Alexandra Mabes, directora de la obra que se presentará este jueves 16 y viernes 17 de enero en Centro NAVE, perdió a su hermano alrededor de la misma fecha en que comenzaba a nacer este proyecto. “Yo estaba con el cuestionamiento de la desaparición del cuerpo y con la idea de sentir la ausencia de algo en términos físicos, corporales. ¿Dónde está el cuerpo que fallece? Fue así como me empecé a vincular con el cobre. Creo que yo, en esa relación, deposité algo afectivo, como si en el encuentro con ese mineral yo estuviera dialogando con ese cuerpo ausente”, cuenta en esta entrevista.
Hay cinco bailarinas en escena. Llevan mallas metalizadas, telas cobrizas, y de fondo se oye el tintineo característico de un golpe sobre un metal. Se trata de «CU: Cuerpo Infinito», una obra de danza de Alexandra Mabes que entrelaza el cuerpo y el cobre, como un diálogo infinito en el que las materialidades extraídas de la tierra se funden con las acciones humanas. La coreografía, descrita como sugerente y espectral, plantea múltiples narrativas posibles que cada espectador puede construir.
La obra se presentará este jueves 16 y viernes 17 de enero a las 19:00 horas en el Centro de Creación y Residencias Artísticas NAVE (Libertad 410, barrio Yungay, entre metro Cumming y Quinta Normal), espacio donde tuvo una residencia de creación y una residencia técnica. El proyecto cuenta con el apoyo de coproducción de Fundación Antenna, la Dirección de Creación Artística de la Universidad de Chile (DiCrea) y Centro NAVE.
En la puesta en escena hay cobre y hay danza, un baile atravesado por la materialidad del metal, y en la conversación con Alexandra aparecen frases también brillantes, algunas muy estoicas y otras más maleables. Su obra presenta una forma de enraizar lo efímero –la danza– a la tierra mediante el cobre, que está debajo de todo. Su obra nos interpela: ¿qué es lo efímero y con qué mecanismo lo fijamos en la memoria?
–¿Cómo surge la idea de mezclar la danza con el cobre?
La verdad es que el encuentro con el cobre fue más bien fortuito. Por lo general, cuando comienzo un trabajo, siempre traigo alguna textura, elemento o materialidad que me inquiete, o que me genere el deseo de seguir indagando en él. Cerca del año 2017, yo estaba trabajando con el agua y estaba buscando la manera de “contaminarla” o de cambiarle el color sin tocarla. Me encontré con las láminas de cobre y pensé que podía afectar el agua por medio del brillo del cobre. Hice un par de intentos, digamos que no con mucho ímpetu, y fueron fallidos, por lo que la lámina quedó ahí. Luego tenía una residencia y me llevé esta lámina de cobre y otras piezas más que había encontrado, piezas de tubería, de cañerías, una especie de tubería que me calzaba justo en los dedos de las manos. Creo que a partir de ese momento empecé a rozarme con este material, en el sentido de vincularme y descubrir que tenía muchas posibilidades. Más que pensar en la mezcla de la danza y el cobre, tal vez fue establecer una investigación en torno a la visualidad, a la estética, a la materialidad que yo quería poner en escena. Y luego, de a poco, con las posibilidades que me daba este material, empezar a descubrir cuál era el cuerpo que podía ajustarse, justamente, a la dureza o la flexibilidad del cobre. En ese sentido, el cobre se presenta de tantas formas que algunas uno las puede moldear, otras son más bien rígidas, y así.
–¿Qué crees que representa el cobre para un país como Chile? ¿Qué aspectos de nuestra identidad toca y cómo buscaste problematizarlos en esta obra?
–El cobre representa muchas cosas para Chile. Me parece interesante trabajar con una materialidad que está en este territorio: ¿qué significa trabajar con la materialidad que está debajo de la tierra que nosotros habitamos y que, de alguna manera, está incrustada en el inconsciente colectivo? En ese sentido, la obra sí despierta el sentido de identidad de Chile. Lo que ocurre con este mineral, de alguna forma, es que cuando uno lo ve, uno dice: “ah, Chile”. Hay algo que da identidad y te hace sentir que tú perteneces a algo, y en estricto rigor a lo que tú perteneces es a ese lugar geográfico, a esa tierra. Eso me parece bello: sentirse identificado justamente con el territorio, que es nuestra máxima riqueza, en términos de lo bello, de su espectacularidad y su belleza. Pero más que construirla a partir de un discurso, la obra es un viaje que se armó a partir de los hallazgos de cómo puedo vincular cuerpo y cobre, qué posibilidades me da la materialidad y qué flexibilidad me da. Lo que me gusta de la danza y su abstracción es que uno a veces tiene ciertas ideas, pero al articularlas le das al espectador la libertad de poder interpretar. En el fondo, creo que sí hay un deseo de hablar sobre la identidad, ya que de por sí en la materialidad despierta eso, pero la obra no busca exponerlo explícitamente: es más bien un viaje visual, y dentro de ese viaje visual el espectador tiene la oportunidad de interpretar lo que quiera.
