cambiaron algunas políticas en torno a la intervención de salud mental, y esa literatura creo que se parece un poquito a lo que yo hago: la de denuncia. De salud mental no hay nada, y además está hiperpropagado este virus horroroso del optimismo, de que vamos a ser felices, que tu vida es perfecta, que tienes todo lo que necesitas… para mí se inscribe dentro de lo otro.
—¿Y está la idea de que quede constancia? ¿Que el día de mañana, en 100 años más, si alguien dice “en esa época no pasaban estas cosas”, ahora haya un libro que dice exactamente qué es lo que pasaba, en qué año, en qué ciudad, y cómo era la realidad?
—Claro, es dejar un testimonio por escrito sobre lo que viví y lo que muchos han vivido. Si hay algo que me pudre son esas frases de “pero ahora hay una nueva perspectiva”, “los psiquiatras jóvenes…”. Acabo de leer un libro de los 90 que decía lo mismo, y no creo que pase, no creo que ocurra. Creo que lo que puede pasar, en el mejor de los casos, es que la gente –tú, yo– pueda desarmar el estigma que implica tener un trastorno psiquiátrico, o un diagnóstico, pero no creo que eso se convierta en una política pública. Es como lo que pasa con el aborto: la mujer no va a poder abortar hasta 100 años más, pero si logramos mover un poco la voz…
—El concepto de “despenalización social”.
—Claro, y eso hace la diferencia. Si llega tu prima y te dice: aborté, y tú te acercas y le dices: bueno, cuéntame más, te abrazo, en vez de: oye, pero eso no se hace, eso para mí es lo mismo que si dices: oye, me diagnosticaron con autismo y la respuesta es que no importa. Creo que eso podría ayudar…
—Existe la noción, que es cierta, de que la salud mental es privativa. Que es muy cara y que es muy difícil acceder a ella. Muchas veces, cuando se teme por la vida de alguien que está con crisis de salud mental, la única solución que aparece es la de buscar un cupo para que se interne, pero en términos económicos es imposible, y además no hay cómo conseguirlo. Luego yo leo este libro y digo: ¿qué pasa dentro de las clínicas privadas? ¿Quién se preocupa de eso? O sea, ¿nuestra esperanza está puesta en un lugar donde se trata de esa manera a la persona que está internada? ¿Quién está arbitrando cómo se administra la salud mental fuera de las instituciones públicas? Cuando lo que ocurre es que eso, al mismo tiempo, socialmente se visualiza como la única esperanza para ciertas personas que ya no saben qué hacer.
—Es muy importante lo que dices. Hace poco un amigo salió de El Peral, que es público, y salió hablándome de su estadía mucho mejor de lo que esperaba. Hoy en día las alternativas públicas no son malas, porque de hecho lo privado, por ser privado, no te cuenta nada, en cambio lo público tiene que rendir cuentas. A lo privado lo llamaría, derechamente, un abuso. Te cobran muy caro por un trato denigrante que te va a dejar traumado de por vida, que en muchos casos conlleva golpes, amarrarte a la cama, etcétera. Cero acompañamiento. ¿Qué prioriza lo privado? El dinero, no la salud.
—Esa reflexión me quedaba, que era “terreno de nadie”. Y al mismo tiempo yo me imaginaba a una familia donde los papás deben haber estado asustados, desesperados, y que recurren a este lugar pensando que va a ser una solución y termina quizás agravándolo o generando otros problemas derivados. Esas personas no acudieron ahí para que a su hijo lo torturaran: fueron porque pensaban que esa podía ser la solución al problema.
—Igual quiero aclarar que mis papás no decidieron nada, fue la psiquiatra. Ellos estaban devastados y entregaron su poder a la psiquiatra.
—Pero confiaron en que iba a ser una solución. A eso voy.
