/ por Chico Jarpo
El 2015 hubo algo así como una violenta erupción volcánica en las redes sociales. La lava que manó a chorros de un cráter, ya por largo tiempo activo, señalaba la consolidación de la cultura de los treintañeros a nivel global. Un primer contacto con ese magma lo vimos el día en que Marty Mcfly volvía del futuro. Ahí, como nunca, ocurrió un fenómeno tan transversal como contagioso: personas de la más diversa calaña se habían sumado a esa especie de efímero culto en torno a la película. Se prepararon eventos, fiestas temáticas, y reuniones clandestinas en las que sus miembros buscaron la forma de rendir su homenaje personal al acontecimiento. Las noticias dedicaron bloques al repaso de aquella escena en que el taxímetro enchulado del delorean coincidía con el día del calendario en curso. Esta súbita y desbordada euforia que invadió los medios posee ciertos rasgos latentes que no estaría mal examinar.
En primer lugar, es interesante cómo este torrentoso entusiasmo se sustenta de manera formidable en la propia lógica que propone el film. La trilogía opera a través de un constante juego de paralelismos en donde pasado, presente y futuro, comparten regularidades estereotipadas. De esa forma, el antagonista tiene una versión igual de repulsiva en el lejano oeste, mientras que los Macfly siempre se encuentran marcados por un hado que los determina hacia la cobardía y frente al cual el protagonista se revela con tenacidad, pese a pertenecer a esa timorata estirpe (una producción genuinamente estadounidense no puede dejar de exponer aquella inveterada tensión entre predestinación e iniciativa personal que caracteriza las líneas más reconocibles de la moral burguesa liberal). Es en esa consciencia del aquí y ahora en donde uno de los elementos determinantes para distinguir el pasado del futuro son los objetos cotidianos. A través de ellos se busca asombrar al espectador, ya sea por avanzados o por rudimentarios. El origen de una gran marca actual contrasta con el desarrollo futuro de otra, generando así una continuidad de consumo reconocible. Esta sensibilidad obtenida mediante la identificación con ciertos productos establece una suerte de genealogía del logo, que funciona como brújula para orientarse dentro de la temporalidad del mundo.
Es en ese terreno donde la película se convierte en una puesta en escena, o en abismo si se prefiere, del propio imaginario en el que se inscribe. Uno lleno de afectos y nostalgias, en el que, de forma tautológica, su evocación, pareciese ser un efecto programado de antemano. La reacción del público ante la icónica escena se presenta así repleta de un sentimiento que sintoniza a la perfección con el espíritu que circunda el film. Frente a ella el espectador se siente también un viajero del tiempo. La cinta que versa sobre aquella fantasía de transitar libremente por distintas épocas, lo empuja ahora a observar con esa arrebatadora ternura con que el adulto mira su infancia, aquel pasaje de su niñez en que por primera vez presenció esa imponderable cifra en el tablero de la máquina del tiempo y fue incapaz de imaginar su estar en el mundo cuando la fecha adviniese. El acto de ¨Regresar al futuro¨ a partir del fotograma aludido, sincroniza la experiencia íntima del pasado del adulto con el estado actual de las cosas, confirmando la línea homogénea del tiempo que impone la cultura dominante.
Es, de igual modo, del todo sugerente que una modalidad económica tan arraigada y contemporánea como aquella que determina la onerosa relación entre crédito y endeudamiento, contenga en sí misma una concepción tan acabada del tiempo como cláusula operativa. Es al interior de esa dinámica donde la permanente especulación entre presente y futuro se manifiesta de un modo tan implacable como voraz: “gaste lo que no tiene hoy y pague con lo que pueda mañana”. No existe método más eficaz para quedar supeditado a la máquina hegemónica, ese enorme aparato que administra el valor de nuestro tiempo, que aquella fórmula que tiraniza el presente y el futuro mediante la inmediatez de la adquisición, atando a los sujetos alrededor de la mórbida bobina de un delirio de consumo permanente. El arrebatador sentimentalismo que envuelve a estos productos cuyo valor simbólico radica en su capacidad de transportarnos al pasado, posee una inquietante resonancia con aquella práctica constitutiva de la economía actual.
