Seven Women, Seven Sins es una película antológica de 1986, comisionada por el canal de televisión alemán ZDF como parte del programa Das Kleine Fernsehspiel, dedicado al fomento del cine independiente. La obra se compone de siete cortos realizados por siete directoras, con interpretaciones libres de los siete pecados capitales. Este texto explora los nexos entre la película y la teoría fílmica feminista desarrollada en Europa y EE.UU. a partir de los años setenta, particularmente en torno al concepto de counter-cinema acuñado por Laura Mulvey en sus artículos “Placer visual y cine narrativo” y “Cine, feminismo y vanguardia”, de 1975. «Mi intención es ubicar la obra en su contexto teórico e identificar las características estéticas del cine feminista de acuerdo a las premisas de Mulvey», dice la autora.

Describamos, primero, brevemente cada segmento: GLUTTONY (Helke Sander) presenta el mito de Adán y Eva en dos tiempos, como un díptico: 1) en la era prehistórica, y 2) en la era contemporánea. La puesta en escena es artificial y la locación es inmutable. No hay lenguaje verbal y la saturación de colores, junto a la gesticulación, recuerda al cine de animación. GREED (Bette Gordon) es un thriller de factura clásica sobre un encuentro claustrofóbico en el baño de un hotel lujoso. Una mucama, con esperanzas de ganar la lotería, entra en conflicto con una prostituta y una huésped adinerada. Los diálogos aparentemente cotidianos se tornan perversos, dando paso a un asesinato y un cambio de identidad. La locación resulta llamativa: por décadas, las escenas de mujeres en baños fueron censuradas por el Production Code, un código de producción cinematográfico que determinaba qué podía verse en pantalla y qué no. De hecho, estos personajes femeninos moralmente ambiguos recuerdan a las audaces películas previas a la censura. ANGRY (Maxi Cohen) es el único segmento en clave documental. Tras haber publicado un anuncio en el periódico The Village Voice, Cohen entrevista a personas iracundas. A través de estos testimonios, resueltos austeramente con planos fijos y un sinfín de fondo, se construye un retrato de la caótica Nueva York de los años 80’. Entre los temas abordados con crudeza están el abuso sexual, el sadismo fetichista, la violencia intrafamiliar, el homicidio y la terapia de conversión. SLOTH (Chantal Akerman) es una breve película meta-cinematográfica. Protagonizado por su directora, el corto ilustra los intermedios del quehacer doméstico. Si en Jeanne Dielman, 23 quai de Commerce, 1080 Bruxelles mostraba lo no-representado, aquí se exploran los vacíos de aquello: el no-hacer-la-cama, el no-cocinar. En largos planos, Akerman bebe un vaso de agua, fuma un cigarro, mientras se intercalan imágenes de una celista apasionada como contrapunto. LUST (Valie Export) es un ejercicio experimental sobre la sexualidad en clave cibernética. Combinando efectos digitales, sobreimpresiones, y una estética de infomercial televisado, la obra satiriza la mercantilización del sexo en la sociedad capitalista. La narrativa es esquiva, y la fetichización de los cuerpos es hiperbólica con la presencia iconográfica de fisicoculturismo y elementos BDSM. ENVY (Laurence Gavron) es el corto menos original en su tratamiento. El relato sigue a un hombre mediocre, obligado a atender a su tío enfermo y envidioso de un director de orquesta, a quien imita en secreto. Tras asesinar a su tío, logra el éxito, pero el problema es que solo sabe conducir “El barbero de Sevilla”. Cuando su fraude queda al descubierto, el hombre enloquece y es internado es una institución psiquiátrica. Finalmente, PRIDE (Ulrike Ottinger) es el segmento más experimental. Inspirado en la estética del teatro kabuki, e intercalando registros de paradas militares, la obra posee una narrativa difusa y genera un continuo efecto de extrañamiento. El corto sirve como una síntesis de la antología. Actúan, entre otros, Delphine Seyrig, Irm Hermann y Yasuko Nagata.
Todas las películas manifiestan, cada una a su manera, una aproximación feminista al lenguaje cinematográfico; parecen oponerse, temática o estéticamente, a una hegemonía. Para entender estas aseveraciones, es preciso revisar el estudio de Laura Mulvey sobre el cine clásico, “Placer visual y cine narrativo”. Ahí, Mulvey aplica el psicoanálisis a los estudios del cine, en relación con la representación de la mujer. La autora concibe el cine clásico como un símil del inconsciente: debido a su capacidad de crear ilusiones de realidad, el dispositivo cinematográfico envuelve al espectador absorto. Freud advierte el carácter problemático de la mujer en la sociedad patriarcal: su imagen evoca los miedos y fantasías del inconsciente masculino. Del mismo modo, la mujer retratada en pantalla es un significante de alteridad y un símbolo de castración. Este artefacto, que Mulvey denomina male gaze (mirada masculina) tiene dos facetas: 1) la mirada escopofílica y 2) la identificación narcisista con el protagonista masculino. Las películas clásicas invitan a identificarse con una mirada que fetichiza la figura femenina en momentos de contemplación erótica, con el fin de neutralizar la amenaza castradora. Como reflejo de la ideología dominante, que entiende los sexos como algo ya dado (Wittig), el cine clásico interpela al espectador en tanto que sujeto masculino, incluso si la audiencia es femenina.
