A casi 80 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, y en el contexto de un mundo ya prácticamente acostumbrado a existir en el abismo, Alma Negra le da nueva vida a este texto escrito por Günther Anders en 1960. Traducido por Silvana Vetö, el ensayo puede considerarse antecedente del «giro ontológico» y, con ello, de las corrientes de pensamiento contemporáneo secular sobre el apocalipsis y la extinción. La «alteración metafísica» señalada por Anders indicaba que el fin de los tiempos se invertía por un tiempo sin fin, un apocalipsis sin reino, sin culpa, sin cenizas, que hoy conocemos y experimentamos como un tiempo sin futuro. Compartimos el prólogo de esta edición, escrito por la filósofa argentina Silvia Schwarzböck.

El 6 de agosto de 1945 comienza, según Anders, el tiempo del fin. Todos los humanos somos, desde ese día, pilotos de Hiroshima. Y el primero de todos es Claude Eatherly, el piloto del avión de reconocimiento que dio la señal «go ahead» para lanzar sobre Hiroshima la bomba atómica. Anders le envía a Eatherly, el 3 de junio de 1959, la primera de veintiocho cartas (todas le serán respondidas), en la que le explica, presentándolo como un concepto filosófico, qué significa ser, desde 1945, un piloto de Hiroshima. Eatherly, ex Mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, recibe la carta en el Hospital de Veteranos de Waco, Texas, en el que está internado por trastornos psiquiátricos, después de intentar, en vano, además de suicidarse, ir a la cárcel por delitos comunes (robos y falsificaciones). Los psiquiatras que se ocupan de su caso (caratulado como classical guilt complex) lo declaran, el 13 de enero de 1961, enfermo mental.
Anders le escribe a Eatherly, después de leer sobre su caso, con la intención de «no consolarlo». De consolarlo –le dice en su carta– se ocupan los que le repiten: «Hiroshima no alcanza a explicar su conducta». Y lo que le escribe, para darle argumentos con los que sostener su conducta, podría servir de introducción (por su tono más que por su tema) a El tiempo del fin, un ensayo de 1960, publicado inicialmente en 19721.
El tono de Anders, en lo que tiene de oscuro y, a la vez, de provocador, está logrado, más que por sus argumentos, por el uso malévolo del nosotros. El género del nosotros, ante la perspectiva del fin del mundo, deja de ser el de los humanos y pasa a ser el de los terrícolas. Frente a este nosotros hiperinclusivo, que se enfrenta, desde Hiroshima, al peligro «objetivamente serio» del apocalipsis nuclear (el primer apocalipsis «objetivamente serio» en la historia de la escatología), no existen los ellos. No hay una «humanidad A» y una «humanidad B». Tampoco hay «terrícolas A» y «terrícolas B», si se incluyen entre los que desaparecerían de la Tierra, además de los colectivos humanos, los colectivos no humanos. «Moriremos todos juntos». No habrá nadie, después del apocalipsis nuclear, para recordar la historia, ni nadie, desde ya, a quien transmitírsela.
En la carta en la que convierte a Eatherly, para una posteridad puesta entre paréntesis, en el primer piloto de Hiroshima, Anders le explica por qué nosotros, igual que él, somos pilotos de Hiroshima: «Usted, el individuo Claude Eatherly, se ha convertido en un símbolo del futuro», en «el precursor de una nueva forma de culpa, en la que, hoy o mañana, cualquiera de nosotros podría verse implicado». Que él sea un símbolo o un precursor –le aclara– es horrible, pero no es su culpa serlo. Que no sea su culpa, también es horrible. La causa de esta clase de horror, del que él es la vanguardia, es la tecnificación de la existencia: «el hecho de que todos nosotros, sin saberlo e indirectamente, cual piezas de una máquina, podríamos ser usados en acciones cuyos efectos están más allá de nuestros ojos y de nuestra imaginación y que, si pudiéramos imaginarlos, no los podríamos aprobar». Para esta situación moral, impensable para nuestros antepasados, «usted, en cierto modo, es nuestro maestro: nos obliga a preguntarnos qué habríamos hecho, en caso de estar en su lugar».