La guerra de las galaxias o la fuerza de la sangre
No ha sido otro por cierto el revuelo que causó el estreno de la última entrega de la saga de La guerra de las galaxias. La nombro así ya que creo que es imperativo defender la traducción. Sobre todo, porque fue ese ejercicio el que permitió, sin querer, o en parte deseándolo, que es el modo en que a veces trasvasamos los sudakas, que “Arturito” y “Tripio” emergieran del tosco sistema de nominación serial del que provenían (R2D2 Y C3PO). El diminutivo, certero en la caracterización del personaje, dotaba de encanto al afable robot chico, mientras la vecindad de los sonidos ásperos de la oclusiva y la vibrante (TR) calzan a la perfección con la personalidad flemática y arrogante del androide enchapado y protocolar.
Parte de la expectación que generó el film tuvo que ver con la promesa de regresar a la estética y el aura (y en La guerra de las galaxias es prácticamente imposible disociar la una de la otra) de la trilogía original. Esta ansiedad recrudecía ante la sola posibilidad de que la nueva entrega lograse restañar las hemorragias visuales que ocasionaron las películas dirigidas por George Lucas en los fanáticos. El desafío no podría ser más sintomático del cuadro que intento exponer aquí. No sólo se trataba de contar una historia antigua de una manera actual, sino que de recrear una experiencia cinematográfica directamente relacionada con la infancia de sus espectadores cautivos.
Sin embargo, es evidente que la última película dialoga con elementos actuales. “La primera orden” y sus monumentales exhibiciones militares aluden sin ambages a los regímenes totalitaristas. Y es una suerte que para los gringos Corea del Norte continúe exportándoles tan longeva referencia. Pasemos por alto el detalle, después de todo, no debe ser sencillo hablar del imperio desde el imperio, por mucho que éste se imagine así mismo desde una galaxia muy, muy, lejana. A pesar de esto, J. J. Ambrams, el director de este episodio, representa una facción bastante progresista dentro de un Hollywood rodeado de escándalos. La palmaria exclusión racial en la entrega de los premios Óscar, sumada a una campaña presidencial con Donald Trump como candidato, son algunas de las temperaturas sociales que por estos días se encuentran caldeando la opinión pública en Estados Unidos. Es ahí donde la decisión de una heroína, un afroamericano, y un latino como nuevos personajes principales adquiere su peso y dirección ideológica. El límite de esta declaración de principios es, sin embargo, siempre predecible. Todo se reduce a una postura superflua (más ahora que la franquicia fue comprada por Disney). Lo que no deja de ser irónico para una saga cuyo principal nudo dramático gira en torno al conflicto entre una tiranía y sus detractores. Lo sintomático es que esa parece ser una regla común en la industria masiva contemporánea. Y es que apenas se adopta una postura específica en el terreno político, termina por hacerse de forma lateral y vacía, dejando siempre intacta la discusión acerca de las estructuras de poder y sus fundamentos. Al “por qué” profundo de la exclusión, se le contesta con la inclusión a secas, irreflexiva y mecánica. Queda claro que el mensaje soterrado de este tipo de posiciones seudo críticas es que, con todos sus defectos, el capitalismo sigue siendo el mejor de los mundos (o de las galaxias) posibles. No es de otro modo, dicho sea de paso, como se plantea la problemática ecológica en una película como Avatar, como ya señaló Zizek, nuestro filósofo esloveno favorito (a decir verdad, es al único que conocemos en ese lado del mundo).
Una de las consecuencias concretas que provoca este afán de superponer la estructura de un film de hace tres décadas atrás con la de uno actual es que ese trasvasije borronea algunos de los puntos nodales que ponía en relieve aquel estrenado a fines de los setenta. En él, uno de las ideas que dan identidad ideológica al guión es que el héroe proviene de un planeta miserable, casi al margen de la galaxia, y aun así logra convertirse en el personaje llamado a restablecer el equilibrio entre las fuerzas antagónicas que propone el argumento. Es decir, Luke Skywalker encarna el ideal de la meritocracia, en tanto representa al sujeto que asciende, y que es capaz, a fuerza de empuje e intuición, ocupar un lugar decisivo en el devenir de la historia. Eso al menos en la primera entrega, a partir de la segunda se nos revelará su linaje, lo que genera una pequeña, aunque no insalvable, disonancia. Esto porque esa misma construcción heroica del sujeto que desafía las hostiles condiciones de su entorno se desplaza en el Imperio contraataca a la capacidad de revelarse contra su prosapia y decidir por su cuenta entre el lado oscuro o el luminoso de la fuerza. Esta tensión ideológica entre herencia y autodeterminación, predestinación y emprendimiento, tarde o temprano se torna obtusa, y se resuelve sublimándose por completo en la subjetividad del protagonista, expulsando su síntesis fuera de las pugnas de poder galácticas. La trilogía tardía pareció zanjar esta cuestión a favor de la sangre, al solucionar de manera bizarra el nacimiento de Anakin Skywalker por medio de una inseminación mística. Esto último en flagrante contradicción con el ideal democrático que inspira la república galáctica. Habría que agregar que esta inclinación hacia la concepción aristócrata del héroe fue un retroceso que curiosamente estuvo acompañado de un despliegue tecnológico de efectos visuales nunca antes visto en la saga. Y aunque sería interesante observar cómo se elabora esta fricción argumental hoy, me temo que el forzoso retorno a la estética de los ochenta sepulte los puntales ideológicos que proponían los films originales. Qué la gran pregunta en esta última entrega intente contestar de quién es hija la protagonista parece ser una pista conclusiva acerca del improbable retorno a ese tipo de disyuntivas sobre la construcción del carácter heroico.