Es prudente mencionar que la teoría de Mulvey ha sido criticada por diversas autoras, primero por sustentarse en concepciones esencialistas de la diferencia sexual, y también por ignorar los factores socio-históricos del sujeto-espectador. Sin embargo, su contribución no deja de ser importante. Al exponer la ideología patriarcal del cine clásico, Mulvey devela las estructuras que niegan la subjetividad de las mujeres e impiden la formulación de personajes femeninos complejos. Por su parte, Teresa De Lauretis ha señalado que los principales sistemas teóricos aplicados al estudio de cine (la semiología y el psicoanálisis) no conciben a la mujer como sujeto, sino únicamente como “objeto y fundamento de la representación”. Con el hombre como único punto de referencia, el lugar de las mujeres se vuelve ambiguo: permanecen en un vacío de significado, en “un lugar no representado, no simbolizado, y así robado a la representación subjetiva (o a la auto-representación)”. Surge, entonces, la necesidad de una alternativa; un cine hecho por mujeres, con un lenguaje propio.
Para Mulvey, la respuesta es un cine feminista de contracultura, un counter-cinema. Pero, ¿de dónde puede surgir una estética feminista? De Lauretis constata la imposibilidad de encontrar respuestas en el pasado, pues las mujeres no han escrito su propia historia: “Encontramos tan sólo folclore, representaciones mitológicas y antropocéntricas, alegorías literarias y artísticas, y lo que se puede rastrear en ellas no es tanto una explicación, sino Ia repetición de un enigma […]”. Ante la ausencia de una tradición femenina discernible, y reacia a la idea de trabajar en el mainstream, Mulvey propone un cine feminista organizado desde la confrontación a la tradición patriarcal. El counter-cinema tendría que pensarse, entonces, desde la innovación, la disrupción y la des-familiarización. Más específicamente, Mulvey plantea un lenguaje construido desde la negación al cine dominante. Esta noción también es relevante para Julia Kristeva, cuando afirma que la práctica feminista siempre se configura desde la negación a lo previamente establecido: “En ‘mujer’ veo algo que no puede ser representado, algo que no está dicho, algo más allá de las nomenclaturas e ideologías”. Virginia Woolf muestra ideas afines en su crítica al exceso de melodrama y estereotipos en el cine mudo; la autora imagina las posibilidades de un cine más abstracto, fiero y extraño.

El cine feminista que emerge en el último tercio del siglo XX toma estas ideas: Chantal Akerman, Ulrike Ottinger, Marguerite Duras, Sally Potter, Yvonne Rainer, Bette Gordon, e incluso la propia Laura Mulvey, filman desde la búsqueda por un lenguaje cinematográfico con perspectiva feminista. En este contexto, Seven Women, Seven Sins representa muy bien las características formales de su generación. El placer y la fascinación que provocan estas películas no se encuentra en la tensión narrativa o la feminidad erotizada, sino más bien en una audacia estética manifestada a través del “uso sorprendente y excesivo de la cámara, del encuadre inusual de las escenas y del cuerpo humano, de la exigencia que se hace al espectador para que reúna los elementos dispares” (Mulvey).
