Nos reunimos con la autora de Parte de la felicidad (Vinilo Editora, 2021 y Montacerdos, 2022) en Argentina, en un café donde tramamos una conversación con nuestros duelos a cuestas. “Creo que el tejido me ayudó a recuperar algo, como un propósito. Para mí marca una irrupción: estoy haciendo esto que tiene un principio, un medio y un final, y al final de este camino va a haber algo que antes no había. Eso me parece espectacular. También se puede comparar con la escritura: donde no había nada, de repente hay algo. Hay un objeto nuevo en el mundo, que está hecho con amor, con amorosidad, digamos, y con cuidado”, dice en esta entrevista.
Qué fortuna, pensé en julio de 2023, cuando me enteré a través del newsletter “La vida nueva” de Vinilo Editora que Dolores Gil (Buenos Aires, 1981), la autora de Parte de la felicidad, estaba aprendiendo a tejer. “Desde que empecé a tejer noto cosas que antes no veía: el mundo está hecho de tramas. El tejido es un lenguaje y un labour of love: es imposible cuantificar su valor. Se teje porque se ama, se teje para contener, para abrazar los cuerpos, para darles calor. Se teje para hacer funcionar los hogares y todas las cosas que tienen que ver con la reproducción de la vida”. Qué fortuna, pensé, tener sus palabras para describir eso que yo misma hago desde los 8 años y que también entiendo como una filosofía, como un modo de vivir.
Parte de la felicidad es un libro que guardo especialmente en mi biblioteca y en mi memoria. Es un librito triste que llegó a mí a través de Belén Fernández Llanos (Santiago, 1986), otra autora que tiene su propio librito triste, Ella estuvo entre nosotros (Overol, 2019). Lo que nos une a Dolores, a Belén y a mí es la muerte. Dolores despidió a su hermana cuando ella tenía 11 años, Belén a su madre cuando tenía 13 y yo a mi padre cuando tenía 27. Belén inició un Club de Duelo y yo entré, y ahí fue donde leímos a Dolores. Fue en marzo de 2022 cuando Belén hizo las gestiones para que una decena de Partes de la felicidad entraran a Chile desde Argentina, antes de que Montacerdos editara una versión local de la historia. El libro, cortito y desgarrador, tuvo una recepción muy cálida en Argentina y posteriormente causó el mismo efecto en Chile.
Es un cruce particular el que retrata el libro: Dolores empieza recordando ese día en que a su padre se le incendió el asador en el patio de la casa, el día antes de que comenzara la primavera. El problema no fue el fuego sino el ventanal que el padre atravesó cuando iba a buscar un extintor para las llamas, que estalló muchísimos pedazos de vidrio. Uno de esos, el más grande, se le enterró a su hermana Manuela en su corazón de 6 años. El duelo vuelve al presente –si acaso existe la posibilidad de que no se mantenga siempre fijo ahí– porque ahora Dolores tiene un hijo pequeño de 3 años, Félix, que está criando luego de varios abortos espontáneos muy dolorosos. Con Félix reaparece el temor, la noción de que los niños son frágiles, de que pueden morir. Dolores usa las palabras de forma austera y precisa. En 65 páginas, enlaza una historia que después permanece.
Mientras escribía ese libro, Dolores se recuperaba de una mastectomía doble y de un cáncer de mamas, pero de eso casi no habla en este libro, aunque yo sospecho –y luego voy a poder comprobar– que debe estar elaborando sus palabras para eso también. Me gusta cómo Dolores usa las palabras, por eso recibo la revelación contenida en ese newsletter como una buena noticia: qué maravilla sumar al mundo de las tejedoras una escritora así de eficaz.
Es una suerte, también, esto que está ocurriendo ahora: es febrero de 2025 y me reúno en un café a tejer con Dolores, a tejer y a hablar de duelos, de enfermedades, de escritura, de autoras, de maternidad, de libros que están gestándose antes de venir a la vida. Es febrero y es una fortuna esto que se trenza entre nosotras mientras nos escuchamos y vamos pasando la lana por nuestros dedos.

–¿Qué estás tejiendo?
–Varias cosas. Tengo un suéter en el que estoy en las mangas, pero no lo traje porque ya está casi terminado y era muy aparatoso. Después estoy tejiendo otras cosas que tengo que mirar mucho el patrón, entonces dije: no, porque vamos a estar charlando y para ese tejido tengo que estar re concentrada. Así que me traje para hacer una bufandita. Vamos a ver, porque la aguja es chiquitita. Yo tejo con aguja circular, aprendí con YouTube.