La pregunta «qué habríamos hecho», de haber estado en el lugar de Eatherly, Anders la formula –dando por sentado que ya estamos en su lugar– como una instigación al malpensamiento. No nos dice «qué habríamos hecho» si hubiéramos estado en el lugar de Adolf Eichmann, es decir, de un nazi genocida que, desde el año cero del tiempo del fin, está del lado de los vencidos, y será juzgado en Jerusalén, en 1961, sentenciado a muerte y ahorcado. Nos dice «qué habríamos hecho», siendo –como somos– pilotos de Hiroshima, si hubiéramos estado –como Eatherly– de lado de los vencedores y nuestro acto, cuyos efectos nos habrían sido imprevisibles, hubiera sido un acto clave –además de para lanzar una bomba atómica que calcinaría a 200.000 personas– para que el país para el que combatimos –el que ha ordenado el lanzamiento– salga victorioso y, en consecuencia, nos otorgue en la posguerra, además de una condecoración (que siempre podríamos rechazar), el estatus social de héroes.
El malpensamiento, desde ya, no enseña a ser malo, sino a cuidarse de la maldad, también de la propia, igual que del bienpensantismo, al que suele identificárselo, tras un período de terror de Estado, con lo contrario del mal absoluto: frente al mal absoluto, que se asocia, en el siglo XX, al terror de Estado, la ciudadanía se percibe a sí misma, por el solo hecho de no pensar mal del prójimo (más allá cuál sea, empíricamente, la relación con él de cada persona), como relativamente buena.
El malpensamiento, puesto en práctica por pilotos de Hiroshima, es el sucesor, en el tiempo del fin, del imperativo categórico kantiano: al rigorista (y afirmativo) «obra de modo tal que puedas querer que la máxima de tu acto se convierta en ley universal», lo reemplaza el mefistofélico (y negativo) «no obres como si los efectos de tu acto, dada la tecnificación de la existencia, nunca pudieras preverlos y como si siempre pudieras justificarlos, aunque no los apruebes, por la desproporción radical que tienen con sus causas». Anders va más lejos que Hannah Arendt (con quien estuvo casado entre 1929 y 1937) en su teoría del mal sin maldad. Por eso no hace falta, para él, que cada uno de nosotros haga el ejercicio de imaginarse, como piloto de Hiroshima, usando en vano el nombre de Kant, tal como lo hace Eichmann, al definirse como «un ciudadano cumplidor de la ley», durante el juicio por ser el responsable, como «especialista en asuntos judíos», de llevar a la práctica la Solución Final.
Que Eichmann no les cite a sus jueces, en Jerusalén, el «imperativo categórico del Tercer Reich» (cuya fórmula, totalmente contraria a la kantiana, pertenece a Hans Franck: «Compórtate de manera tal que si el Führer te viera aprobara tus actos»), y que les diga, en cambio, que tras tener que abandonar el «uso casero» del imperativo categórico, para hacerse cargo de la Solución Final, su consuelo consistió, de ahí en adelante, en pensar que ya no era «el dueño de sus propios actos», a Arendt le sirve, además de para separar a Kant de las «órdenes superiores» y de los «actos de Estado» del régimen nazi, para separarnos a nosotros, como pilotos de Hiroshima, del Eichmann que dice haber sido, antes de la Solución Final, un buen kantiano.
El confort de la servidumbre, producido, según Anders, por la forma de la actividad técnica, nos obliga a una clase de malpensamiento del que la «banalidad del mal» (el concepto de Arendt para pensar, bajo condiciones totalitarias, el comportamiento burocrático de quienes cometen genocidio) no hace sino liberarnos: el mal que puede banalizarse, y del que estamos radicalmente separados, es siempre el mal absoluto (radical evil), esto es, el de aquellos actos que exceden, por su grado de ofensa a la dignidad humana, el orden normativo humanamente pensado, pero que, por el hecho mismo de ser imperdonables, su castigo resulta imprescriptible. El vocabulario jurídico para los genocidios (el de los crímenes de lesa humanidad) no oculta su filiación kantiana-protestante: el mal no está en el cuerpo (como para Platón y para el catolicismo), sino en el espíritu, en el pensamiento o, más bien, en el pensamiento del pensamiento.
El tiempo del fin es, antes que el tiempo de la banalidad del mal (o de la banalidad del mal extrapolada, en tiempos de Guerra Fría, desde los regímenes totalitarios a las democracias liberales), el tiempo del fin de la maldad. No hacen falta hombres malos, pero tampoco burócratas sin fisuras morales, meros cumplidores de órdenes superiores, para producir el horror que nos es contemporáneo.
