Andrea Giadach, directora de La música de Diana: “Así como Diana Arón encarna a muchas mujeres desaparecidas, Palestina encarna a muchos pueblos colonizados”
“Esta periodista víctima de la dictadura es, a la vez,
muchas mujeres desaparecidas en ese período y, hoy, muchas periodistas en Gaza.
Son voces que visibilizan la realidad y que son silenciadas de manera flagrante”, señala la directora teatral Andrea Giadach en esta entrevista.
Este jueves 25 de septiembre llegó al Teatro UC, La música de Diana, la más reciente creación del Colectivo Natuf, dirigida y escrita por Andrea Giadach. La obra permanecerá en cartelera hasta el 4 de octubre, con funciones de miércoles a sábado a las 20:00 horas.
Inspirada en la vida de Diana Aron Svigilsky, periodista chilena-judía militante del MIR, detenida y desaparecida por la DINA en 1974, la obra se pregunta: ¿Cómo se despide un cuerpo sin ese cuerpo? En escena, cuatro mujeres —Shlomit Baytelman, Alejandra Díaz Scharager, Eleonora Coloma Casaula y Simona Ibarra— realizan un rito de duelo pendiente para Diana, entrelazando la memoria chilena de los años 70 con relatos y cantos de mujeres palestinas que hoy también enfrentan desapariciones sin rituales de despedida.
El montaje forma parte de la línea de investigación escénica del Colectivo Natuf, que en su obra anterior El Círculo abordó las tensiones entre identidades judías y palestinas. En esta nueva creación, el colectivo profundiza en cómo se configuran y fracturan los relatos identitarios en contextos atravesados por la violencia política, la desaparición forzada y la memoria. Desde ahí, emergen preguntas sobre quién tiene hoy el derecho a despedir, a doler, a recordar, abriendo la escena de esta temporada a las voces contemporáneas de Palestina.
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– Han trabajado previamente tensiones entre identidades judías y palestinas (El Círculo).
¿Cómo dialoga esta obra con esa búsqueda anterior?
En nuestra primera obra, El Círculo, trabajamos justamente desde esas tensiones como material creativo. De hecho, lo que expusimos en escena fue, sobre todo, nuestro proceso de investigación, donde se escenificaba la confrontación de miradas antagónicas y su devenir: nuestras contradicciones y los cambios experimentados en el camino. Nos planteamos la pregunta: ¿hasta qué punto generamos otredad por miedo al rechazo de la propia comunidad? Y en un momento logramos establecer una mirada ética común, con el fin de delimitar hasta dónde puede haber aceptación o un fuerte rechazo frente a las acciones de colonización de asentamiento, por ejemplo.
Esta vez, en La música de Diana, partimos desde ese camino ya recorrido, poniendo en el centro la importancia de una figura judía que experimenta un giro de mirada en su vida a partir de su experiencia en Israel y su relación con el pueblo palestino. Como directora palestina, me interesó situar lo no obvio desde mi lugar de resistencia, proponiendo una puesta en escena que se funda, en primera instancia, en esta mujer sorprendente —Diana—, en su ser judía y en su compromiso social.
En escena, Alejandra Díaz y Shlomit Baytelman se sitúan generosamente desde ese lugar, hablando desde su autocomprensión judía sobre el presente de Palestina. Tras los ataques de Israel hacia la población civil palestina, no queda duda de nuestra mirada común: las tensiones que en algún momento surgieron respecto de qué posición exponer en escena quedaron superadas por el contexto actual. Esta mirada compartida también se escenifica en el resto del elenco y equipo creativo chileno: Eleonora Coloma y Simona Ibarra.
Diría que las tensiones tienen más que ver con las contradicciones ideológicas entre el allendismo y el mirismo, y con la pregunta de cómo se es judía hoy frente al genocidio en curso y la impunidad.

Fotografía: Nicolás Calderón
– En la obra, Diana se convierte en una figura múltiple y colectiva. ¿Qué riesgos y potencias se encontraron al expandirse más allá de su biografía?
Diana es un soporte estético y ético que nos permite ampliar su imagen hacia muchas otras mujeres, en Chile y en Palestina. Esta periodista víctima de la dictadura es, a la vez, muchas mujeres desaparecidas en ese período y, hoy, muchas periodistas en Gaza. Son voces que visibilizan la realidad y que son silenciadas de manera flagrante.
A través de la figura de Diana, que se expande, podemos dimensionar la violencia de reprimir y asesinar periodistas para negar la posibilidad de la información. Israel lo hace hoy con ferocidad, calificándolos de “daños colaterales”, lo que a mi juicio lo vuelve aún más perverso.
– La obra conecta la memoria del duelo inconcluso en Chile con la masacre que hoy vive Gaza. ¿Qué resonancias o reconocimientos ha implicado llevar esa herida sobre el escenario en este contexto político?
Este cruce busca consignar la necesidad de revisar la historia de manera constante; instala pasado y presente en la gestación de un trauma colectivo. Es una interpelación a nuestra mirada: los hechos que ocurrieron y que siguen abiertos en Chile se repiten hoy en Palestina, solo que esta vez de manera sobreexpuesta y, por ello, doblemente impune.
De algún modo, mediante la puesta en escena —sin querer ser pretenciosa— proponemos un gesto: la invitación a reconocer lo pendiente y, al mismo tiempo, a reconocer nuestras acciones en el presente y el lugar que ocupamos en el mundo frente a la repetición del terrorismo de Estado. Ayer en Chile, sostenido por civiles, militares y por EE. UU.; hoy en Palestina, sostenido por el Estado de Israel, por gran parte de una sociedad civil militarizada y, nuevamente, por EE. UU.
Este cruce es un llamado a no negar lo ocurrido ni lo que ocurre hoy, para que, desde la potencia de los actos simbólicos y de la microhistoria, podamos abrir la posibilidad de cambios.