–¿Y hace cuánto aprendiste? ¿Por qué empezaste?
–Hace dos años. No sé, porque siempre me llamó la atención, me interesaba aprender y también me interesaba hacer algo que tuviera que ver con las manos. Estoy tanto tiempo en la computadora que quería hacer algo para salir un poco del paradigma lingüístico, o de tener el teléfono en la mano.
–¿Qué fue lo primero que te tejiste que pudieras usar?
–Lo primero que tejí fue un cardigan rosado, que quedó bastante lindo. O sea, tiene sus errores, yo me equivoqué montando los puntos, pero se puede usar.
–La abuela de una amiga decía que no había que dejar el tejido perfecto, que la tejedora siempre tenía que equivocarse en algo y no corregirlo, porque el día en que hiciera un tejido perfecto, era que estaba lista para morirse.
–Eso es tremendo. Tremendo, porque yo soy re perfeccionista. Me encanta ese dato. Estoy luchando contra la idea de la perfección, entonces me viene muy bien. Yo estoy tratando de mirar mi trabajo –todo mi trabajo, tanto el que me da de comer como el resto– desde otra perspectiva y de no ser tan dura conmigo misma: dejar un error y no aspirar a la perfección, porque la obsesión me parece que está más cercana a la muerte que a otra cosa. Y no es tan fácil. Entonces tu frase me parece que es muy atinada. Es loco como a veces uno viene pensando en cosas y esas cosas empiezan a aparecer en la realidad, porque me sorprende que sin conocerte, sin haber hablado nada, esto sea lo primero que hablamos, justo cuando yo venía pensando en la obsesión como algo cercano a la muerte.
–Cuando yo leí tus textos sobre tejer me hablaron mucho, porque para mí fue igual: me puse a tejer y empecé a mirar el mundo desde la lupa del tejido. Pensé “qué suerte que hay más gente que también escribe y también teje, y que está escribiendo sobre tejer con palabras nuevas”. Me acuerdo que había algunas frases que me llamaron mucho la atención, como el tema de tejer y destejer, que yo también lo he pensado mucho. O que tejer es un lenguaje, que el mundo está lleno de tramas. ¿Cómo se ha ido elaborando esta filosofía del tejido? ¿Qué máximas has ido sacando del ejercicio de aprender a tejer?
–Para mí, te conecta con un lugar de mucha humildad, en el sentido de que agarrás las agujas y al principio parece como estar aprendiendo el idioma chino básico. No entendés para dónde ir. Leer un patrón es imposible. En ese sentido, te conecta con una cosa de la humildad del aprendizaje, de empezar de cero. Por lo menos en mi caso, yo empecé sin saber absolutamente nada y tratando de dar pequeños pasitos. Después también me enseñó que si no te equivocás, no aprendés. Es obvio eso, pero hasta que no hacés mal el punto y no se te cae, no lo aprendés a recoger. Hasta que no te mandás 5 mil cagadas, no entendés dónde fue que perdiste el rumbo. Son cosas bastante obvias, pero es impropio para mí, que suelo dedicarme tanto a lo mental o a lo intelectual.
–Yo tejo desde muy chica, porque mi mamá teje y mi abuela tejía, pero nunca me dediqué a tejer una prenda como tal, tejía cositas chiquititas. Empecé a tejer suéters en pandemia y me pasaba que todo era tan incierto –nadie sabía nada de lo que iba a pasar y además nosotros estábamos pasando por el duelo de la muerte de mi papá– que sentía que en ese pequeño lugar que era el tejido, las cosas sí eran previsibles, sí iban a resultar, y eso me daba mucha paz mental: encontrar un poco de certeza en el método.
–Por supuesto, sí, eso es muy lindo.
–Y cuando tú decías que el tejido era un lenguaje, ¿te referías a descifrar los patrones o a que se puede hablar a través del tejido?