Los crímenes de los campos de concentración nazis –dice Anders, citando a sus perpetradores– son crímenes hechos, no crímenes deseados: hacer el mal puede ser un trabajo (un trabajo camuflado, que se realiza mientras se escucha música), en lugar de una acción. Pero el mal que se hace sin desearlo, en la situación moral de un piloto de Hiroshima, cuando ya nadie puede percibir, haciendo de mediador de las mediaciones, qué es lo que está haciendo, no es el mal absoluto, propio de los actos genocidas: es decir, no es aquello que, en el vocabulario de la lesa humanidad, cuando se trata de actos genocidas, se llama mal absoluto.
De la clase de mal en la que piensa Anders, propia del tiempo del fin, el individuo participa, dentro de su tiempo de trabajo y como parte de ese trabajo, a través de un acto del que no es (ni podría ser) el autor, sino, a lo sumo, coautor de la mediación que lo hace posible.
La forma de la actividad técnica, al convertir todo acto, de la índole que fuere, en el acto de apretar un botón, libera a quien lo ejecuta, a la vez, de la responsabilidad y del remordimiento sobre sus efectos: estos efectos, por el tipo de desproporción que tienen con sus causas (una desproporción radical), no pueden ser previstos (o no pueden serlo de la manera adecuada) desde un rol técnico, incluso si este rol, dentro de la jerarquía burocrática, no fuera secundario. Todos los roles técnicos, dada la tecnificación de la existencia, devienen secundarios.
El remordimiento de Eatherly, causado por un acto que lo convierte –por haberlo cometido para el bando vencedor, habría que agregar– en un héroe de guerra, es –quizá por ser él, justamente, el primer piloto de Hiroshima– una anomalía moral.

El caso del piloto de Hiroshima, presentado como «nuestro precursor», le sirve a Anders para enunciar, en la lengua kafkiana de El tiempo del fin, las leyes metacientíficas de la ciencia social del futuro (que es un futuro que ya llegó): la ciencia del apocalipsis. «Mientras más grande es el número de las víctimas, más pequeño es el número de culpables requeridos para el sacrificio», dice «la ley de la oligarquía». «Mientras más grande es el efecto, más pequeña es la maldad requerida para producirlo»: a esta ley Anders la llama, después de explicar la tecnificación de la existencia, «la ley de la inversión» y, antes de explicarla, «la ley de la inocencia». Lo que él le expone a Eatherly, en su primera carta, como «nuestra situación moral», se transfigura, por obra de estas leyes, en «nuestra situación diabólica». El lazo entre el acto y el culpable, cuando gobierna la tecnificación de la existencia, está destruido.
Si Eatherly se siente culpable, y se le diagnostica, por eso, como aquejado de una enfermedad mental, una enfermedad mental antigua (classical guilt complex), es porque él se siente, respecto de su acto (el de dar la señal, el 6 de agosto de 1945, para el lanzamiento de una bomba, sin saber que esa bomba era atómica), no como un asesino, sino como una pieza dentro de una máquina con muchas piezas, cuyo mecanismo se activa para destruir, de una sola vez, 200.000 vidas. Truman, por ser el presidente que ordena, el 6 de agosto de 1945, el lanzamiento de la bomba que sí sabe que es atómica, y el que anuncia, cinco años después, la construcción de la bomba de hidrógeno, no alcanza a sentirse, en su condición de mediador representativo (como representante de un país y como representante del complejo industrial-militar que hará de ese país, devenido potencia atómica, un país imperialista), un piloto de Hiroshima.
Cuando Anders enuncia, en El tiempo del fin, las leyes de la ciencia del apocalipsis, su tono negro, dirigido ahora a un público iniciado, es el mismo de las cartas a Eatherly: negro-negro, negro oscuro, un negro al que no le puede faltar, para ser del todo oscuro, el humor negro. Alguien que dice, en primera persona del plural, «nosotros, los sembradores de pánico profesionales», que llama a sus seguidores «apocalípticos profilácticos», y que los invita a diferenciarse de «los apocalípticos judeocristianos clásicos» no sólo por temer lo que ellos esperaban (el fin), sino por acotar su pasión («la pasión apocalíptica») al solo objetivo de evitar el apocalipsis, es, además de un monstruo a la segunda potencia, un cómico malpensante de la lengua en la que habla (la lengua escatológica, hablada por él como lengua extranjera), siempre listo para recibir con argumentos, conteniendo la risa, a los representantes del «business de la minimización».
Los críticos de Anders, antes que minimizar sus argumentos, se ensañan con lo oscuro del tono en el que escribe: «una falsa seriedad» –dicen–, «un carácter falsamente terrible». A estos críticos, a los que él parece estar esperando, les da sin dudar la razón: hay que malpensar de aquel que quiere, cuando escribe sobre el fin del mundo, inspirar terror de manera seria. El que se ríe sin saber que tiene miedo es, como lector, el mejor aterrorizado.
