Texto leído por la autora en el encuentro Tinta de Mapas. Homenaje a Guadalupe Santa Cruz, realizado el viernes 24 de enero de 2025. Más información sobre esta actividad, acá.
Recuerdo a Lupe abriendo un CD que tenía debajo de una rumba de carpetas, todas vaciadas de ensayos universitarios por corregir. “¿Conoces a esta banda? es muy buena, son Portishead”. Me impactó que escuchara música tan juvenil, indie, tan calle mojada con el cigarro en la boca. Pronto me sorprendería manejando a toda velocidad por calle Esperanza, tras el Seminario de Pensamiento Latinoamericano del ARCIS, donde nos conocimos. Hablaba mirando permanentemente al copiloto –donde estaba yo–, cambiaba la radio y subía el volumen, llevábamos las ventanas abiertas. Era un peligro con y sin el volante, y se sabía completa la canción de RBD “Sálvame del olvido”. Corrían tiempos pokemones, ella acababa de volver de la primera quimio a las salas de clases. Nos encontramos en ese regreso y ella me levantó del suelo justo cuando atravesaba una crisis. Una a causa del abuso de otro docente universitario, de su colega. Ella me escuchó, no rehuyó de mí. La Lupe permaneció y yo permanecí viva con ella.
Nos hizo escribir textos con temática libre, pero siempre sobre la ciudad. Así nació mi ensayo sobre el Patio 29, otro sobre el Río Mapocho, un urgente cambio de Universidad (que terminaría siendo a la Católica, donde ella también estudió) y brotó una relación laboral, de asistencia, amistad y complicidad que hasta el día de hoy siento abierta y en ausencia. No pocas veces pienso: si la llamara, ¿qué me diría sobre esto? ¿Le gustaría lo que estoy haciendo / escribiendo / diciendo / organizando? ¿Qué pensaría sobre este problema, sobre este amorío, sobre este cahuín, sobre esta combinación de ropas? Parte de mi trabajo y aprendizaje con ella, fue justamente adelantarme a las situaciones prácticas, ayudarla, aconsejarla hasta donde ella ponía oreja: a su modo, cuidarla. Lo que comenzó en un patio de la Fundición Esperanza llegó tan lejos como queda la Clínica Las Condes, haciendo turnos para velar el sueño durante su segunda quimio y hospitalización, yendo donde la modista, a buscar las ropas que ella hacía y deshacía según la ocasión o a la prueba de peluca que siempre llevó con prestancia y dignidad.
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Demás está decir, a esta altura, que conocí a Guadalupe más acá –paso nivel abajo– de su obra visual y escritura. Lo que aprendí fue capital: fui testigo de cómo vivir siendo una mujer escritora, pensadora, como una artista vivía con un hijo punk adolescente. Supe rápidamente que no era fácil; vi cómo rehuía y bregaba con las emergencias y las premuras. De cómo la escena cultural le cerraba y abría puertas, siempre con sorpresa, la más de veces, sin verlo venir. Con gran suerte y una buena fe, que colindaba con la sospecha cautelosa y reservada sólo para el nerviosismo, unas copas y puchos de más. Las mentitas redondas, el pan tostado, el café con leche y hielo, a veces con helado para el verano, el ventanal abierto, su jardín en estacional renovación, la Sra. Silvia y la gata Aceituna, nos acompañaron jornada tras jornada de revisión, de impresoras con voluntad propia, de clases de cómo abrir un Gmail, un perfil de Facebook, de una llamada por Skype o del MSN, que le cargó. De una permanente preocupación y solícita traducción del acontecer juvenil para con Boris. Y es que discutimos varias veces sobre ese nudo y sus traducciones.
