Tres miradas / presentaciones sobre Albricia de Soledad Fariña

junio 10, 2025
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Camila Hormazábal, Francisco Cardemil y Emilia Pequeño presentaron en La Furia del Libro una re edición del segundo libro de la poeta Soledad Fariña, bajo el sello de Editorial Cuneta. Lejos del amor romántico y sus fórmulas, Albricia construye una voz propia que interroga el deseo y la fertilidad desde la materialidad del lenguaje. Esta reedición forma parte de la colección 15 años de Cuneta. 

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¿Puede una lengua saborear la palabra? Ideas alrededor del deseo y el lenguaje en Albricia de Soledad Fariña

Por Camila Hormazábal M.

Tomo conciencia de mi lengua contra el paladar y me aventuro a explorar sus movimientos, las posibilidades que ofrece el limitado espacio de mi boca. Entre mis dientes, advierto la ausencia de aquello que estuvo: una textura, un chasquido. La lengua acaricia el recuerdo, evoca un cosquilleo que envía una señal al cuello en forma de escalofrío. Y así, sin necesidad de abrirse, de la boca germinan invisibles ramas que abrazan el resto de mi cuerpo.

La voz poética de Albricia me impele a través de un verso: “¿va la lengua a saborear mi esencia?”. Un misterio.

Albricia es el segundo libro publicado por la poeta Soledad Fariña, también el segundo libro suyo que leí. En él, la voz poética inquiere, tantea y se aventura, entre otras cosas, a proponer imágenes de un interior cuya materialidad acuosa escurre y resplandece. Esta breve pero contundente obra navega en las corrientes del deseo y la fertilidad y me gustaría compartir algunas impresiones sobre la primera de estas ideas. Para ello, inicio con una confidencia.

Mi relación con el deseo no tiene palabras y aunque obvia, este poemario me hizo ver esta afirmación como algo más que un lugar común. No tiene que ver con lo inefable del encuentro físico o con aquello que no se puede nombrar más que en complicidad, ambas dificultades propias del impulso añorante. La verbalización del deseo niega asirse a mi boca, a mis pensamientos, incluso. La poesía de Fariña fue un hallazgo, pues en ella encontré imágenes que me permitieron rodear la complejidad de un sujeto deseante y, por consiguiente, condicionado: por la corporalidad, por la ansiedad y, sobre todo, por el lenguaje: “Qué lengua / piensa mi lengua / caracoleando perdida esta razón / qué esencia / aflora de la ciénaga verde”.

A propósito de lenguaje: el título de la obra alude al imaginario de Gabriela Mistral, quien delimitó el concepto de albricia del siguiente modo: “El sentido de la palabra en la tierra mía es el de suerte, hallazgo o regalo. Yo corrí tras la albricia en mi valle de Elqui, gritándola y viéndola en unidad”. Mediante la omisión de la falta (albricias no tiene un modo singular) surge un nuevo significante, que mantiene y a la vez singulariza su sentido. 

Las huellas de Mistral siguen presentes en el poemario: el epígrafe, estrofa del poema “La cabalgata”, refleja expectación en medio de la nocturnidad fantasmagórica: “Oír, oír, oír, / la noche como valva, / con ijar de lebrel / o vista acornejada, / y temblar y ser fiel / esperando hasta el alba”. Un dato: este poema forma parte de una subsección de su libro Tala, cuyo nombre es “Gestos”.

Gestos. Temblar, esperar. “Salta la vena azul / y me sumerjo en ella / Nadando / a contracorriente / para encontrar razón a ese latido oscuro”, declara la voz de Albricia. Gestos. Sumergir, encontrar.

En un ensayo sobre las obras inéditas de Mistral publicadas en los últimos años, el editor Vicente Undurraga, plantea la siguiente idea: “La impronta de la escritura mistraliana es abismante en ese sentido, señera: señala vacíos y también nuevos espacios. A menudo suena extraña, pero nunca ajena ni remota. Abrió posibilidades literarias que se proyectarían”. Sospecho que estas características trascienden el análisis de la escritura de Mistral, pues también forman parte de su legado, del que Soledad Fariña me parece una valiosa heredera. 

Si persigo las palabras de Undurraga, compruebo que la obra de Fariña señala vacíos, abre nuevos espacios. Es experimental –una virtud dada por su riesgo y originalidad formal y temática–, ni ajena ni remota. ¿Qué es la poesía sino el deseo de un abrazo obcecado al extrañamiento? 