–No, a descifrar los patrones cuando querés hacer un suéter. También he aprendido a insistir hasta que sale bien, porque uno a veces, frente a una tarea creativa, si no te sale a la primera, te frustrás y lo dejás tirado. Pero hubo algo en el tejido. En los primeros meses era insistir, insistir, insistir, insistir, hasta que en un momento ocurre que la mano agarra vida propia y los dedos empiezan a saber lo que tienen que hacer, y ese momento se me hace mágico. Es espectacular. Y después hay toda otra dimensión que me interesa del tejido, que tiene que ver con todas las artesanías y labores femeninas, que es algo que me parece muy rico y muy lleno de historias, y también muy relegado, ¿no? Estas labores femeninas se piensan como algo del ámbito de lo doméstico, que está muy subestimado. Está íntimamente relacionado con la vida íntima de las mujeres, con el cuidado, con la idea también de tejer por amor, porque digamos que, si no, es muy difícil tejer.
–Claro, ¿cómo dejas ir el tejido después? Yo a veces vendo cosas, pero en general sólo le tejo a la gente que quiero, porque luego de todo el trabajo y dedicación que implica, yo no puedo dejarlo a una persona que no conozco a cambio de plata, a alguien a quien ni siquiera vas a ver cómo le quedó puesto. A mí me cuesta.
–Y además es muy difícil monetizar o cuantificar su valor, realmente, porque está un poco por fuera del sistema capitalista, en el sentido de que la producción de un tejido es antieconómica: los materiales son caros, el tiempo de una es caro… habría que cobrar fortunas para poder sacarle algún provecho a una prenda.
–Otra cosa que ocurre: no siempre estás en el mejor momento de tu vida cuando tejes, porque a veces lo haces atravesando dificultades o con dolor, pero pese a eso estás creando algo cuya función va a ser abrigar a otra persona. Me parece muy poético de parte del tejido.
–Sí, totalmente. Y después hay algo que tiene que ver con una cosa casi meditativa del tejido: a mí me sirve mucho para bajar a tierra. Igual pienso mucho mientras tejo, no es que no lo haga. Yo soy una persona muy solitaria y muy reservada, entonces el tejido para mí es un refugio y es un momento para detenerse un poco. Y después, bueno, la satisfacción que te causa ver una línea toda prolijita o ver el patrón que empieza a formarse. Y aprender. Creo que también hay mucha satisfacción, o por lo menos yo encuentro mucha satisfacción, en aprender cosas nuevas. Me gusta mucho.

–Y en tu caso personal, ¿relacionas de alguna manera el tejido con el duelo? ¿O son dos cosas que están en islas aparte?
–Nunca lo había pensado.
–Porque temporalmente me imagino que hay una brecha muy grande entre el hecho de que haya muerto tu hermana y luego tú hayas aprendido a tejer. En el caso mío fue al mismo tiempo: el duelo de mi papá lo pasé tejiendo. Me preguntaba si retroactivamente alguien que teje hace esos vínculos o no necesariamente.
–Por ahí no con el duelo por mi hermana, porque es verdad que pasaron muchísimos años, pero sí, creo que hay algo en el tejido. Estos últimos años yo pasé otros duelos, que son menos visibles y que tienen más que ver con el cuerpo. En ese sentido, creo que el tejido sí me ayudó a recuperar algo, como un propósito. Uno se levanta, va a trabajar y repite las tareas: cocinás, hacés las compras, todo lo que se reproduce en la vida, y a veces te encontrás en una especie de rueda giratoria y te preguntás: ¿para qué estoy haciendo todo esto? En eso a mí el tejido me ayudó. Para mí marca una irrupción: estoy haciendo esto que tiene un principio, un medio y un final, y al final de este camino va a haber algo que antes no había. Eso me parece espectacular. También se puede comparar con la escritura: donde no había nada, de repente hay algo. Hay un objeto nuevo en el mundo, que está hecho con amor, con amorosidad, digamos, y con cuidado.
–Cuando tu libro salió, me acuerdo de haber leído en entrevistas la historia de que nació un poco por encargo, que te habían pedido escribir algo, pero más bien sobre tu experiencia con el tratamiento del cáncer. Terminaste escribiendo esto otro, que había pasado hace 30 años y que no habías puesto en palabras nunca. La pregunta que yo me hago, que es una pregunta muy ficticia, es si existe un momento en el que uno esté listo para hablar de un duelo. ¿Hubo algo que te hiciera sentir que ahora era momento de hablar de eso y que quizás más adelante iba a ser el momento de lo otro?
–Bueno, cuando sufrí esa pérdida tan importante y tan traumática yo tenía 11 años. Por ahí no tenía todos los recursos como para elaborarlo, entonces primero eso: lleva muchos años de trabajo elaborar la pérdida y a mí particularmente me llevó muchos años incluso poder hablar del tema, porque directamente me era muy difícil. Incluso de grande, de adulta, como a los 20 o 30 años, a mí me costaba mucho hablar del tema. La gente más querida de mis amigos lo sabía y por ahí ni siquiera.