Fotografía: Nicolás Calderón
– ¿El duelo sigue siendo un privilegio de pocos?
En este país se ha negado el rito de duelo a miles de familias que, hasta el día de hoy, no saben dónde fueron arrojados los cuerpos de sus parientes. Esa sola frase ya suena casi fantasmagórica: la pienso y no puedo creer que hayan pasado tantos años en que un aparataje ha protegido a los criminales mediante el silencio. Esto ha propiciado el negacionismo de las nuevas ultraderechas.
Pienso en la educación censurada en tantos colegios. Pienso también en la educación israelí, sostenida en una base victimizante que permite negar el genocidio actual y, desde el inicio mismo de la ocupación, negar la existencia de la población nativa palestina. Pienso en el supremacismo que sostiene ese negacionismo: un supremacismo en el que sólo algunos tienen derecho a ser víctimas, a exigir y ejercer una justicia a su medida, a raptar los cuerpos del enemigo construido y negar los ritos de despedida.
Debo decirlo con claridad: Israel, al igual que ocurrió en Chile, ejerce el castigo colectivo de no entregar los cuerpos de personas palestinas que mueren en cárceles, sin juicio alguno.
-¿Qué implica para ti nombrar y poner en escena a Palestina, en un momento marcado por la polarización?
Instalar el nombre Palestina es un acto de resistencia hacia la borradura que se realiza desde el año 48 —e incluso antes—, con la declaración Balfour (1917), donde los británicos dan carta abierta a la colonización de ese territorio y su forma de vida, y por supuesto la cultura.
No podemos dejar de nombrar Palestina, el sionismo ni siquiera la nombra, dice los territorios, y a los palestinos les dice los árabes. Es una de las tantas estrategias de borradura para que se cumpla lo que dijo Golda Mayer: “los viejos morirán y los jóvenes olvidarán”. Pero no se esperaban que hubiese tal nivel de Sumud, de resistencia palestina, porque no se esperaban encontrar un entramado cultural tan potente de resistencia.
Nombrar Palestina es nombrar el paradigma de la hegemonía y la otredad que operan en el mundo. Nombrar Palestina es nombrar el movimiento decolonial. Así como Diana Arón encarna a muchas mujeres desaparecidas, Palestina encarna a muchos pueblos colonizados.
Si bien podría interpretarse como un acto de polarización el nombrar Palestina, creo que hay momentos en que la postura debe ser clara y enfática. Nombrar Palestina es, simplemente, rechazar la propuesta hegemónica del colonialismo que, bajo la máscara de una democracia, esconde la industria de las armas y de las inmobiliarias que buscan instalar sus negocios en Gaza.
-¿Qué lugar le das al teatro en las batallas culturales que se juegan hoy, aquí y en Medio Oriente?
Pienso que el teatro es la plataforma donde se puede instalar una resistencia cultural muy concreta. Al ser un arte colectivo – que se completa junto al público y en vivo-, tiene la cualidad de articular un presente desde la propia vivencia cultural. En contraste con la propaganda hegemónica —como la falacia de que Israel es “la democracia de Medio Oriente”, el control de las noticias o la censura—, el teatro posee la potencia de situar la microhistoria por sobre la historia oficial. Tiene la capacidad de resituar en el centro la voz de los vencidos, de dignificar y reconocer el testimonio como parte de una historia no contada, pero absolutamente válida.

¿Qué te llevó a elegir la shivá como dispositivo escénico y de qué manera este rito resonó en la experiencia colectiva del montaje?
Durante la investigación ocurrió un hecho muy significativo: falleció el abuelo de Alejandra Díaz. Por supuesto fui a acompañarla, y me encontré con el primer día de la Shivá. Al presenciar la potencia de ese rito, que me pareció profundamente sabio y sanador, le propuse que fuera nuestro dispositivo escénico. Nos ofrecía la posibilidad de estructurar el relato de manera clara y, sobre todo, de concluir simbólicamente lo pendiente: el duelo de Diana y, a través de ella, el duelo inconcluso de tantos.
La Shivá abre la posibilidad de vivir un duelo colectivo en la sala de teatro, de confrontar los propios duelos y, al mismo tiempo, de ampliar la mirada hacia el contexto actual y nuestras acciones en relación con él.
Lo más importante es que se instala un elemento judío potente al servicio de una reivindicación de Chile y de Palestina. Poner “lo judío” en escena es afirmar que la judería —como decía Hannah Arendt— es diversa, diaspórica y crítica. Es liberar al “ser judío” del relato monolítico y patriarcal israelí, porque ser judío o judía no es ser sionista, ni implica lealtad al mandato y a los relatos construidos por el Estado de Israel.
Para nosotras, este rito judío es fundamental: se pone a disposición como receptáculo del duelo de acá -Chile- y de allá -Palestina-, de una manera digna, sin autocomplacencia ni victimización.