Mencioné que Albricia fue el segundo libro que leí de la autora. Conocí su poesía a través de Narciso y los árboles, libro que me permitió una aproximación al lenguaje del deseo entonces desconocida para mí. Revisité la obra mientras preparaba este texto y me encontré con el siguiente poema: “frente al espejo / voy a observar / cómo se va coloreando / este enjambre de pétalos / al salir de mi / boca”. Junto a él, trazados con lápiz grafito hallé un asterisco, una fecha y una observación que anoté. Entonces me urgía hacer tangible un sentimiento que, en su desborde, me hizo perder brevemente la razón. La visualidad de estos versos, la conmoción física que me recorrió al leerlos es una experiencia que recuerdo vívidamente. En busca de más llegué a lo que Soledad Bianchi llamó “la arrebatadora lengua” de Albricia, obra en la que, siguiendo sus palabras, el cuerpo encuentra a otros; también, se acerca y explora lo distante tanto en el interior como fuera. 

En mi lectura de este poemario se hizo presente el tácito pacto de silencio que he mantenido largamente con mi cuerpo, el cual, presumo, es la causa de mi impedimento por moldear el deseo a través de palabras. “Clavada a la piel de tu ojo / Espero la frase la Sentencia”, dice la voz de Albricia y, como un ave que atraviesa la mañana con su canto, la precisión de esta espera por el verbo ajeno me desgarra cada vez: “entre líquenes negros / algas / veo flotar / mi rostro carcomido por lenguas / Ahí va ese ojo como boca sedienta / Qué busca / Arriba / Abajo”.  

También espero, busco y encuentro los vanos intentos por decir. Me pregunto si basta con el habla para encauzar el deseo: “Qué sintaxis / Qué paisajes que mis ojos no vieron / Quieren brotar desde esas aguas”.

La filósofa argentina Florencia Abadi, en uno de los ensayos que componen su libro El nacimiento del deseo, señala: “el deseo es un efecto de superficie, un mecanismo caprichoso que puede cambiar de objeto de un instante a otro, surgir, intensificarse o desaparecer a partir de un mero y repentino gesto”.

Gestos.  Cambiar, surgir. Me pregunto, en este punto, la similitud entre el deseo y el misterio.

Si entendiéramos el deseo como un misterio en los términos descritos por Abadi, este sería no comunicable por el lenguaje discursivo, es decir, intransmisible en términos de signos. Su connotación únicamente podría, por tanto, simbolizarse: “Las comisuras / llenas de escenas innombrables / Surge savia desde pozos profundos / Intenta / la lengua caracoleando abrirse entre corrientes”.

Renunciar al lenguaje podría, al parecer, develar un nuevo modo de decir, ¿será esta mi propia albricia? 

Nuevamente tomo conciencia de mi lengua. La muevo a voluntad, la dejo en descanso.   

 “SOY LA SEMILLA OSCURA / APENAS DELINEADA”, susurra una vez más la voz de Albricia. Me aferro a ella aguardando el misterio.

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Oír, oír, oír, la escritura como valva

Por Francisco Cardemil

Digo: el cuerpo como medio, como canal, como instrumento. No. Borrar. Digo, entonces: la escritura se estira y toma forma, hace su propio pulso y por ello cobra un cuerpo: el cuerpo de una voz. No. Borrar. Quizás: al principio, la hablante se propone una empresa ambiciosa: construir un lenguaje para el deseo, un lenguaje puro, que no esté sometido a una lógica predeterminada, sino inmerso en los sentidos; te pregunta, lector, lectora, por ellos: ¿dónde el gusto, dónde el tacto, el oído, la vista, el aroma, dónde el equilibrio anida en lo que entregas al transitar poema a poema? Pero no, borrar. Borrar de nuevo. Empezar otra vez. Leo con los dedos —los mismos que el libro regresa con la yema humedecida—; con ellos hago un gesto a la comprensión para acallarla, para que no pida razones, para que se deje estar. 

Soledad Fariña, autora clave de la poesía chilena y una de las poetas más influyentes de su generación, escogió la palabra «albricia» para titular este libro, cuya primera edición apareció en 1988 y formó parte del conjunto La vocal de la tierra. Revisito cada parte. Hojeo. Salgo siempre con la sorpresa propia de la escritura de Fariña y, junto con la sorpresa, un cuesco de mudez que crece imparable en mi cabeza (la garganta de los pensamientos, de las ideas, de la disección). ¿Qué puedo decir? Intento deshacer el nudo. Regreso al título para utilizarlo como puerta de entrada: Albricia, la palabra de las buenas nuevas, llama de inmediato a la tradición mistraliana y a aquella nota que aparece al pie de uno de los poemas del libro Tala, donde Mistral detalla el juego de la albricia como la búsqueda de un objeto escondido: «El sentido de la palabra en la tierra mía es el de suerte, hallazgo o regalo. Yo corrí tras la albricia en mi valle de Elqui, gritándola y viéndola en unidad». La noticia feliz, el objeto buscado y querido, el sentido de la búsqueda como un juego, hace que la escritura de este libro se vuelva en sí misma una gran buscadora. ¿De quién? Quizás de ti, lector, lectora, predestinada a recorrerlo, quizás del tú que se configura en femenino a lo largo de los veintitantos poemas que forman su corpus. Pero más importante que aquello buscado, ¿quién es la que busca? ¿La poeta, su hablante, los poemas? Con el arrojo inconfundible de la obra de Fariña, los poemas se resisten a ser digeridos, a decirlo todo, a darse a entender y, aun así, estiran sus extremidades para alcanzarnos y acompañarnos en el breve momento de la lectura. 

