El poder del realismo capitalista deriva parcialmente de la forma
en que el capitalismo subsume y consume todas las historias previas.
Mark Fisher: Realismo capitalista.
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De Pistila del gen lumínico (2024, Tinta Negra microeditorial) de Camila Almendra (Osorno-Valdivia, 1991).
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La introducción en prosa nos cuenta que Pistila fue criogenizada en medio de una dictadura. Y que despierta 77 años después en una democrática continuidad de la guerra. Su edad, tal vez un guiño bíblico o metáfora de la guerra: los 77 de La Concepción y su filofascista réplica en Chacarillas. 77 años después de 1973, Pistila despertó en 2050 con la facultad de regenerar todo lo destruido en ese mundo futuro, obviamente más devastado que el contemporáneo. Tal como Camille en Lxs niñxs del compost de Donna Haraway, a través de su composición con otros simbiontes, en este caso es el gen lumínico de Pistila lo que le permite “absorber la contaminación; extendiéndose cual planta, desde la humildad y el amor”, y de este modo sanar formas de vida, regenerándolas.
Pistila no es una diosa pero emana un resuello espiritual que no decodifico del todo. Como en la profecía de un planeta invertido, esta obertura nos anuncia que, tras su muerte, “las tormentas destruirían los rascacielos que conforman los jardines del Edén”. Estos rasgos bíblicos aparecen una y otra vez, denotando el terror y la obsesión del imaginario evangelista con el fin del mundo, a manos de unos ángeles exterminadores, que bien podrían ser hoy los gerentes de inversiones en las zonas de sacrificio.
Con 34 poemas, algunos extensos, divididos en nueve partes e intercalados con ilustraciones que invocan al manga, este libro fue producido desde Valdivia, en una co-creación entre la microeditorial Tinta Negra y los talleres Mucha y Sangría. Pistila del gen lumínico fue presentado en Valdivia como performance sensorial en el museo de la antigua aduana, hoy Todas las aguas del mundo. Las ilustraciones interiores fueron desarrolladas artificialmente por un bot llamado Midjourney, que incluso es nombrado en la página legal. La visualidad del libro evoca la diseminación de formas orgánicas en atmósferas donde lo microscópico se funde con lo cósmico, a modo de interacciones moleculares.
Como en sus anteriores libros, Camila Almendra traza una continuidad entre el deseo del cuerpo individual y el mandato de reproducción social. El cuerpo físico se extiende sobre la tierra como horizonte de disputa política. Así, uno de los versos habla de besarse “hasta que derrapen los ríos, / los cimientos / de la institución familia”. Porque el viaje siempre implica dejar algo atrás, como una violencia que ya no se tolera.
Este tránsito entre temporalidades detona preguntas como el lugar del deseo en la condición cyberorgánica (“partes de mí se reemplazaron por la biónica”) o la aparente paradoja entre la mutación de un cuerpo y su identidad consigo mismo (“ninguna gota es igual a otra / aunque las forme la misma condensación”). Los poemas enhebran entre sí el relato de la transformación. Por esta forma conceptual de componer los versos, a ratos da la impresión de que Pistila traspasara sus notas mentales a la autora. El uso de extranjerismos puede sonar cercano a la jerga académica: “Nullpunktsenergie”, “androids maids”, “bioshocks”; algo que torna un poco áspera la lectura. Efecto similar ocurre con el maniqueísmo político de versos como los siguientes: “cantante, ladrón o político de renombre” y “la vieja izquierda se organiza con la vieja derecha”. También aparecerán guiños al new age (“registros akáshicos me invocan”), y otros versos que recuerdan titulares noticiosos («Las tendencias suicidas se repiten / infinitas”). Sin embargo, la inspiración ecológica permite la incardinación de la maravilla, como un misterio en su terrena gestación: “Clave de la tierra: tan acuosa, / acomodarse en una pequeña excavación y germinar”.
Estos alcances formales no obstaculizan a la hora de relevar la imaginación. En una entrevista publicada en Revista Carcaj, Camila habla de la creación de mundos. La escritora Dana Lima ha relevado de Pistila “la capacidad de la imaginación más allá de la experiencia individual”. Sospecho que ahí está la clave. Puesto que no se crea por crear sino por la necesidad de habitar un mundo más respirable que el presente. Y allí está la potencia diría liberadora de este instinto: el de producir nuevas imágenes y reverberaciones colectivas, incluso dispersas, para recorrer, contra la imaginación colonizada por Netflix, otros caminos hacia el fin de este mundo. La ciencia ficción espectacular apela a la cancelación de nuestra imaginación, mediante su operatoria de temer y espectar. Ni crea nuevos mundos ni observa dónde crecen.
El problema de la oposición, decimonónica a estas alturas, entre naturaleza y tecnología, me parece un rasgo acuciante en este nudo que atora la imaginación con los limitadísimos usos del lenguaje audiovisual de las plataformas virtuales. Pues es la potencia de la composición entre cuerpos orgánicos y creaciones tecnológicas lo que ha definido cierta relación de la humanidad consigo misma y con su propia idea de progreso. Dicho de otra forma, la tecnología estriba tanto en los usos como en las prótesis que nos diseñamos para hacernos la vida más llevadera. Al entender así lo maquínico, como ensamble vital, comprendemos que la extensión de nuestros cuerpos involucra otras partículas de mundo, algunas llamadas inorgánicas hasta que las incorporamos como una muela de oro o como una bicicleta a nuestro diario vivir.
Pistila lleva al extremo la fórmula aceleracionista de subsunción de lo humano en la máquina, con la particularidad de que desemboca en una suerte de naturaleza cósmica femenina que todo lo envuelve, como el dios de Spinoza pero viscoso. Esa materia densa de pastillas y criaturas hace regurgitar una y otra vez la pregunta por lo que queda de un cuerpo que viaja en el tiempo.