—Yo creo que estaban tan angustiados, esto lo sé porque lo he hablado ellos, que no eran capaces de decidir. Si la psiquiatra creía que era bueno, decían ok. Yo hasta el día de hoy no entiendo la internación. Lo primero que hacen es alejar a todos tus seres queridos. ¿Cómo te va a ayudar eso? Son las únicas patitas que tienes para apoyarte en la vida y te las quitan. Luego te quitan tu entorno, tu zona de confort. ¿Cómo te va a ayudar eso? Luego te tratan pésimo, en contra de tu voluntad. Cuando uno lo vive y lo ve, uno piensa: ¿Cómo esto puede ser una propuesta? Tú dijiste una palabra bien interesante: es tortura. Y los psiquiatras que llamo “de sillón” –que están sentados en su sillón de cuero, haciendo recetas antes de irse a su casa en Vitacura, donde se olvidan de todo– saben todo esto. Todavía me pregunto cómo racionalmente llegan a esa solución, habiendo otras. Tú podrías decir “vamos a hacer un periodo de observación con la familia”, o terapia ocupacional, o terapia de familia, etc. Pero no esto. Hasta el día de hoy la internación psiquiátrica es la misma que la del siglo XVIII. La única diferencia es que no te hacen lobotomía ni te matan a golpes, pero es un juego de poder: tú estás acá porque eres menos que yo, y vas a hacerme caso en todo lo que yo te diga, te guste o no te guste. Entonces no es una solución, ¿cómo reinsertas en la sociedad a alguien que vivió eso?
—También pienso que debe ser una crítica muy delicada de hacer, porque nadie sabe mucho de esto excepto los especialistas. Todo lo que digas se puede interpretar como que estás yéndote en contra de ellos, y te pueden decir que eres prejuicioso, o que estás estigmatizando, o que tú no tienes el conocimiento. ¿Cómo le haces una crítica al sistema de salud mental sin que te digan que es retrógrado pensar que está mal la forma en que se hace, o que tú eres un ignorante por sugerirlo?
—Creo que lo mejor es provocar, pero estratégicamente. Por ejemplo, yo digo que los psiquiatras no son médicos, y en verdad lo creo, pero puedo argumentarlo, no es que solamente lo sienta: la medicina viene de Hipócrates y ellos salen de los alienistas. También hay gente que yo llamo del “lado bueno”, que son los psicólogos. Por ejemplo, mi psicóloga entró a la clínica cuando estaba internado y todavía se acuerda. Primero, no podía creer que eso fuera privado, porque le faltaban solamente los ratones. Pasa que a las familias les muestran una fachada, no más, no les dejan entrar a la pieza, van solamente al patio.
—Y quizás también confían en que a las personas internadas no les van a creer.
—Y ahí está otra cosa que es muy heavy y anacrónica, y que se asemeja a las cárceles. En las cárceles es sabido que si un recluso acusa a un gendarme ante su visita, por ejemplo, y dice que le pegan, ¿qué va a pasar? Le van a pegar el doble. Es lo mismo en la clínica psiquiátrica. Te tratan pésimo, te sacan la cresta, te denigran, te humillan todo el día. Si tú los acusas, va a ser doblemente peor. Por eso tú te quedas callado. Entonces ni siquiera podía hablar, no podía acusar a nadie. Tenía miedo, años después de decir esas cosas, porque decía: me van a sacar la cresta.
—¿Y cómo fue cuando volviste para pedir la ficha?
—Fue imposible. No querían entregarla.
—Pero me imagino lo difícil que debe haber sido volver al edificio. ¿Te habías acercado antes de eso? ¿Era un lugar que rehuías? ¿Te daba lo mismo porque ya lo tenías muy terapeado?
—Nunca me dio lo mismo. Cómo explicarlo… Soy bien ñoño, y mi juego favorito es el Diablo II. ¿No sé si has jugado a Diablo?
—No, pero puedo imaginarme.
