Entre lo íntimo y lo público: Desde el jardín con el delantal puesto

diciembre 14, 2025
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Las mujeres no necesitamos ir muy lejos para escribir. Lo hacemos a partir de lo que vemos y vivimos, desde nuestra cotidianidad y nuestro cuerpo, como se manifiesta en este libro, que reúne los poemarios In situ de la autora Zaida Montero Medina (Mulchén, 1985) y As de luz de Juana Matey (Concepción, 1992). Desde estéticas y experiencias literarias distintas, cada cual va tejiendo una voz autoral entre lo íntimo y lo público. Lo local y la geografía sirven de marco para ubicar y potenciar los textos.

Un fruto que cae del cerezo

El vocablo latino in situ quiere decir en el lugar, en el sitio. Con esta expresión, Zaida Montero deja claro desde dónde escribe. Comienza invocando la fuerza cordillerana, las raíces y la vocación, a veces dolorosa, de parir palabras “como un fruto que cae del cerezo”. Este poderoso inicio sitúa a la hablante en un espacio exterior, al aire libre, y al acto de escribir como un oficio enraizado en el que las palabras pueden ser también frutos sangrientos. Pienso en la fabulosa escritora uruguaya Marosa di Giorgio y su Liebre de marzo, que dialoga con el prometedor comienzo de Zaida Montero en esta primera publicación, mas no primer paso en la literatura.

La autora lleva un tiempo presentando sus textos acompañada de música, ejercicio en que la palabra toma otros rumbos, incorpora otros giros y tonos. Alude, además, a familiares que se han dedicado a las letras con anterioridad. Una de ellas, su prima hermana Lorna Carrasco, escribe también sobre el fruto del cerezo en un texto de 1999 y es invocada desde los epígrafes. La autora extiende su árbol genealógico, estableciendo un nexo con otra mujer cercana que, como ella, escribió de temas similares, ubicándola a la misma altura que Mistral o Teresa Wilms Montt. Así, su prima se hermana con estas grandes autoras, compartiendo página en una serie de citas iniciales. La escritura se instala en el plano de lo privado, de lo íntimo, de lo doméstico, y a la vez de lo público. La invocación es necesaria para abrirse camino en el mundo de las letras, donde el centro y la figura del “autor” masculino con sus grandes temas se imponen.

Son textos que fueron escribiéndose en distintos momentos, en terreno. Son las mismas preguntas planteadas en distintas épocas desde el territorio del sur, entre el campo y la ciudad, inhalando y exhalando profusamente, ya que se puede, pues el aire es puro. De la contemplación gatuna de un animal doméstico al que a la vez se pertenece, se pasa al dejarse engatusar. La palabra gato y sus derivados van cobrando otros ribetes y el animal atraviesa con su mirada los poemas, a la vez que abre preguntas.

El espacio íntimo se conecta con el afuera, las nubes, las hojas que caen y la radio que suena. Riachuelos, semáforos, amores y lobas pueblan estas páginas. Las imágenes en movimiento vertiginoso dan cuenta del ajetreo de la vida que en el sur es distinto, pues siempre están presentes la naturaleza y los árboles. Todo es en el lugar, en el sitio, y así como el gato antes, el vocablo in situ cruza los poemas, los enraiza. En el tránsito entre lo urbano y la naturaleza, ocurre la animalización de la hablante, loba o felina:

invencible, frágil, suave y audaz

y en círculos transito

el olfato de felina mamífera y en manada

solitaria, difusa, estoica o a rienda suelta

Se habla, vive y poetiza desde el Wallmapu, donde sopla el viento puelche, un viento que viene del este y baja por la cordillera. Todo lo observan las araucarias, las “jurásicas”, así como los “raulíes y cipreses abuelos”. Y en medio de eso la digitalización, los chats y los TikTok. En la conjunción de naturaleza y contemporaneidad se mueve la hablante. “Con los árboles puedo hablar”, señala. El ejercicio poético abre más preguntas que respuestas, y estas bien podrían ser respondidas por los pájaros. Entre el jardín y la casa, asume la cultura popular con sus imágenes televisivas, aportando una cuota de ironía y humor.