Nuestras conversaciones vitales rápidamente trepaban a la conversación teórica de los textos de las clases, de los textos literarios del taller, de los libros que me prestaba y cobraba con severa dedicación. Sepan que heredé la mayoría de las revistas académicas que guardó durante años, “porque como a mí me gustaban las revistas…”, aunque justamente NO ESAS REVISTAS. Sepan también que hizo comprometerme con no trabajar en empresas-nada-que-ver, que terminaría mi tesis, mis libros, mis relaciones amorosas dañadas, la poda y limitaciones familiares. Medio hermana mayor, medio jefa, media profesora, media jueza, media gurú, media-medium también. Algo en ella se comunicaba más allá de la vida y de las palabras; no dudo que siga haciéndolo. Hoy, aún, aquí.
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Estuvimos más de 10 años trajinando juntas, ciclo que terminó al contarle que me iría a México, donde estaba viviendo Javier Norambuena. Lupe ya estaba en cama. Conversamos muchas veces recostadas, rodeada de cuadernos, libros, carpetas, los pares de lentes (uno sobre la nariz, otro de cintillo), pañuelos, cremas y un largo etcétera. A días del vuelo me fui a despedir al Pasaje Navarrete, con el atolondramiento de quién tiene que soltar a quién no puede dejar, ni dejarse ir. Es duro describir la mirada que puso luego de darme el último consejo. No sé si era de rabia, miedo, preocupación o apuro. Una bomba con esquirlas de puritas verdades estallaron sobre el sentido de los viajes, la amistad, Chile y el amor. Sólo supe de la lucidez de sus palabras dos semanas, luego de mi arribo a la Colonia San Rafael, cuando –solitaria en un departamento sin luz e internet– me enteré de su muerte. Lloré sin parar, escribí una carta que luego enviaría a su funeral –sin éxito aparente– y me dormí exhausta abrazada a unas bufandas que me trajo de algún viaje.
De haber podido, esa tarde hubiera tirado abajo una pared, tal como ella lo hizo tras la muerte de Stella Díaz Varin. De haber podido –y me hubiera dejado– nos habría sacado más fotos y grabado más videos. Hubiera grabado el recorrido que hicimos de punta a punta del Canal San Carlos, durante la escritura de su libro “Ojo líquido”. La hubiera hecho firmar un contrato de grabación para la película donde actuó (“Mitómana” de José Luis Sepúlveda) y en la que luego no apareció. Le hubiera recordado cuántas veces cortó teléfonos y sufrió en silencio la decepción amistosa-amorosa. Le hubiera comprado más labiales rojos, que le encantaban y resguardaba. Mas, no hubiera ido a buscar su historia ni hubiera trabajado en Londres 38.
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Cerramos el fin de año 2007 del taller con una fiesta de disfraces. Ella se dalmatizó con patrones disímiles, en un patchwork que hoy la acercarían dramáticamente a una Tigresa del Oriente. Yo fui de vampira o bruja, con un vestido brillante y largo. Cristian Foester fue de mimo, Roberto Contador de Hugh Hefner recién bañado, Javiera Gallardo de japonesa, Javier de algo bien extraño, Isabel Baboun de bailarina de charleston. Vi a la Lupe contenta, coqueta, corriendo la mesa, posando a la cámara con una copa de vino en una mano y un cuchillo en la otra. El corte y el plasma, pienso. Ella está ahí, en el álbum virtual, riendo a carcajadas, inquieta siempre. Simpática, alocada, abstraída por las pulseras flúor que repartimos mientras bailamos merengue, The Cure y reggaetón. En mi patio o en el suyo, las conversaciones, la amistad y la escritura han hecho de ese taller, en mi memoria, una deriva. Me han permitido articular afectos, lecturas y prácticas artísticas con otros pares, así como también la ocasión de comprender por dónde asoman estas costumbres y malas costumbres: la actitud altiva, farruca, rebelde, tan persistente. Descentrada al comienzo y corta a los finales, esa herencia sin sucesión. Sea este homenaje a Guadalupe, para celebrarla, traerla al centro; para abrir y cerrar una herida de muerte. Para que seas presente Lupe y este duelo –por fin– ceda.
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Revive el encuentro “Tinta de Mapas” Homenaje a Guadalupe Santa Cruz, a 10 años, en los siguientes videos:
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