Este quiebre es posible mediante la ruptura del ilusionismo característico del cine clásico, cuyo lenguaje tiende a imponer un punto de vista, privilegiando el contenido de la diégesis y ocultando la mecánica de su producción mediante diversas estrategias formales (montaje invisible, raccord, planos subjetivos, etcétera). Una película clásica le dice a su público qué sentir, e incluso, qué pensar. En cambio, el counter-cinema crea distanciamiento entre el espectador y la imagen fílmica, anulando la ilusión de realidad. Existen dos mecanismos esenciales para conseguir esto: 1) la deconstrucción de la narrativa, y 2) la puesta en evidencia del aparato cinematográfico. Mulvey advierte que ambas estrategias expresivas son posibles dentro de la vanguardia: “El primer golpe contra la acumulación monolítica de convenciones cinematográficas (ya asumido por los cineastas más radicales) consistió en liberar la mirada de la cámara a su materialidad en el tiempo y en el espacio, y la mirada del público, permitiendo así una dialéctica, un distanciamiento apasionado”. La aproximación vanguardista a la narrativa ocurre de manera muy clara en los cortos de Ulrike Ottinger o Valie Export, cuyos relatos difusos ayudan a enfatizar la experimentación formal, dando lugar a una estética irreverente. El trabajo de Chantal Akerman, que dilata la duración de los planos y esquiva la estructura del relato clásico, también cumple este cometido. Minimizar la narratividad de la imagen implica despojar al cine de su efecto seductor, y por lo tanto inhabilita el placer visual como artefacto de dominación. En segundo lugar, el énfasis en los aspectos formales de la obra (su estética, sus soportes y su mecánica de producción) revela el dispositivo significante. Esta intención es muy clara en la mayoría de los segmentos descritos: la puesta en escena artificiosa de Helke Sander niega todo realismo; los efectos visuales y el tono satírico de Valie Export remiten explícitamente a ciertas convenciones de la televisión y el video; y el conjunto de recursos audiovisuales empleados por Ottinger obligan a pensar en la forma antes que en el contenido. También es interesante el gesto meta-cinematográfico de Akerman cuando mira a la cámara y dice “hoy haré una película sobre la pereza”, para luego encarnar, ella misma, esa idea de inacción. Incluso Maxi Cohen, con sus recursos bastante más convencionales, logra crear distanciamiento incluyendo su propia voz en las entrevistas. Estas opciones formales ayudan a repensar los modos de producción de sentido y articulan lenguajes contra-hegemónicos. En esta línea, Nelly Richard señala que toda práctica contraria al lenguaje dominante, incluso la producida por varones, es una práctica femenina, en la medida que rebalsa los límites definidos por la significación masculina.
Cualquier literatura que se practique como disidencia de identidad respecto al formato reglamentario de la cultura masculino-paterna; cualquier escritura que se haga cómplice de la ritmicidad transgresora de lo femenino-pulsional, desplegaría el coeficiente minoritario y subversivo (contradominante) de lo “femenino”. Cualquier escritura en posición de descontrolar la pauta de la discursividad masculina/hegemónica compartiría el “devenir-minoritario” (Deleuze-Guattari) de un femenino que opera como paradigma de desterritorialización de los regímenes de poder y captura de la identidad normada y centrada por la cultura oficial.
No obstante, para el cine feminista, no basta la disrupción formal. Un cine feminista es un cine político, y como tal no puede desvincularse de su discurso. Desde esta lógica, los trabajos de factura más clásica realizados por Bette Gordon, Maxi Cohen o Laurence Gavron también contienen gestos feministas debido a su marcado interés por ciertas temáticas vinculadas a la situación de las mujeres y la diferencia sexual. Por ejemplo, Gordon aborda el obstáculo que suponen las brechas sociales para la conformación de las mujeres como unidad (De Beauvoir). Por otra parte, Cohen aborda los modos en que la violencia afecta de manera particular a mujeres y disidencias; mientras que Gavron, como Akerman, comenta sobre el carácter restrictivo de las labores domésticas y los trabajos de cuidado en relación al desarrollo artístico. Por lo tanto, siguiendo a De Lauretis, el desafío feminista de “aprender a hablar de nuevo” exige buscar estrategias que otorguen voces al silencio de las mujeres, para descubrir, o inventar, prácticas de representación en las que el género “no se vea suprimido ni desmaterializado en la misma discursividad, sino reivindicado y negado al mismo tiempo, afirmado y cuestionado, deconstruido y reconstruido”.
¿Qué es, entonces, el cine feminista? En realidad, podrían formularse múltiples definiciones. Sin embargo, para Laura Mulvey el asunto es más rígido: el cine feminista es aquel que desarticula el lenguaje hegemónico mediante una estética de la negación. A mediados de los setenta, Mulvey suponía ingenuamente que Hollywood estaba pronto a desaparecer. Parecía que la renovación del cine a nivel internacional y el surgimiento de las nuevas teorías del cine acabarían con el modo de representación institucional. Pero la historia fue distinta: tras la caída de la censura, el cine norteamericano demostró una gran capacidad de adaptación. Y aunque la contracultura ofrecía un espacio para la experimentación formal, no resultó ser una respuesta definitiva al problema de la representación de las mujeres y su precaria situación en tanto que productoras de cultura. La propia Mulvey reconoció la falta de eficiencia política del counter-cinema y su limitado alcance. De todas formas, el trabajo de cineastas como Chantal Akerman o Ulrike Ottinger desplazó la línea de lo posible a partir de la re-inflexión de sus prácticas autorales. Más tarde, aparecen nuevas perspectivas de la mano de Claire Johnston, Teresa De Lauretis, Annette Kuhn, bell hooks o Alison Butler. De cualquier forma, la pregunta por el cine de mujeres, y el cine feminista, continúa generando reflexiones y, sobre todo, constantes exploraciones formales desde las más diversas sensibilidades.
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