–Según leí, la obra presenta un retrato que también se relaciona con el duelo. ¿Cómo surge este diálogo? ¿Qué reflexión propone?
–Alrededor de la misma fecha en donde yo me encontré con el material y mineral, mi hermano había fallecido. Yo estaba con el cuestionamiento de la desaparición del cuerpo y con la idea de sentir la ausencia de algo en términos físicos, corporales. ¿Dónde está el cuerpo que fallece? Fue así como me empecé a vincular con el cobre. Creo que yo, en esa relación, deposité algo afectivo, como si en ese encuentro con ese mineral yo estuviera dialogando con ese cuerpo ausente. Y paralelo a eso, siento que el acto de bailar también tiene que ver con generar algo en un espacio vacío y que de alguna manera se desvanece, o es casi imposible de atrapar. Creo que esa es la mayor potencialidad que tiene: lo poco producto que es. Cuando uno baila, queda en una sensación, queda en una experiencia, queda en un estado, queda en un encuentro entre el que lo ejecuta y el que lo observa, y eso solo se atesora como experiencia y no como un objeto. Hay un cruce entre la idea del vacío de un cuerpo que se desvanece –que se muere, que ya no está más– y el material del cobre como una forma de mantener un vínculo y a la vez de sanar algo, de seguir “relacionándome” con él, pero al mismo tiempo generando otra cosa, que es una obra. Al final de esa ausencia hay un encuentro entre un cuerpo que se roza con una materialidad.
–Se nota que hay un sustento teórico muy trabajado detrás del armado de la obra…
–Este trabajo no solo es una obra de danza, sino que también fue parte de un magister que hice de artes visuales, donde pude reflexionar sobre la objetualidad y sobre la danza como un procedimiento para llegar a un resultado. Yo creo que el duelo –esta idea, insisto, de la ausencia de un cuerpo, este vacío– me despierta la inquietud de traer algo con que relacionarme. Y también la obra tiene algo así, una especie de juego con esta idea del cuerpo que aparece o desaparece en la danza, que es efímera.
–¿En qué radica la «infinitud» del cuerpo en esta obra?
–Cuando se me vino esa palabra fue a propósito de la muerte de un cuerpo que se desvanece, de la danza que se evapora o que se diluye en el espacio. Un poco esa era la idea, de pensarlo como que eso que muere o desaparece igual es infinito.
—A propósito de lo que dices, se me viene la idea a la mente como de cómo te relacionas tú con esa condición básica de efimeridad de la danza, con el hecho de saber que estás poniendo todo tu trabajo, tu método, tu creatividad en algo que lo único que tienes para atesorarlo es la memoria.
—El carácter fugaz que tiene la danza y a la vez la potencialidad que eso tiene es justamente algo que a mí me interesa como statement: esa posibilidad de crear algo que a la vez es inalcanzable y que tampoco es reproducible su efecto inicial. La danza solamente ocurre en ese momento, también en el momento en el que se gesta y también en el encuentro con el espectador o con los otros participantes.
–¿Crees que hay algo en tu historia, en tu personalidad, que te facilite poder decir: bueno, esto no va a quedar atesorado de ninguna manera física y estoy ok con eso?
–Tal vez hay una transformación que casi no logro reconocer de mí misma. Cuando bailo es una contradicción, porque no sé muy bien quién soy pero a la vez sé que soy lo más real, por así decirlo, y es el espacio donde me siento más cercana a la libertad. Luego está el mundo práctico y ahí uno vuelve a ser la persona que uno es, pero yo creo que para los bailarines la vida a veces es compleja porque el momento de la danza es un momento que funciona bajo una lógica distinta a la realidad. Yo te diría que, en el fondo, si es que algo tiene que ver con mi personalidad es que en la danza es donde yo realmente me arrojo, donde ocurren cosas que no controlo y de repente es mejor, incluso, que sucedan y que no queden guardadas, encapsuladas, porque a veces ni me reconozco en ese lugar, pero a la vez me gusta que sea así. De repente me veo bailando en un video de registro y digo “ay, qué loca”, pero en un buen sentido. Es un espacio donde entiendo que lo que sucede en ese momento ya no va a volver a ocurrir, y yo creo que el carácter político, o humanista, por así decirlo, de ese espacio es clave.