–¿Y crees que haya un momento para cada escritura?
–Cuando Joana D’Alessio, de Vinilo, me preguntó si tenía algo para enviarle, le pedí que me diera un par de semanas porque tenía una idea. Esto fue cerca de agosto de 2020, en un momento muy extraño del mundo y de mi vida: era plena pandemia y yo estaba recuperándome de mi cirugía, recién había terminado la quimioterapia en marzo de 2020, obviamente estaba sin trabajo, tenía algún pequeño laburito pero estaba viviendo de un préstamo que había ofrecido el gobierno. Yo sé que ella tenía en mente todo lo otro que yo estaba viviendo, pero cuando me senté a escribir y a pensar, lo primero que le dije fue “mirá, yo no voy a escribir ese tema ahora”. Estaba en el medio del río, lo sentía muy pegado, lo tenía encima, no lo podía observar, y también me parecía que cualquier cosa que yo fuera a escribir, igualmente primero tenía que empezar por ahí, por mi hermana. Otra cosa se hubiese sentido muy poco honesta.
–A los que escribimos nos es muy natural el lenguaje de la escritura, aunque las cosas no se publiquen y queden sólo en el block de notas. ¿Tú habías escrito sobre el tema para ti antes o nunca te habías animado a escribir?
–Sí, había escrito un cuento sobre el accidente hace bastantes años y después escribí una especie de diario sobre mis abortos, entonces ya tenía eso trabajado. Cuando me senté a escribir, esas dos cosas medio que se fusionaron, convergieron ahí.
–En el libro “Sobre el duelo” de Chimimanda Ngozi Adichie ella escribe sobre su papá a dos meses de la muerte. Es un libro que tiene algunas frases muy hermosas, pero es muy desgarrador. Yo no sé cómo fue el contexto de producción de ese libro, pero pienso que es fuerte que sea ese momento tan oscuro del duelo el que quede eternizado en un libro. Por supuesto que a los dos meses de la muerte de mi papá yo estaba escribiendo, pero espero que eso que escribí nunca salga a la luz ni que ese relato quede asociado para siempre a lo que fue la vida de esa persona, porque tampoco sería justo con la historia. En el fondo lo que propongo es que uno siempre es capaz de escribir, pero nace un libro distinto dependiendo del momento en el que se escribe.
–Sí, eso seguro, pero bueno, la escritura para mí encuentra su momento. En mi caso, por lo menos, el momento de crisis –que tenía que ver con mi salud y además una crisis del contexto global– dotaba todo de una incertidumbre tremenda. El tratamiento yo no lo hice en pandemia, porque lo terminé en febrero de 2020, pero las últimas dos operaciones que tuve fueron en mayo y en julio del 2020, o sea, en el peor momento del encierro. Me acuerdo de que el hospital estaba vacío, obviamente no pude estar acompañada, mi hijo tenía casi 3 años, yo también me había separado: estaba viviendo una vida nueva con todo eso que se me vino encima como una avalancha. Un poco me sacudió, todo eso. Yo siempre quise escribir, de hecho me dedico a escribir desde los 18 años, pero no me había animado a escribir de eso, y ahora me parece ridículo no haberme animado antes. Pero bueno, creo que esa situación extrema un poco me empujó a hacerlo.
–En “El invencible verano de Liliana”, de Cristina Rivera Garza, ella dice que hace 30 años sabía que tenía que escribir la historia del feminicidio de su hermana, pero que fue cuando empezó la pandemia que pensó que realmente existía la posibilidad de que se muriera sin haberla escrito. También hay una autora estadounidense, Joyce Carol Oates, que escribe “Memorias de una viuda” y que dice que ella no le agradece nada a la muerte y que no hay nada que haya podido aprender de ella, que cualquier aprendizaje que haya extraído de la muerte podría haberlo aprendido de otra manera o haber vivido sin ese aprendizaje. A mí tampoco me gusta mucho esa idea del propósito, pero por otra parte sí creo en la capacidad, desde la escritura, de dar sentido, de elaborar una narrativa. ¿A ti la escritura te dio eso?