El trabajo de edición consigue reunir estos textos disímiles y creados en distintos momentos para integrarlos como un todo. Esta primera muestra finaliza de golpe, quizás demasiado pronto, para dar cuenta del camino que aún queda por recorrer y dejar a los lectores a la espera, intrigados y, a la vez, con esperanzas respecto a lo que vendrá después.

Y encima de todo, pagar la luz

El título del libro de Juana Matey hace referencia a un conjunto de partículas o rayos luminosos de un mismo origen. Como si deliberadamente decidiera iluminar aquello que estaba en penumbras. Los epígrafes apuntan a violencia de género, a violación. El primer poema comienza con palabras en mapudungun porque la autora decide situarse también en un espacio geográfico, político y poético, donde el español está salpicado de otra lengua. El “todas íbamos a ser reinas” de los sueños de infancia mistralianos es reemplazado con un “todas desgranábamos porotos”, aludiendo a lo doméstico y a la vez a la genealogía poética de quienes vinieron antes, a las dificultades que implica ser mujer, madre y escritora. Aunque sea a duras penas y pagando el debido precio, hay que ser capaz de ordenar “la mesa como dicta la bandera”.

Parir hijos es como parir escritura y el cuerpo es también textual, es página. Tras los “hijos vivos” están los que no nacieron, porque no se pudo o no se quiso. En un gesto de reapropiación del cuerpo y los deseos, Matey arma su propia genealogía de mujeres que la antecedieron en la palabra. Alude a flores, plantas, frutos, a la cocina y a objetos del trabajo doméstico, como los perros para colgar ropa. La muerte es una amenaza permanente; ya se ha llevado a otras. “Aspiramos a no estar en las cifras de mañana”, apunta, en clara referencia a los feminicidios. Como en Marosa di Giorgio, también aquí la infancia, los juegos, el jardín y sus frutos y flores esconden peligros. Están el viento, los mares, las estaciones y el hecho de seguir adelante, sonriendo, sin olvidar “la muerte de las agredidas”.

Desde el sur, una pena negra se vincula con los símbolos del reciente estallido social, pero a la vez se entrecruza con tradiciones campesinas rescatadas por Violeta Parra en su ‘Casamiento de negros’. Se vive desde el territorio, por el cual pueden cruzar unas vacas. Si en el libro de Zaida Montero es el sitio, el lugar, el eje articulador, aquí es la luz y la oscuridad. Se quiere iluminar, dejar en evidencia, pero la pena es negra como la muerte, hasta los rezos son negros, así como la sangre y la bandera:

La poesía podría ser un dios

si ese nombre no fuera macho

La hablante se pronuncia respecto a la poesía “macha”, entonces su lengua adquiere filo y deja claro que se crea a partir de carnes en estado de putrefacción (quizás el mismo canon literario). Así, el poema ‘Quisiera. s i n m a r g e n’es una especie de manifiesto. El lenguaje es coloquial y la hablante se dirige a un juez (su señoría). Si en la poesía hay que matar al padre, aquí con mayor razón. Se escribe con sangre y por todas, siguiendo la tradición de las brujas quemadas en la hoguera: “¡y sí, sin amo sin patrón sin dios que valga en un templo!”. Y encima hay que pagar la luz.

La vida se plantea como una trinchera, un campo de concentración donde es imperioso seguir con el delantal de cocina puesto y limpiando las migas. La luz también es dar a luz. El sinsentido y la creación de un mundo poético se expresa a través de imposibles y finales abruptos:

estaba de muy mal humor                

la última noche tomó varios años

En ambas autoras, el sur, más que un origen geográfico, es una manera de ver, resistir y reescribir el mundo. Zaida Montero y Juana Matey trazan rutas de escritura que invocan a sus ancestras, desafían jerarquías y afirman una pertenencia: escribir haciendo de sus cuerpos un territorio poético y político.

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