–En el fondo, es algo imposible de atesorar de manera física…
–Se crea algo por lo que de verdad nadie puede pagar. Bueno, hay metodologías, hay formas de registrar, hay partituras, hay vídeos, hay recibos, hay mecanismos que se han creado un poco para dejar vestigios de la danza, de los cuales yo también he participado, y la obra también podría tener algo de eso, de los roces con estos materiales. Los materiales ya están afectados por las huellas digitales de las chicas, están rozados, por ende, el cobre ya empieza su proceso de oxidación. En ese roce, también estoy dándole una nueva vida a esa materialidad, pero en el fondo la danza misma, propia, como momento, como espacio creativo, como espacio expresivo, es súper difícil de atrapar: un vídeo nunca hace justicia de lo que eso es. Creo que ahí hay algo que tal vez incita o invita a esta nueva era, súper digitalizada, a recordar que justamente nosotros como humanos sí somos personas de la experiencia. Una vez, mi maestra Nuri Gutés me dijo: yo no quiero ser vanguardia, yo quiero ser retaguardia, es decir, custodiar algo, custodiar un conocimiento antiguo. En el fondo, la danza sí es un lenguaje humano y guarda una sabiduría, que es la del encuentro, la de la experiencia, la de la expresión, la de la vinculación con el ritmo o el pulso.
–También pienso en este contraste con un material tan “tocable”, tan físico como es el cobre. ¿Hay una necesidad, quizás, de arraigar algo tan fugaz como la danza en algo tan terrestre y terrenal?
—Yo creo que volvemos un poco a esta idea de la desaparición de un cuerpo. Efectivamente muere mi hermano y está esa pérdida material, y yo en el encuentro afectivo con el mineral del cobre me aferro a eso, me agarro de eso, un poco como una especie de excusa para poder relacionarme con algo, y la danza es algo que yo siempre voy a traer, porque en el fondo yo soy bailarina, de cuerpo y alma. Yo creo que sí, que hay algo de eso, porque a veces el proceso creativo nace de la inquietud, de la curiosidad, pero a veces lo hace de la sensación de vacío. Hay un vacío y uno trae algo, por ejemplo una pintura o un texto, o sea: hay algo que tiene que ver con ese espacio vacío que uno quiere llenar, pero tampoco llenar por llenar, quizás es más parecido a completar. También podríamos hablar de una fractura, de una herida que uno necesita reparar. En el fondo hay una ausencia y una muerte, se desvanece un cuerpo, entonces yo quiero traer una materialidad concreta.
–¿Y cómo te relacionas con la memoria? Entendiendo que es en ella en la que hay que confiar en la memoria para atesorar la danza…
–Efectivamente. Cuando yo comparto mis prácticas de danza a personas que no se dedican a bailar, algo que me da mucha satisfacción es justamente ayudarles a recordar y a despertar esa memoria que uno tiene con el baile, porque bailar es parte de la condición humana. Me gusta recordarles que hay un cuerpo que tiene formas de habitar distintas a las que estamos adoctrinados, donde también ha habido una herramienta de dominio: no sientas tu cuerpo, no identifiques lo que te pasa. La danza tiene ese potencial de hacer que las personas se conecten con su corporalidad y que empiecen a sentir, a poder cerrar los ojos e identificar cómo se siente el adentro del cuerpo, reconocer sus partes.
–La danza como un ejercicio de memoria.
–De por sí, la danza está siempre dialogando con el presente y el pasado. Incluso, la práctica de la danza trae aparejadas experiencias físicas –cuando bailas tú utilizas el espacio en su totalidad, vas para todos lados y hay un desarraigo a lo lineal, hay una desorientación o una confusión permanente, hay giros– que generan un nuevo relato en tu cabeza, de comprender que sí existe la posibilidad de recuperar algo que a lo mejor se nos ha sido quitado. Cuando un niño escucha música, de inmediato comienza a reaccionar a eso, ¿no? Es algo muy instintivo y es algo que a mí me interesa recuperar y despertar en otros, también en el espectador, por más que no participe de la danza misma. Y cuando comparto mis visiones con las bailarinas, les digo justamente: nosotras también danzamos por aquellos que no están bailando con nosotras, y traigo a nuestros muertos, que también nos acompañan y que están siempre en este espacio, pero de otra forma. Se despierta una memoria cuando uno danza. Sin duda hay algo que es genético de la humanidad.
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