–Sin dudas. Más que la escritura, que sí, que también, fue lo que vino después con el libro y la recepción del libro, eso fue lo que me sirvió mucho para elaborar el tema. Y no estaba ni planificado, ni siquiera pensado, porque nunca me imaginé que la gente iba a leer el libro. Yo pensé que el libro lo iba a leer mi familia y 10 amigos. Siempre me preguntan mucho sobre la escritura como algo terapéutico, y me rebelo un poco ante la idea de que la escritura sirva para curar algo, porque el dolor no se cura, pero también pienso que cualquier expresión artística sirve y que es mejor expresar que no expresar, más allá de que sea bueno o malo lo que uno hace… pero no, no creo que escribir el libro haya sido terapéutico. Lo que sí fue terapéutico fue que me sirvió para encontrar una voz, animarme a contar algo que antes no me había animado a contar, y a mí también me pasó esto: sentí mucha satisfacción por haberle devuelto cierta entidad a mi hermana, eso sí me pasó y es algo que nunca me imaginé que me iba a pasar. Es como que, a partir del libro, ella un poco se materializó en la cabeza de un montón de gente. Antes era una figura olvidada prácticamente en nuestra familia, no se habla mucho de ella…
–Que también queda bien claro en el libro que es por necesidad de supervivencia, “no podemos”.
–Es obvio, no podemos porque es muy doloroso y uno trata de evitar el dolor. Entonces, que otra gente se acerque a mí y me hable de mi hermana, que sepan su nombre y se la imaginen, que tengan noción de que ella existió, eso sí que para mí fue súper terapéutico y súper satisfactorio. Siento que en algún punto me hice un favor, en algún sentido, escribiendo el libro.
–En una entrevista antigua tuya decías que escribir fue una manera de “reparar una deuda”.
–Exacto.
–Se me aparece la pregunta sobre cómo honrar con las palabras a nuestros muertos, ¿sientes que esa deuda tenía que ver con el hecho de honrar a esa persona? Porque también uno escribe y luego se pregunta “¿esto va a estar a la altura de lo que fue esta persona?”.
–No, esa pregunta no me la hice nunca. Honrarla sí, pero en el sentido que te decía recién, de recuperar por lo menos la esencia, recuperar su nombre. Un nombre, algo tan simple como una palabra, y honrar con eso el hecho de que ella existió. Después, a veces, pienso que podría haber escrito un poco más sobre ella, de las pocas cosas que recuerdo, pero siento que si no lo hubiera escrito, su existencia podría haber quedado ahí, perdida en una foto y nada más, en la intimidad, y en la gente que la conoció, y bueno, me parece que en cierto sentido estuvo bien eso, y que para eso, sí, la escritura sirve, para eso sirve, no hay dudas.
–Belén Fernández escribió un libro inspirado en la muerte de su mamá y una vez, conversando con ella, me decía que a veces le pasaba que había trabajado tanto ese libro y esas palabras y esa manera de elaborar la historia que a veces le daba miedo que su mamá se convirtiera en su libro, que no sabía si le quedaban recuerdos que no estuvieran en el libro. Y claro, el libro es verdad, pero su mamá no era el libro, y el duelo tampoco es el libro. Por un lado el libro, al existir, recupera una figura, pero quizás también la limita, le da márgenes.
–Pero si no lo escribís es como… no sé, a mí me da esa sensación de que si no lo escribí no existió. Hay una cita de un escritor que me gusta bastante, que se llama James Salter, que dice algo así como que las cosas que no se ponen por escrito es como si no se hubiesen vivido. Y un poco es, sobre todo para los que escribimos en primera persona, o al menos me parece que es un buen mantra.

–Y también he leído que le tienes temor o respeto a las palabras. Cuando mi papá estaba enfermo yo pensaba mucho en eso: no lo voy a escribir porque capaz que después se hace realidad y nunca voy a saber si fue porque lo escribí o porque tenía que pasar, como si las palabras tuvieran ese poder de conjurar.
–El poder mágico, creemos en la magia de las palabras.
–¿Y cómo te relacionas con eso para escribir?
–Me cuesta. Ahora estoy escribiendo un segundo libro, que es sobre la enfermedad. Igual es una novela, se sale un poco del tono de las memorias y está más ficcionalizado, pero me re cuesta. El miedo está ahí, permanentemente acechando, pero siempre me tengo que recordar que cuando logro poner en palabras eso que me aterroriza, es mejor.