—Imagínate que tú vas con tu personaje y evades un lugar porque sabes que te van a matar. Da lo mismo que tu personaje sea nivel 100. Me pasaba eso, vivo bastante cerca de la clínica y pasar por esa calle… no me daba miedo, no me daba ni pena: era como un instinto de supervivencia. Una cosa muy rara. Como que algo me dijera: aléjate. Y para lo de la ficha fue muy loco, porque ellos la tenían y literalmente sentí que no la querían entregar, no la soltaban físicamente mientras yo trataba de tomarla. Y de hecho sospecho que omitieron –que hay cosas que no están en la ficha, que no entregaron todo– porque hay vacíos raros que deberían estar, datos que no están. Hay días donde no hay nada. Entonces sospecho que omitieron algo que no quieren que yo sepa. Pero volver a ir fue heavy, porque más encima estaba la misma secretaria. Obviamente yo no me iba a acordar, pero ella se acordaba: no de mí, sino de esa época. Por la actitud de la enfermera que me dio la ficha, pienso que todo sigue igual. Pensé: si se comporta así conmigo, que ni siquiera soy un interno, adentro, con la impunidad que tiene…
—En una entrevista decías que para ti no era tan difícil hablar de esto, porque ya lo habías procesado mucho, pero yo pensaba en el proceso de socializar esta historia de manera tan masiva. ¿No te genera extrañeza que la gente se impacte? Pienso que puede ser como cuando a ti te hacen algo y tú le bajas el perfil, pero luego se lo hacen a algún amigo y sientes que es lo peor que podrían haberle hecho. Entonces sí te duele, y te das cuenta de que es lo mismo que te hicieron a ti.
—Lo dijiste perfecto. De hecho, me pasó en terapia familiar. Cuando empecé a escribir este libro, mi familia se descompuso un poco, pero en el buen sentido. Nos dimos cuenta de que esto nunca lo habíamos hablado, y mi mamá, mi hermana y yo fuimos a terapia familiar. Y mi mamá ahí, por primera vez después de 14 años, frente a una terapeuta, me preguntó lo que había vivido. Yo lo tengo normalizado, lo viví y hasta ese momento pensaba que todo joven de 15 años vivía lo mismo. Cuando terminé de contarlo, la vi muy afectada, vi hasta a la psicóloga medio llorando, y me pregunté qué había pasado. Ahí mi mamá dijo: tú no estás cachando lo que viviste, en tu historia hay abuso físico, hay abuso psicológico. Me dijo que si hubiese sabido eso, ella hubiese hecho una denuncia. Me empezó a ejemplificar con lo mismo que yo le había dicho. “Esto es violencia física, esto también es violencia física, esto también”. Y ahí caché. Recién ahí. Como a los 29, 30 años dije: wow, ok, esto no es… no todos viven esto. Y le tomé el peso. Y generó también un tema en mí, que provocó que volviera a terapia porque dije: soy víctima de esto. Pero cuando lo cuento, lo cuento con total naturalidad, es parte de la vida de uno.
—Y es un mecanismo de supervivencia también, ¿no? Si uno está todo el tiempo deteniéndose en las cosas de las que ha sido víctima, cuesta igual, es muy pesado.
—No sé si es por eso, lo atribuyo más a que, desde la clínica, estuve como 10 años en terapia, donde solo hablé de la clínica. Lo mastiqué mucho, lo hablé mucho, y me sirvió también porque me acerqué a personas que habían tenido problemas psiquiátricos de otra índole. Pero sí, es loco, me conmueve un poco que la gente me dice mucho: oye, me encantó tu libro y lloré gran parte. No sé cómo responder a eso. No sé si serán lágrimas de emoción, de pena, de impotencia. Ha sido bien loco eso, incluso amigos del colegio dijeron que lloraron con el libro, y eso que lo he contado un millón de veces, ellos vieron cuando me pasó, ¿por qué llorar ahora con el libro?