Los dos últimos puntos de El tiempo del fin, que comparan, en clave de humor negro, el apocalipsis nuclear y el apocalipsis cristiano, podrían leerse, con la risa del Guasón, como una lectura literal, durante la espera inútil del fin del mundo, del tópico hegeliano del fin de la historia, tan en boga entre los filósofos franceses alumnos de Kojève hacia 1960. Este tópico, en un contexto donde muchos esperan, en la parte no socialista del mundo, el triunfo del socialismo a través de la revolución, no puede ser todavía –como lo será con la caída del Muro de Berlín, a partir de 1989– un tópico para preludiar, tras la implosión de la Unión Soviética, la hegemonía planetaria del liberalismo.
Quien más oscuramente interpreta, con el espíritu de 1960, el tópico hegeliano del fin de la historia, es Georges Bataille. Lo oscuro de su interpretación, no obstante, no se parece en nada, por su falta de humor negro, a lo oscuro de la interpretación de Anders. La dialéctica del Amo y el Esclavo, para Bataille, no tiene un final feliz: es la decepción del hombre que busca en la muerte el secreto del ser y no encuentra nada, porque no se puede conocer y morir al mismo tiempo. El hombre debe contentarse, a falta del conocimiento de la muerte propia, con el espectáculo de la muerte ajena. La perspectiva filosófica de la muerte (la que ocupa el lugar del conocimiento de la muerte) es la perspectiva del fin de la historia. Sólo que imaginarse el fin de la historia no es menos excesivo que imaginarse la propia muerte. El fin de historia «quiere decir que en adelante no ocurrirá nada nuevo. Por lo menos nada verdaderamente nuevo. Nada que puede enriquecer un cuadro de las formas de existencia aparecidas. Las guerras o las revoluciones palaciegas no probarían que la historia prosigue».
El hombre que sigue (viviendo) tras el fin de la historia, es el que acepta lo dado sin una revuelta creadora. Las guerras y las revoluciones, aunque existan, no le agregarán ningún capítulo nuevo –según Bataille– a lo que el hombre ya vivió. Todo lo demás, todo lo que no signifique nada nuevo, podrá mantenerse indefinidamente: «el arte, el amor, el juego, etc., en suma, todo lo que hace al hombre feliz». Todo lo que hace feliz al hombre, como sinónimo de todo lo humano, se atesorará, para sustraerlo del tiempo, en forma de libro. Si los tiempos felices son –según Hegel– «las páginas vacías de la historia», la posthistoria hecha libro no podrá ser, entonces, la continuación de la historia. Los hombres felices, después del fin de la historia, no serán hombres nuevos. Las revoluciones posthistóricas, aunque sean revoluciones radicales, no crearán hombres nuevos. Crearán, en todo caso, una sociedad homogénea. Y la única cultura capaz de mantener, en una sociedad homogénea, la homogeneidad, es la cultura técnica, que acerca a los hombres en lo que tienen en común, a la par que suprime aquello que los separa.
La cultura que, para Bataille, hace homogénea a la sociedad, es la misma que, para Anders, convierte a sus miembros en pilotos de Hiroshima. De la tecnificación de la existencia «ni siquiera una revolución» –diría él donde Heidegger dice «ni siquiera un Dios»– podría salvarnos.
Al final de El tiempo del fin, Anders juega a hacerse pasar, dirigiéndose a sus críticos, no sólo por su propio enemigo, sino por un enemigo que no oculta que podría ser, puesto en el rol de Guasón, él mismo. Por eso argumenta, como un dialéctico consecuente, a favor y en contra de sí mismo, a favor y en contra de su mala nueva.
El apocalipsis es, en todas las escatologías conocidas, una catástrofe que se anuncia como inminente y que, como producto de la imprecisión misma con la que es anunciada, no llega. No importa, para diferenciar las escatologías por su grado de imprecisión, que sean extremistas (como la escatología cristiana o la del socialismo revolucionario) o que sean, por el contrario, portadoras de realismo político (como la escatología de quienes creen saber reaccionar, de la manera justa, a la grandeza del peligro atómico y a los que Anders llama, con su media sonrisa, «la élite del horror»).
El no llegar es lo que caracteriza a la catástrofe. Por eso, «aunque pueda parecer provocador» –advierte Anders–, él no es el primero (el primero es Pablo) en llevar la escatología de regreso (haciendo del regreso un no comienzo, un no fundamento) al rango de la ficción.