Latinoamérica o el ataque de los clones
Prueba fehaciente de que el virus zika ha existido hace décadas, es la conjetura de que las madres de los publicistas detrás de las dos propagandas políticas latinoamericanas inspiradas en la Guerra de las galaxias fueron sus primeras víctimas. Uno, “El despertar de la energía”, aprovecho el estreno de la película para hacer una forzada analogía entre la “luz de la fuerza” con el reemplazo de las ampolletas incandescentes por las eficientes, con un atolondramiento digno de revista de gimnasia. El otro, fue la campaña de Evo dirigida a modificar constitucionalmente el límite de reelecciones, titulada “Bolivian wars, el despertar del sí”. Ahí lo que se hizo fue simplemente tomar el tráiler y reemplazar las cabezas de los personajes principales por las figuras más prominentes del oficialismo. No está demás decir que existieron quienes celebraron este gesto como una reapropiación digna de aplaudir por las redes sociales.
Por encima de estas menudencias, existe en el trasfondo de la saga aquella dicotomía ya expuesta entre iniciativa personal y derecho sanguíneo que afecta al héroe. Sabemos que esa última es una narración que la clase nobiliaria inventa históricamente para legitimar su dominio sobre los demás estamentos de la sociedad. Pues bien, este es una antítesis que no nos es del todo ajena. Hace algún tiempo una fracción de los “rebeldes” del Instituto nacional, en sincera lucha contra el “imperio” del mercado, sufrió su propio dilema cuando el fin de la selección amenazó las bases de su propia coherencia democrática. Punto ciego entre meritocracia y perpetuación de estructuras segregantes que es, de cierta forma, también el nudo gordiano de la clase política, más allá de las intenciones honestas, o irresponsablemente ingenuas, que puedan tener algunos excepcionales casos en sus filas. Esa pretendida conciliación entre privilegio y socialización, parece imposible de resolver en un sistema en que el individualismo y la competencia se elevan como valores sociales incuestionables.
Y el despertar a la fuerza…
Lo cierto es que la industria cultural nos tiene preparado un arsenal de productos cuyo rasgo principal consiste en echar mano a la cultura global de hace dos o tres décadas atrás con el propósito de provocar un nexo emocional con un público consumidor rendido ante el recurso. El año pasado el estreno de Pixeles o el tan inminente como innecesario retorno de Tres por tres revelan una tendencia a crear contenidos de entretención dirigidos a los treintañeros. La promesa de gozar una experiencia estética que nos conecte con la niñez a través del reencuentro con determinados productos que es, sin ir más lejos, la estrategia comercial que adoptó por estos días el mentado balde de tabletones, llegó para quedarse. Ante sus en ocasiones irresistibles provocaciones, si vamos a acceder a cierta imagen de nuestra infancia, procuremos que no sea la del pusilánime pendejo que consume de forma pasiva e insaciable frente al televisor, sino la del chiquillo malandra, o la de la niña vivaracha, una que se escabulle y trepa lejos de la solemnidad del castigo, esa que desconfía de todo cuento que intente dictarle una conducta prescrita por los adultos, y la que, de vez en cuando, hace caminar esos juguetes chinos con nombres gringos, por el terreno disparejo del pasaje sin pavimentar. De esa forma evitaremos ser el adulto modélico del sistema imperante, aquel que compra ansiosa y compulsivamente todo lo que le venden. Se trata de despertar, aunque sea a la fuerza, de esa modorra que se aproxima.
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