Toda esta atmósfera resulta finalmente una salida del mundo cancelado. De aquello que se deja atrás. La catástrofe que es el hípercapitalismo, en cualquiera de sus variantes, ya no se prolonga sino como la pesadilla de antaño, asociada pesadamente a una fálica gobernanza. A ratos la ruina puede parecer lejana si no se observa la miseria que dejan las garras del desarrollo, aquella utopía que moviliza las aún modernas economías globales y subjetivas.
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Sobre Jan invierno nuclear (Ed. Inubicalistas, 2022) de Bruno Renato (Santiago, 1982).
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En un terreno o territorio poblado fantasmagóricamente de amistades y familiares, se despliega el invierno nuclear de Jan. Este poemario, publicado por la casa porteña Inubicalistas, es en realidad un solo gran poema en diversos movimientos. En primera apariencia puede resultar difícil de asimilar por su permanente desacople sintáctico, sus dislocaciones léxicas, sus silencios que parecen alaridos, sus punto y coma tan lechosamente vallejianos, y toda la lucha de clases americana en el vientre, como la pólvora contenida temblorosamente en un reloj.
Sin embargo, aun dentro de la catástrofe, aquí la disposición frente al lenguaje es juguetona. Jan avanza sobre los paisajes de una Niebla de infancia, que puede leerse también como un campo de batalla del Tercer y medio o Cuarto Reich arrasado por los soviéticos, donde persisten las brumas de Berlín. La nostalgia atraviesa las regiones teutonizadas del Wallmapu, pero no se trata de una melancolía de corte lárico, ni tampoco evoca el imaginario nacista sobre la colonización alemana que ha explorado por ejemplo Gloria Dunkler (Yatagán, Spandau). El juego de la urdimbre con el lenguaje, los lugares y personas queridas transparenta una ternura que es difícil de relevar dentro del binarismo de la guerra.
El ahogo del invierno nuclear, ese no poder respirar ni ver claramente al horizonte, parece disiparse en las huellas de la infancia: “Arena y montaña al final, el cielo de un dibujo y las marcas de los dedos que lo borran”. Una vida marcada por fechas y direcciones que reaparecen.
Jan tiene los colores de las fotos antiguas que los filtros intentan reproducir y fracasan. Una cámara rusa medio velada. En Jan resuenan los autos del terrorismo estatal pero también los ladridos de los perros hogareños. Hay una ternura inescrutable que Bruno Renato nos comparte en el más íntimo gesto que se puede sostener: la escritura como despliegue desde un yo mutilado, herido, fragmentado, “des-territorializado” entre Berlín, Valdivia, San Miguel y tantos nombres cortados (“C leste / Pa la / Andr és / Paz / Chilot”).
Aquí la potencia de imaginar un mundo sobre la ruina se erige desde la devastación que siempre ha estado en curso. Desde una memoria que atraviesa las distintas temporalidades de la guerra civil mundial. Los neones que zurcen las avenidas del futuro, de pronto parecen un guiño a los Sea Harrier pero situados desde un imaginario cultural de izquierda. Estas avenidas de Bruno, por el contrario de Maquieira, están pobladas de los dolores del post-trauma. Hay milicias, kosmonautas y una cifra, un día en que “los milicos nos rompieron a la Tania”. Las historias previas de clandestinidad y compromiso vital, que el capitalismo no puede absorber del todo, al menos no todavía desde el plano afectivo. Frente a la representación espectacular del rodriguismo en Amazon Prime, este libro aparece como resistencia de la imaginación con el pasado. Un gesto nutricio, de respeto y cuidado con los dolores transgeneracionales que portamos.
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Tiempos quebrados
La exigencia de inmediatez busca borrar la convivencia de temporalidades diversas. Y en la fase extrema de aceleración contemporánea, nos ofrece diluir la sensibilidad propia de lo viviente en la subsunción a la máquina algorítmica. Sustraerse o subsumirse, en ambos procesos hay muerte y descomposición. El humedal está lleno de basura. El compostaje también es pudrición. Proyectando estas potencias de fragilidad podemos quizás dotar de mayor sentido colectivo los mundos que desde el campo de la poesía se abren: la incompletitud como gesto de desagregación, la inquietante mutación tecnolingüística como acontecimiento imprevisible.
Si es verdad que estamos en el ocaso de una época es principalmente por la impotencia colectiva que nos lleva a la falta de un horizonte común de imaginación emancipatoria. Estos textos ofrecen repensar la mordaz impotencia de nuestros días en el despliegue de múltiples temporalidades y atmósferas exacerbadas del presente. Uno con las preguntas expandidas de una viajera en el tiempo, otro con la ternura avasallada de nuestro Hiroshima interno. Un fin del mundo fue en 1973. El fin de un mundo y de un tiempo de imaginación colectiva que estaba encarnando otras formas de vida. Y no fueron marcianos bombardeando La Moneda, sino la muy CIA pavimentando el cielo raso bajo el que estuvimos mal pensando y pobremente imaginando durante 51 crudísimos años.
Pistila, Camila, Jan, Bruno. Nombres que se presentan sin apellido, pero con una genealogía extensa y abigarrada. Algo reúne dos escrituras tan diversas, además de la ciencia ficción poética y la warria de los nueve ríos. Esa transformación políticamente situada y un devenir con otros nombres que va abriendo colectivamente una grieta en el bloqueo imperial de la imaginación. Blondina, Rosa del Desierto, Dióscoro, Monstrua Marina. “Porque sólo somos las hilachas de estos nombres”. Pero hilachas conjuradas, como los fantasmas que nos componen.
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