–Joan Didion dice eso, que para ella el dolor es como una serpiente y que le gusta tenerla a la vista porque mientras la esté mirando, la serpiente no la puede morder.
–Eso es típico de gente súper controladora, como me imagino que era Didion y como soy yo, que soy mega controladora, que es una característica que odio de mí. Eso de tener a la vista algo, de observar y de vigilar… bueno, en el libro también está eso de que yo miro a mi hijo a ver si respira, como si uno con la mirada tuviera el poder de hacer que alguien viva o muera. Si lo pensás, es ridículo.Y lo mismo con las palabras: esta idea de que si uno dice las cosas, eso se va a materializar en la vida, y ciertamente no es así. Entonces bueno, es un trabajo difícil contra la ansiedad y el miedo. Es un laburo de toda la vida, que no termina nunca, creo.
–Y desde esa perspectiva, ¿cómo te relacionas con tu nombre? Te lo pregunto yo, que me llamo Consuelo.
–Y mirá, todo en la vida lo sufrí. Lo sufrí. Era el nombre de una abuela de mi padre. Lo más gracioso es que mi papá había elegido primero otro nombre para mí y mi mamá lo vetó.
–¿Qué era? ¿Milagros?
–No, pero era Felicitas. O sea, lo contrario del tipo de Dolores. ¿Por qué no me pusieron Felicitas?
–¿Y tenías conciencia de eso cuando niña?
–Bueno, cuando era muy chica me lo quería cambiar. No me gustaba porque era blanco de muchas burlas, por mi nombre y por mi apellido, pero después no. Hasta que no tuve a mi hijo no pensé demasiado en el peso que tiene el nombre para una persona y lo que los padres ponen ahí cuando lo nombran.
–Y a tu hijo sí le pusiste Félix.
–Le puse Félix, sí. También se trata de desandar los caminos familiares y convertirlos en caminos un poquito más felices.
–Más allá de si se es o no una persona controladora, no me imagino que algo pueda dar más vértigo que traer a una persona al mundo y tener que hacerse cargo de que se mantenga viva, incluso para alguien que no haya vivido de cerca la experiencia de que un niño muera. Me gustaba mucho la idea del libro de que lo único que hay entre ellos y el mundo es “una capa muy fina de piel”.
–Sí, igual es un poco exagerado eso, porque la verdad es que los niños tienen mucha resiliencia. Y también tenés que pensar que en el momento en el que lo escribí mi hijo era mucho más pequeño, todavía tenía 3 años y yo estaba pasando por un momento de mucho terror en la vida. Finalmente uno aprende a vivir con el terror, es un sentimiento bastante compartido en general, pero en algún momento te lo tenés que olvidar porque si no, no podés vivir. Es muy difícil criar hijos, a veces yo me pongo un poquito en el abismo y me pregunto por qué lo hice, por qué traje a una persona y en qué estaba pensando. ¿Y si sufre? Porque lo más difícil de tener un hijo, más allá del sufrimiento que pueda tener uno, es pensar en el sufrimiento de tu hijo, que uno quiere evitar a toda costa, y evitar el sufrimiento tampoco es una buena idea porque uno tiene que desarrollar cierta tolerancia al sufrimiento en la vida para poder, más o menos, ser una persona entera. Es muy difícil calibrar eso, ese miedo a que los chicos sufran. Que sufran, pero no sufran tanto. Que estén bien. Eso es complicado.
–¿Y ahí hay alguna idea o reflexión con respecto a ser madre con una madre muerta?
–Bueno, sobre eso estoy escribiendo ahora. Este segundo libro va un poco sobre mi mamá. A mí me fascinan las escrituras alrededor de la maternidad, me interesa mucho entender y encontrarme con cómo otras mujeres viven este proceso que altera tanto la psiquis, el cuerpo, la vida, todo. Cuando uno está un poquito más alejado del momento del nacimiento de los hijos, como yo que ahora mi hijo tiene 7 años, por ahí se siente que lo más tormentoso pasó, pero en el momento en que estás más cerca de eso, cuando los hijos son muy chiquitos, estás más en carne viva, más en crudo, o por lo menos así lo viví yo y también lo veo en muchas de mis amigas o en mi hermana, que tiene un bebé chiquito. Los primeros 3 o 4 años están muy a filo de piel, están como… a la intemperie, digamos. Lo que me pasó con mi maternidad también es que me reconectó con mi madre, en el sentido de que me puse a pensar en cómo habría sido ella conmigo, cómo habría sido su relación conmigo cuando yo era chica, bebé. Me puso bastante en contacto con eso, o por lo menos disparó algunas preguntas. Mi mamá murió de cáncer de ovario y seguramente el cáncer que tuve yo tiene que ver con lo que ella tuvo. Yo tengo una mutación genética que me predispone y probablemente ella también la tenía, entonces hay un montón de capas que se fueron abriendo en retrospectiva con respecto a la enfermedad de ella, a su diagnóstico, a su tratamiento. Cuando yo me enfermé, como que me empezaron a caer fichas de todo lo que había pasado. Y después hay otra cosa. No sé cuántos años tenías tú cuando se murió tu papá…
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–¿Y tu papá cuántos años tenía?