Vuelvo al intento de la primera línea —lo que es, de cualquier manera, toda escritura, un intento, un ensayo— para expandir la nominación del título. Fallo. Y, ante el fracaso, prefiero enumerar las imágenes, los objetos que siempre resplandecen con una capa de humedad, de sudoración, de aquello que llama a ser lentamente recorrido, entonces «Me abraza su humedad me atrae me acicala». Al permanecer atónito, simplemente, «Me aferro a mis moluscos», como diría la hablante, y recito: naranja, líquenes, belfa, zumo, anca, guedeja, carcaj, tentáculo. Al hacerlo reaparece la tendencia al forado, el amor por la cavidad. Ciénagas verdes configuran un falso exterior mientras el libro se despliega como un interior multiplicado, una fuerza que llama al centro —¿cuál centro? ¿qué centro? susurro—. Pide el poema, pide la hablante, «pide la lengua»: «Adentro más adentro de la cavidad sonora / tus vocales las mías (…) // adentro más adentro llego hasta el estertor / el eco de otra lengua». Allí, en ese interior, la poeta construye una voz haciéndose de texturas y sensaciones, casi sin discurso —o sin un discurso transparente—; los poemas lamen la música del epígrafe de Mistral: «Oír, oír, oír / la noche como valva, / ijar de lebrel / y vista acornejada / y temblar y ser fiel / esperando el alba». ¿Será este el mismo alba que describe el epígrafe del Popol vuh que marca la segunda parte del libro? En ese caso, el sonido y el paladeo del «amanecer de la vida», el diálogo de quienes ofician la germinación, la decisión de quién sostiene y quién nutre, se unen al juego de la gran buscadora que es la voz del libro, la misma que, como un ente deseante, se para en medio de la fecundación. Allí, el interior, el adentro, el tú que también es ella, permanecen invariablemente agitados, humedecidos, ante la aridez de una y el agua que ofrece la otra. Entonces, la fuerza centrípeta del libro nos sumerge al fondo de las palabras.

Tuve la tentación, en ese momento, de hacer una grieta, cavar los surcos de un canal para inundar de citas mis ideas. Tejer un texto nuevo, una traducción, hacerme al menos yo inteligible: tema A, tema B, tema C, unidos por la tesis X, Y, Z —la tesis, el ego del intelecto—. La ambición debe siempre encontrarse con un gran muro para que las ideas florezcan y se vuelvan algo distinto: ¿cómo se constelaría un libro como este? ¿Cómo llevar estos poemas a un hilo sólido que amarre sus preocupaciones, sus tensiones, sus disparos? El muro, una suerte de señalética, dice lo opuesto: no es necesario. Me repliego. Describir, describir contra la razón, el cuerpo de la voz que se hace paisaje. Un método, esto que alcanzo a ver, aguzando los sentidos, o la silueta que deja el relampagueo del poema apegándose a la retina. Pareciera, en esa indefinición, que lo que los poemas logran es un ejercicio de maximización corporal: cada fragmento del deseo, cada verso que ejerce como una súplica, como un gemido, expande un órgano hasta abstraerlo. Pienso en imágenes porque es lo que me resulta más familiar, pero algo de esto se aproxima a lo que la artista visual estadounidense Georgia O’Keeffe realiza en su serie de flores: arte abstracto que es el resultado de un cuadro aumentado, del detalle del detalle de una flor: aquí un pistilo, allí el borde de un pétalo, apenas la curvatura de la corola. Ese efecto deja vibrando los elementos que sustituyen insólitamente el cuerpo de la hablante: «(mi naranja guardada por cáscara porosa) // Nadie entra en esta espera Apretada / me sumo Zumo líquidos que irrigan / mis conductos Pero las fosas husmean / buscando la fragancia Mi naranja olorosa / apretada resiste pero el dedo se hunde / desgarrando Me abro en gajos amarillos».