—Bueno, también porque le da otra materialidad, pienso yo… Y sobre todo yo pensaba en el hecho de que sale al mismo tiempo para todo el mundo, y eso habilita que mucha gente tenga el mismo proceso simultáneamente. No es lo mismo que estar en una conversación profunda con un amigo que no sabe y contarle ahí, ver esa conmoción y lidiar con ella dentro de ese contexto. Acá pienso que, cuando el escritor termina el libro, el libro tiene vida propia. Y de pronto viene alguien que se enteró de todo esto a través del libro, y esa persona siente que te conoce, y puede que sea mucha gente al mismo tiempo viviendo el mismo proceso. Eso me parece loco.
—Es rarísimo. A mí me parece muy raro. O sea, el tema de la entrevista, te confieso que me parece todavía algo muy raro. Me gusta porque la intención del libro es hablar sobre el tema. Y qué bueno que haya entrevistas y gente interesada, pero hablar de mí, de mi historia… eso es rarísimo. No lo entiendo, pero al mismo tiempo, creo que la recepción que ha tenido habla bien del libro, en el sentido de que a mí me gusta un libro cuando me toca, cuando me hace sentir algo. Porque te recuerda que estás vivo, de alguna forma. Entonces, si bien para mí es raro, y no lo entiendo muy bien del todo, me gusta que genere eso. Me cargaría que la gente piense que me estoy victimizando, aunque no puedo controlar la lectura de la gente, pero que genere una emoción en particular –que puede ser rabia, o puede ser pena, o puede ser impotencia–, eso me gusta, y ahí me reconcilio un poco con eso. Hay muchos libros que uno termina y los deja ahí, ya fue. Pero acá no. Me ha escrito gente por Instagram para contar que su hijo tiene esquizofrenia, y para mí es como… ¿Qué le digo? ¿Qué le digo a esta persona?
—Tienes una responsabilidad, sin quererlo.
—O sea, sí, esa respuesta la pensé por doce horas. ¿Qué le digo a esta persona? Y terminé diciendo: gracias por lo que dices del libro, conozco tu realidad, y le dije que si su hijo tiene algún tema que quiera conversar, yo feliz. Te escriben esas cosas y te dices: chuta, esto agarró vuelo. Y tampoco soy un… no sé, no voy a ayudar a nadie.
—Que tú sepas, porque uno no sabe qué es lo que puede ayudar a otra persona.
—Claro, no, pero de forma activa, me refiero. Porque sí, puedo dar entrevistas, puedo decir “gracias”, “qué terrible lo que estás viviendo”, pero no puedo hacer nada. Y sé que todo funciona mal, y que su hijo va a sufrir un montón. Ahí me entra la duda de qué responder, pero al mismo tiempo es lindo que se abran con eso, porque seguramente esa madre no le ha dicho a casi nadie que tiene un hijo con esquizofrenia. Y me lo dijo a mí. Y por algo será. Porque resultó liberador y solamente quería hablarlo, o porque sabía que no lo iba a juzgar… Pero sí, esas respuestas del libro son raras, son incontrolables.
—Leyendo el libro me daba vuelta otro tema: la recurrencia, hoy en día, de situaciones como las crisis de pánico, los brotes psicóticos, que son cosas que a mucha gente le ocurren. No sé si tienes una visión con respecto a la educación social para hacerse cargo de esas realidades, para enfrentarlas de alguna manera más colectiva o sistemática. Lo pienso porque yo tengo un tema con el duelo, con la muerte. En mi primera fase no podía creer que la gente te diera pésames tan de mierda, y la agarraba en contra la gente, pero ahora pienso que la gente no tiene idea de qué decir frente a la muerte, porque nadie les enseñó que la muerte era parte de la vida, ni que había que acompañar a la gente que se le moría a alguien. Y eso termina aislando a la persona que está en duelo, porque si nadie sabe cómo hablar contigo, entonces nadie te habla. Entonces pienso… ¿qué es lo que, como sociedad, podemos hacer para evitar que la situación que una persona está atravesando la deje aislada de la sociedad? Porque a la sociedad no le enseñaron a lidiar con esa situación, y eso tampoco es culpa de la gente.