Del rango ficcional del anuncio de la catástrofe (que es independiente de la objetividad de la catástrofe: la catástrofe, antes de suceder, nunca es objetiva) nace, además de su incumplimiento crónico, su estatus de promesa incumplible. Anders, desde una posición que presenta como «no creyente», recurre a la Biblia para ejemplificar, con el no retorno del Mesías, la no llegada (devenida estructural) de la catástrofe.
Desde el momento mismo en que los discípulos de Jesús salen a predicar por Israel, con la promesa de que, antes de que terminen de recorrer todas las ciudades, su Señor estará de nuevo en la Tierra, y regresan, tras haber completado el recorrido, al mismo mundo de antes de la crucifixión, la parusía se convierte, dentro y fuera de los límites de la cristiandad, en el modelo de una decepción, y adopta, como si la decepción fuera parte de su concepto, el sentido paradójico que tiene hasta el presente: la no-parusía, el no-advenimiento del fin, el ver que sigue existiendo, en contradicción con las expectativas apocalípticas, el mundo cuya desaparición se anunció como inminente, hace de la parusía un acontecimiento ya sucedido.
El «retraso de la parusía», como neutralización del apocalipsis, podría remontarse a Agustín: si la Iglesia es el reino advenido (la civitas Dei), la esperanza en el advenimiento del Mesías, precedido del apocalipsis, se vuelve superflua. Pero Anders se remonta a Pablo, no a Agustín, porque la situación generacional de Pablo –dice– es la única situación, antes de la nuestra, en la que se debe acordar, simultáneamente, que «la catástrofe no estaba aún ahí, pero que, en cierto modo, ya estaba, sin embargo, ahí». La catástrofe se caracteriza por ser anunciada como inminente y, al mismo tiempo, por no llegar. La inminencia de su llegada, en el anuncio, y su no llegada, en los hechos (que lleva a la postergación indefinida de su llegada), forma parte del concepto de catástrofe.
La obra maestra de Pablo, como profeta-artista del apocalipsis, es anunciarles a los cristianos que ellos, que esperan el fin porque creen en el reino, igual que los no cristianos, que no esperan el fin, porque no creen en el reino, están dentro del proceso de la catástrofe y que este proceso, que parece desde el punto de vista humano inconcebiblemente lento, avanza a toda velocidad, como un trineo lanzado al precipicio, sin que nadie pueda detenerlo. Los humanos están en la catástrofe antes de la catástrofe e independientemente de que la esperen o no. En la profecía de Pablo, la catástrofe es, como catástrofe en curso, una catástrofe objetiva.
De todos modos, hasta el tiempo del fin, el fin del mundo, por mejor anunciado que estuviera, nunca fue, como peligro objetivo, un peligro objetivamente serio. Para que lo fuera hacía falta, como un plus político a la tecnificación de la existencia, que la tecnología, capaz de funcionar sin intervención ni presencia humana, esté en condiciones de volver obsoleta, en una potencial guerra nuclear, la dualidad entre vencedores y vencidos.
Que Anders sostenga que ya no existen, ante el peligro real del fin, una humanidad A y una humanidad B, como pretende hacerlas existir, cuando él escribe El tiempo del fin, la lógica militar de la Guerra Fría pone a su ensayo, como pensamiento de anticipación, en la misma línea de razonamientos –aunque no de posiciones– de las epistemologías contemporáneas del apocalipsis.
El fin del mundo del siglo XXI, anticipado por ciencias en extremo empíricas, como la climatología, la geofísica, la oceanografía, la bioquímica o la ecología, pone a la filosofía –sobre todo, a los materialismos– en la posición de tener que decidir si, como lo hizo en el siglo pasado (cuando el apocalipsis podía asociarse, además de con el fin del capitalismo, con el triunfo de la revolución socialista), vuelve a incursionar en el discurso apocalíptico, devenido ahora profiláctico en lugar de revolucionario.
La posición de la que Anders hace de maestro, como el «sembrador de pánico profesional» que dice ser, es la de un materialista oscuro, esto es, la de aquel que, como filósofo, debe decirlo todo o callar. Ahora bien: quien lo diga todo no podrá dejar de decir, cuando su tema sea el apocalipsis, que lo que caracteriza a toda catástrofe –así la predigan como inminente, con fines profilácticos, las ciencias más empíricas– es no dignarse a llegar.
Crédito fotografía de Günther Anders: © picture alliance / imagno / Barbara Pflaum
Crédito fotografía de Silvia Schwarzböck: Universidad de Buenos Aires
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