«Vértebras» de Marcelo Arce: un poemario sobre el buen y mal vivir
Entre diciembre de 1979 y diciembre de 1980, Elías Adasme realizó una serie de performances en las calles de Santiago de Chile. La imagen más icónica de estas acciones de arte es la del propio artista colgando de sus pies en un poste del alumbrado público. En un acto extremadamente arriesgado, Adasme reproduce una de las formas de tortura ejecutada por los agentes del régimen. Eran los años más duros de la dictadura y la represión se ejercía con fuerza y descaro. Asesinatos, secuestros, torturas conformaban una práctica habitual dentro del paisaje del horror impuesto desde el golpe militar. Dando por descontada la importancia de la impresionante valentía del acto de denuncia, quiero quedarme con un elemento que une esa acción de arte con la obra que nos convoca: mirar el mundo al revés. Es el sujeto-artista-creador quien se posiciona para mirar y formar parte de un paisaje del horror.
La imagen de Adasme colgando de un poste es la portada de Vértebras, cuarto libro de Marcelo Arce. Se gatilla así no solo un llamado a no olvidar, sino que también la reiteración del gesto de insistir en esa otra mirada, la que ve el mundo al revés. Es el sujeto observante quien se ubica en una posición invertida, no es el paisaje el que ha cambiado de lugar. La inclusión de esta fotografía en la portada, me permite identificar un llamado de alerta ante la posición de la materialidad corporal y, particularmente, de la mirada. Marcelo Arce mira y escribe heterotópicamente. Es decir, desde una diversidad de lugares otros, donde confluyen diversos espacios, discursos y tiempos. Una temporalidad que necesita retroalimentarse del pasado porque la misma episteme represora sigue actuando para conformar al mundo a su arbitrio.

Marcelo Arce ha dado un giro importante en su escritura. Desde el barrio, la población, San Bernardo, su poemario transita hacia una Latinoamérica andina habitada por minorías: obreros, campesinos, indígenas, niños barriales. Un conjunto de sujetos marginados y violentados a través de más de un siglo.
La escritura elabora un mapa intervenido por la cordillera de Los Andes, una suerte de columna, aunada por vértebras que marcan una ruta de reciprocidades: Chile, Argentina, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela. Territorios unidos por la furia oligarca, por su dependencia imperial y su voluntad genocida. Latinoamérica o Abya Yala, surge acá como un lugar de muerte. Arce explora en la necropolítica, donde la vida es subordinada al poder de la muerte, o más bien dicho al poder de decidir quién puede vivir y quien debe morir (Achille Mbembe).
La entrada del volumen convoca un país, Chile, una casa de barrio, un niño que espera su turno para la tragedia mientras son asesinados Rodrigo Rojas de Negri y Carmen Gloria Quintana, a la vez que muere en el incendio de la cárcel de San Miguel, Bastián Arriagada, preso por vender cedés pirata. Diversos tiempos conforman una línea discontinua de resistencia a la muerte, que nos conecta con la anterior poesía de Arce. A partir de este pórtico, que unifica dictadura y posdictadura en su pulsión de muerte, el volumen se abre hacia una temporalidad cíclica, ya no situada en Chile, como se ha dicho, en Latinoamérica.
En este segundo encuadre territorial, surgen escenas que nos remiten a los caídos en resistencia, matanzas obreras, represión policial, gobiernos corruptos, marchas populares, proyectos de autonomía obrera, pero también un paisaje donde la tierra y el agua otorgan arraigo y un sentimiento de bienestar. La tragedia y la tristeza se imponen, otorgando al verso la cadencia triste de una samba o un huayno. Una playlist de cantos o melodías que remarcan un ritual de ofrenda a las divinidades. ¿Cuál es, entonces, la ofrenda? La crítica social.
La voz directa del hablante se manifiesta tanto como la voz de los subalternos. Ambos registros si bien coinciden en exponer la condición de rabia y miseria de los pobres del pueblo andino, también se distancian en su posición de actores y testigos.
Aun así, firme en su derecho a la palabra y el desacato, el tenor de los versos resulta impregnado de rabia y deseo: “Demolamos el virreinato/demolamos a Dina Boluarte/ demolamos las antenas, gasoductos/ y la estación del tren/ tatatata yayayaya” (31). Me parece relevante destacar la presencia de la reiteración del enunciado final que remite a la canción “Demoler” (1965) de la banda de punk peruano Los saicos. La cita es notable y permite establecer nuevamente las coincidencias entre el pasado y el presente. Donde el deseo de equidad se impone con ira.
Pienso entonces en cómo Arce trasunta en su escritura tanto ira como calma o una discursividad del bien vivir. Esa utopía de la que nos habló Aníbal Quijano que nos convoca y que nos remite a la resistencia indígena ante el colonialismo y a la solidaridad entre personas y la naturaleza, generando desequilibrios irreversibles y despojo de territorios a pueblos indígenas.
Pienso también en la conexión de esta escritura con la migración. El infame discurso de la ultraderecha nos ha convencido que la figura migrante, como tantas otredades, constituye una amenaza. Para esta escritura la migración emerge en la voz del hablante lírico, quien transita por cada una de las vértebras del oriente continental. Esta voz migrante, se empapa de lenguajes otros, pero principalmente observa desde dos posiciones que en el fondo son una: dentro y fuera de aquella realidad. Esta escritura anula la otredad como amenaza y revela que somos parte de un mismo territorio, con disonancias que marcan una diferencia cultural, pese a ello, constituyentes de una unidad.

El latinoamericanismo que opera como eje textual de este poemario, implica una ruptura de los márgenes territoriales que imponen fronteras y con ello una apertura hacia un paisaje común donde se reúne el acá con el allá. Recuperando una memoria del subalterno/a, que nos impele a una toma de consciencia política.
Cada una de las secciones del volumen se abre con una breve estrofa que dice: “fricción/ como el autito rojo de la infancia/ el matute punza brígido/ arde el borde en la frontera”. Este fragmento no solo nos devuelve a la poesía anteriormente escrita por Arce, sino que convoca la imaginería infantil, adherida a una escena de adultez. El matute, en chileno se refiere a contrabando, por tanto es el propio hablante quien se asume como un cuerpo/matute que cruzará la frontera de manera ilegal, punzando “brígido”; coloquialismo chileno que alude a lo intenso o peligroso.
El verso corto, callejero, el habla popular chilena, la referencia a la dictadura chilena, quedan atrás en este poemario. No se trata de una pérdida sino de una apertura hacia el fuera. Salir de casa y convivir con las vidas y demandas del mal vivir de otros pueblos del continente, nos permite rebobinar la historia del continente y de paso remarcar la permanente lucha del pueblo. Afirmando, además, la negación a la división geopolítica entre diversas naciones. Arce gira poéticamente hacia Latinoamérica, constatando una hermandad subalterna a través de un modo de escritura que convoca lenguas de pueblos originarios, ecos de una sintaxis ajena a la impuesta por la dictadura de raíz hispánica, apegándose a un paisaje no urbano y una musicalidad constante y espesa. Asimismo, Marcelo Arce desafía la linealidad temporal mediante el eterno retorno de la violencia patronal. El verso, finalmente, se une a una concepción holística, tal como ocurre en la dimensión religiosa de los pueblos andinos, logrando con ello un estado espejo entre un continente unificado y una visión de mundo donde no hay partes sino un todo.