—Es el problema del tabú, y de venir de una tradición judeo-cristiana que más encima ha sido sometida a un neoliberalismo horroroso, donde lo que menos importa es el sentimiento y la emoción de la gente. Pero, como tú bien dices, no es culpa de la gente. Por supuesto que hay medidas que puede tomar, digamos, el poder, sin embargo, yo creo muy fuertemente en la educación. Ahora voy a hacer un doctorado en Lingüística no porque quiera simplemente investigar, sino porque creo que mediante la docencia puedo acercarme de forma humana a las personas y también hacer divulgación científica. Creo mucho, por ejemplo, en hablar de la muerte con la muerte al lado, ser capaz de eso, de decirle a la gente en el momento: “No me sirve que me digas eso. Se acaba de morir mi papá. No estoy bien, no voy a estar bien mañana, no voy a estar bien nunca. Esto es una pérdida para siempre. No me sirve. Háblame de la muerte. ¿Quién se te ha muerto a ti? Ahí podemos empezar a hablar”.
—Pero yo pienso que eso es traspasarle la carga de ese problema a la persona que está viviendo esa situación, entonces no solo es víctima de lo que le pasó, sino que ahora es la responsable de educar al resto para acompañarla. Por eso pienso que es algo que no lo voy a solucionar yo, sino que tiene que ser algo sistémico que haga que cuando a alguien se le muera a alguien, el protocolo esté en la educación colectiva. ¿Qué hacer con eso? Lo pienso con las crisis de pánico: ¿Cómo nadie va a saber socorrer una crisis de pánico si a todo el mundo le dan?
—A lo que hay que dispararle es al tema del tabú. Uno no puede llegar sólo con buenas intenciones. Y efectivamente, es uno el que termina haciendo la pega, con la carga. Es muy complejo.
—Algunas de las cosas que me llamaron la atención lo hicieron porque cada quien lee desde su propio lugar. Una de ellas es la relación entre la salud mental y el oficio, cuando aparece la luthería. Yo tejo. Gabriela Mistral hablaba del “oficio lateral”. En el caso mío, siento que en el momento más terrible del duelo, darme cuenta de que tomaba ocho madejas de lana y podía hacer un chaleco que iba a tener una utilidad y que le iba a servir a alguien, fue muy importante. Estaba en el momento en que más rota me he sentido en mi vida y aún así podía crear algo. Creo que eso fue lo que a mí me salvó. ¿Qué valoración le das tú al oficio?
—Mucha. Lo que dices de Mistral es maravilloso. El oficio es… a mí no me gusta la palabra “terapéutico”, porque el oficio es una cosa que uno trabaja mucho para sacarle el rollo y terminas, en mi caso, haciendo guitarras. Pero hay algo que no sé cómo describir. Quizás a ti te pasa lo mismo, pero que hace que… algo madura dentro. A mí me pasa que estoy con la guitarra, la lijo por ocho horas, y mi mente se va a otro lado. Y hay un alivio ahí, pero también hay cierta emoción al ver que algo se está construyendo. En mi caso, cuando estaba internado, lo que me salvó fue la música. Empecé a estudiar guitarra a los 10 años, entonces a los 15 ya sabía, componía. Si te soy muy franco, soy bien pesimista con la sociedad en la que vivo. No me gusta para nada. Pero una de las cosas que me mantiene acá, digamos, es la música: tocar piano, tocar guitarra, componer, hacer guitarras. Hay algo inexplicable ahí, hay algo que trasciende el lenguaje. No compensa la pérdida, porque eso jamás se va a compensar, pero hace que la vida, por un momento, valga la pena. Pero no sabría explicarlo. Es algo para lo que no hay palabras, pero de que alivia, alivia; de que acompaña, acompaña; y de que consuela, consuela.
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