Denominación de origen: entusiasmo y deserción a la chilena

El arte despliega lo genuinamente universal en la particularidad de lo sensible. Las obras memorables saben imprimir en un plexo idiosincrático, el sello de un concepto orgánico a la experiencia común. Cuando se conoce el argumento de Denominación de Origen —película de Tomás Alzamora, radicalmente chilena, estrenada el 2024 y éxito de taquilla— es natural pensar que se trata de un cuadro cansino de costumbrismo, como episodio de Tierra Adentro arrastrándose por el domingo. No obstante, al experimentarla en la pantalla, se observa el hilado entre lo provinciano y una fibra profunda y ancha de nuestra historia. De pronto vemos en miniatura la trama de entusiasmo y deserción que ha sido Chile por todos sus flancos. Y ese reflejo que irrumpe a través de la comedia, ilumina el claroscuro de nuestras frustraciones, purgando su amargura.
La película que oscila entre el falso documental y una ficción basada en hechos reales, cuenta la historia de un movimiento social de la ciudad de San Carlos, cuyo objetivo es obtener la denominación de origen para la longaniza de la zona. Enfrentan la rivalidad del gremio en Chillán —ciudad que siempre le ha hecho sombra— y el peso de la burocracia. Prescindiendo de actores profesionales, la película muestra su faz de comedia anudando el entusiasmo de la acción colectiva con una precariedad pueblerina cargada de tropiezos. Una dirigente surgida de la marginalidad, un huaso de chilenidad ininteligible, un abogado chucheta y un DJ promesa de la ranchera se erigen como vanguardia de una causa que transita entre el anhelo de reconocimiento y la expectativa de prosperidad.
La trama se acelera cuando la longaniza de Chillán obtiene la denominación de origen y el Movimiento Social por la Longaniza de San Carlos (MSPLSC) tiene sesenta días para apelar. Entre eventos para reunir fondos, recopilación de informes técnicos e históricos y la constitución formal del gremio de los longaniceros de San Carlos, la victoria emerge en el horizonte. La visita ante ministro de fe de una chef internacional eleva de reconocimiento externo —ese que tanto disfruta el chileno— al producto estrella de San Carlos. La trama se humaniza con la biografía de los protagonistas. El Tío Lelo, huaso longanicero, aprende a leer acosado por una enfermedad que avecina su muerte. Luisa, líder del movimiento, recuerda que llegó a San Carlos tras un amor que la dejó. El DJ fuego exhibe los oficios variopintos con los que se gana la vida. Viñetas verosímiles del Chile anónimo que cada tanto amplifica su rostro.
La película, finalmente, nos confiesa que es la historia de un fracaso. Un fracaso autoinfligido, inmanente, tan evitable como evitable sea el temor que genera el cambio en las comunidades que lo invocan. No son los enemigos externos —Chillán o la burocracia— quienes frustran el proyecto, sino que la fractura del propio gremio. Un cisma arquetípico ante los cambios importantes, generado por la incertidumbre, los costos de la transición y la suspicacia por cómo se distribuyen. Es la cabeza de Jano que mira al mismo tiempo a lo que se puede perder en el pasado y a lo que se puede ganar en el futuro, sin mediar un cálculo, sino que inflamándose entre pasiones irreconciliables. Y en medio de las copas rotas los líderes ven derramarse su ilusión, preguntándose para qué el esfuerzo invertido, cómo puede llegar tan lejos la mezquindad y de qué manera reinventarse en la derrota.
Uno de los mayores méritos de la película es su capacidad de animar este arquetipo de forma ecuménica, sin encadenarlo a ese proselitismo lúgubre tan machacado por el cine nacional. A primera vista, la película evoca a los movimientos locales de Freirina o Aysén, pero ajeno a su violencia antagónica al Estado central. La lucha del MSPLSC es con el fantasma de una identidad local que existe sin cuerpo visible y que brega por dotarse de uno a los ojos del mundo. Al mismo tiempo, el conflicto se articula en torno a la defensa de una tradición cultural que, mutatis mutandis, podría tener eco en los defensores del rodeo, la denominación de origen del pisco, el reconocimiento de una lengua indígena u otras causas de tinte conservador o nacionalista.
En otra escala, reverbera en la película el proceso constitucional gatillado por el estallido del 2019. La promesa de un pueblo puro emerge en el rostro de sus protagonistas y el desenlace evoca la perplejidad producida por un plebiscito de entrada masivamente favorable al cambio constitucional y un plebiscito de salida masivamente contrario a la constitución que se propuso. La película entrega una clave para entender este episodio, puesto que en ella no aparecen militantes doctrinarios y predecibles, sino que ese pueblo de opiniones volubles al vendaval de emociones que el cambio histórico arremolina. Mediante el humor como didáctica, el largometraje ofrece una lección de psicología política que nos ayuda a entender su análogo a gran escala.
Pero la convocatoria de Denominación de Origen no se agota acá. Para quienes creemos que el Chile de los treinta años fue un episodio excepcional de progreso atrofiado a medio camino, la travesía de los sancarlinos por el entusiasmo y la desilusión empatiza con esta lectura del devenir del país. Con personajes extendidos en el tiempo, en los gobiernos, los partidos y los movimientos de masas, existen razones para sostener que nuestro país tuvo actores que se asustaron y confundieron en el ápice de las transformaciones, produciendo una serie de políticas (y falta de políticas) que detuvieron la marcha hacia el desarrollo. A partir de los gobiernos de la segunda década de este siglo, en razón de que el sistema no estaba logrando todo lo que queríamos, le impedimos hacer lo que ya estaba haciendo y lo que podía llegar a hacer, en un intento de que nos obedeciera arbitrariamente. No obtuvimos nada mejor, y más que platos se han quebrado a causa de la subsecuente frustración.
El largometraje de Alzamora refleja esta experiencia transversal a distintas sensibilidades políticas sin caer ni en la abstracción deslavada, ni en una reconciliación fraudulenta. Estas experiencias, con todo lo que comparten, representan visiones divergentes sobre las cuales se alzan conflictos profundos. Sin embargo, su capacidad de amplificar este elemento común en una película cargada de nuestra cultura es lo que la hace radicalmente chilena. En cuanto a la tradición cinematográfica que la abarca, entendió cómo vincularse y diferenciarse acertadamente de ella. Tiene algo de la melancolía derrotista del cine que lamentó el golpe, la dictadura y la transición, pero su elemento es la comedia y no se precipita en el panfleto. Visibiliza a minorías, como la dirigente Luisa Marabolí de sexualidad disidente, pero no hace de ello una monografía. Tampoco pretende estandarizar nuestros dramas nacionales para exportarlos al exterior, sino que se inscribe con soltura en los códigos locales.
Se agradece esta sorpresa en el contexto de un cine chileno que parecía incapaz de ofrecer algo que no consistiera en repetir fórmulas o innovar sin raíces. Por estos motivos merece un puesto destacado en nuestra cultura cinematográfica, que se irá confirmando cuando la vocación por los sueños rotos nos vuelva a poseer y Denominación de Origen nos recuerde que es mejor experimentarla como comedia que como drama.