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–Claro, mi mamá se murió con 46 años recién cumplidos. Yo tengo 44. Y cuando ella se murió, pensé “falta un montón para que yo tenga la edad que ella tenía cuando se murió”. Y yo ahora tengo casi más o menos eso, y también es súper fuerte. Es otro cuco que hay ahí, otro fantasma que hay dentro de mí. Ese fantasma me toca dentro de dos años. Y también me pasó que cuando yo le contaba a los médicos que mi madre había muerto de cáncer de ovario, me decían que cuando faltaran 10 años para la edad en que tuvo su cáncer, ahí yo tenía que hacerme los exámenes. Y bueno, fue más o menos ahí. A los 38 tuve la enfermedad, y es como la edad en que ella la tuvo. Todo el tema del juego de las edades es tremendo, la identificación con los miembros de la familia, es otra cosa que hay que desandar, ¿no? Y con la enfermedad siento que también intenté –no sé si lo logré, pero espero haberlo logrado– no repetir la historia: yo me enfermé, pero mi camino fue otro. Hice el tratamiento, hice todo lo que tenía que hacer para vivir. Y bueno, nada, es otra historia, ¿no? También al tener un hijo me cayó un balde de agua fría en el sentido de que obviamente no es lo mismo perder un hermano que perder un hijo. Comprendía la gravedad, obviamente, pero cuando tuve a Félix lo entendí desde otro lado.
–En el verano leí “El eco de mi madre” de Tamara Kamenszain, un libro de poesía sobre los últimos meses de su madre con alzheimer. Al final del libro vienen un par de poemas sobre la muerte de un hermano que Tamara tuvo cuando niña y dice “yo acompañé a mi madre a morir dos veces”.
–Sí, un poco como que se entienden o se ponen en perspectiva un montón de cosas cuando tenés un hijo. Por lo menos a mí me pasó eso, de entender un montón de cosas de mi mamá. Pero bueno, sobre eso estoy escribiendo ahora. También me está costando un montón, me tardo ahí.
–Y sobre el newsletter, ¿cómo te relacionas con eso?
–Me gusta un montón escribirlo, aunque a veces me pregunto quién soy yo para estar escribiendo estas cosas. ¿Por qué a la gente le va a importar lo que pensé la semana pasada? Pero me pareció un lindo espacio para escribir sin la presión de una agenda, en el sentido de que salió tal libro y tengo que leer ese libro, y por otro lado, de escribir textos que tengan algo de ensayístico. Yo no me considero una intelectual, no es que estoy investigando, pero sí me gustan estos textos que tienen algo de perspectiva, una crónica, a veces casi también una especie de diario íntimo. No diría que es un diario, porque está un poquito más elaborado, pero me va sirviendo mes a mes para ir viendo el paso del tiempo. Trato siempre de hablar de libros, de lo que estoy leyendo, de las cosas que escuché o encontré, pero sin ponerme una agenda. Escribo si me gusta, si tengo ganas, si sale. Estoy tratando de reconectar la relación de la escritura con el placer y no con el sufrimiento. Esa es una cosa muy difícil, me imagino que no solo para mí: para toda la gente que escribe. Existe la idea de que hay que sufrir la escritura: hay que escribir, y tengo que hacerlo, y no voy a llegar, y la página en blanco, y no se me ocurre ninguna idea. Yo estoy tratando de decir: esto lo hago porque tengo ganas, nadie me obliga, es un privilegio que tengo, es algo que se me da, pero que también es un trabajo que disfruto hacer, que tengo que agradecer poder hacerlo.
Cuando terminamos de conversar, Dolores me firma mi ejemplar del libro. Para que sigamos tejiendo la vida.
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