El poema ajusta sus caracoles. Escucha, dice, escucha el eco como miel, la onda como el corte de un cuchillo, las algas como golpe descarriado. ¿Acaso no tienes un cuerpo? —me interroga—. Usa tu cuerpo. Acerca tu oreja a la letra y escucha el molusco vibrante de la voz, la sustancia firme escurriéndose en la comisura (¿cuál?, pregunto; cualquiera, dice, todas). Me pide sostener solamente el sonido, que deje la cabeza atrás, que siga el hilo de saliva que dejó su voz al buscar, albricia, tesoro ciego, porque, al decir de María Negroni, «no ver es hermoso». Al fondo, sigue el poema, al fondo se desgaja. Al fondo mi dedo, me dice, mi dedo se hunde en tu zona blanda «¿es ácida? ¿es amarga?».

Y estando ahí, en ese espacio abisal, acompañado del poema, solo puedo decir que esto es suficiente. ¿Por qué no lo sería? Al lado opuesto de mí, otra persona preferirá las respuestas en ese lugar donde las preguntas crecen y prosperan en tierra fértil. En uno de los poemas finales de Yllu (Lom, 2015), un libro posterior de Soledad Fariña, nos encontramos con este fragmento: «¿Fue ese fraseo mi alucinación de despedida? ¿Fue Ella quien trajo estas palabras a mi último aliento? ¿O fui yo quien las dijo aguzando el deseo?». La duda se fortalece y es protegida con recelo, como esa cáscara porosa que guarda la naranja. Si me arriesgo un poco más, el descubrimiento es que la única certeza es la falta de certezas. Pero no solo eso: es la despreocupación por la falta de certezas. Un continuo salto al vacío que no teme estrellarse contra el suelo y, en cambio, flota con levedad sintiendo todo a su paso. Sin dirección aparente, el deseo y la erótica de la obra se abren y nos invitan a recorrerlos.

Al dedicarse a la construcción de un lenguaje propio, de una sintaxis, de un imaginario singular, Soledad Fariña nos ha ofrecido una obra que, a pesar de los años, se ha mantenido sorprendentemente contemporánea. Libro a libro, su poética ha apostado de lleno a la intuición, esas pequeñas resistencias al sentido y a la convencionalidad que confían en el trabajo del lector y que, de paso, han asegurado su perdurabilidad. Incluso en este libro, la posición de la duda sobre el propio discurrir del poema se mantiene abierta y signa la propia preocupación de un leitmotiv que se despliega como una prueba. Y esta duda también podría coincidir con la pregunta que nos ha fascinado de la obra de Soledad desde la primera vez que nos encontramos con ella: «¿qué sintaxis qué paisajes que mis ojos no vieron / quieren brotar de estas aguas?».

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Qué lengua piensa mi lengua. Algunas palabras a partir de Albricia de Soledad Fariña

Por Emilia Pequeño Roessler

Albricia, así, sin s, es el modo en que Soledad Fariña titula esta búsqueda en el tacto. Un juego que se construye en el vaivén de las vocales en la lengua que tuerce y moldea la palabra. Transformaciones, dislocaciones, calces, huidas. El recorrido de la voz es un viaje lúdico hacia algo que podría parecerse a un origen. “Cimarrona de planicies rosadas / te monto / y mi pelaje oscuro se incrusta / en tu sedosa blanca // Cada salto una albricia estremeciendo / el Anca”. La fisionomía es dicha. La mano, el ojo, la boca palpan, preguntan, desplazan hacia la lengua. La lengua agencia el juego. Todo orden en función de la expresión de significados es removido por este músculo. Confusión del yo en el tú que obliga a decir más allá del pronombre, cruzar la línea de la semántica y la gramática “una y otra vez/ sin poder rescatarla / esta sintaxis”. Al no estar quieta, la lengua es el lugar del nosotros. Precisa una ordenación propia; la compresión de lo dicho y el espaciamiento en la hoja serán formas de esta inquietud. 

Para Mistral la albricia es “suerte, hallazgo o regalo”. Así lo anota en un comentario al pie del poema La gracia, donde hace referencia al juego de su infancia, a cómo en la búsqueda un objeto singular se apropiaba de la palabra plural albricias, evaporando la s, como se hace en el habla chilena: “La feliz criatura que inventó la expresión donosa y la soltó en el aire, vio el contenido de ella en pluralidad, como una especie de gajo de uvas o de puñado de algas, y en plural la dio, puesto que así la veía”. La confusión de lo múltiple con lo uno en el juego define, así, la experiencia de una búsqueda común. Se construye un colectivo que en su unidad no pierde lo múltiple. 

Podría nombrarse en términos de una comparecencia, al modo en que lo hace Jean-Luc Nancy, donde el tú se reparte en yo y los cuerpos no son otra cosa que aquello que potencialmente son en conjunto (Nancy, La comunidad inoperante). El sustantivo colectivo del que Mistral habla parece ser una idea afín al “ser singular plural” del que se vale Nancy para hablar de la constitución del ser a partir de la coexistencia: “El ser no pre-existe a su singular plural. Más exactamente, no preexiste en absoluto, como nada preexiste: sólo existe lo que existe” (Nancy, Ser singular plural). Esto es, el ser no existe antes de su existencia común al mundo. Existir es participar de una existencia con el mundo. “Ser singular plural quiere decir: la esencia del ser es, y sólo es, como co-esencia […]. La co-esencialidad significa la participación esencial de la esencialidad, la participación a la manera de conjunto, si se quiere. Lo que aún podría decirse de este modo: si el ser es ser-con, en el ser-con es el «con» lo que da el ser, sin añadirse” (Nancy, Ser singular plural). 

Hallazgo en el lenguaje, el uso de la palabra esencia por Nancy difiere y no de la forma en que Fariña la usa. En ambos casos, es, de alguna manera, aquello que constituye la cosa, lo que hace posible identificar al ser y que se encuentra repartido, solo existe en la medida de que hay un «con». 

Para Fariña, la esencia aparecerá como aquello de lo que la lengua pide saciarse, donde la lengua es tanto órgano del gusto como de la palabra.  La esencialidad y la forma en que participa a modo de conjunto la esencia será, entonces, un asunto de la lengua: “Corre mi lengua a tu pezón/ para probar las gotas // Corro a buscar la miel/ Unto comisuras de miel // Lleno el hueco de tu pecho con flores”. Órgano inquieto, se extiende hacia el mundo con el que existe. La saciedad solo puede darse en la medida de una exterioridad que se hace propia, en la medida de la diferencia. El hueco, la grieta, el poro que la albricia abre y llena, bastante de sí. También la herida, la fisura que es el pliegue de aquello que se estría. La noción de lo no unitario tiñe la superficie y la transforma en el ensamble de dos que no pueden ser uno. En esta búsqueda del tacto, como hemos llamado a la albricia, será la irregularidad el lugar donde la palabra anide: imposible pensarla en términos distintos a la textura. 

Lengua es también órgano del tacto, aquello que posibilita alcanzar un tú en el yo, la diferencia y la confusión. La articulación de las palabras es pliegue que distingue la materia que se ensambla, señala la apertura entre las funciones alternas de la primera y la segunda persona. Tocar no es otra cosa que la promesa de yo alcanzarte. La boca llena de esencia y de palabra. “Intento abrir al ritmo de mi abdomen// un huevo a la palabra / Se encabritan las olas / de mi cabeza / aúllo / aúlla // el celador / pliegue / de mi memoria”. El crujir de la voz es signo e idioma de la apertura. El pliegue porta no solo la palabra sino que la memoria, la acumulación del tiempo propio que intenta verterse al mundo. Las funciones se dispersan, como bien se dispersan los pronombres. La confusión no viene a atentar solamente contra la separación de un yo y un tú, sino que se apropia de los límites de cada cosa en el lenguaje inestable, la palabra es también múltiple y no repara en la fijeza: “Acogen los labios/ en su prisión el hueco de esta lengua//muda quedamos // (el hummus cenagoso no se cuaja en palabra)”.

La imposibilidad de articular un singular plural queda dicha en la forma singular del adjetivo mudo, «muda», y la forma plural del verbo quedar, «quedamos». No basta la palabra para dar con el lugar, no hay un verbalidad capaz de dar con esa esencia. Solo queda su apertura. Así la estría se mantiene estría, lo dos no puede ser solo uno, la diferencia constitutiva de la co-esencia resiste a todo encuentro con el lenguaje. No hay fusión posible y sin embargo hay intento, pregunta, juego. “(Qué lengua / piensa mi lengua / caracoleando perdida esta razón/ Qué esencia / aflora de la ciénaga verde)”. La irresolución de este problema es auspiciosa. Una lengua que debe tantearse a sí misma y al mundo que comparte, buscando saciarse de esencia. En ese tanteo abre las palabras, la capacidad de decir yo o tú para denominar una existencia que no es sino común. Como señala Jacques Derrida en el ensayo ¿Qué es poesía?, no hay poema sin accidente, no hay poema que no se abra como una herida. En la escritura de Fariña la imposibilidad, el error, la herida es la ocasión de la albricia.

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