/ por Sergio Domínguez
Hoy
Hoy tengo fe. Una fe incierta e indeterminada, pero fe al fin y al cabo. Fe humana en la humanidad. Fe irracional y alegre. Fe jorgegonzaliana, si se quiere. No es pequeña, pues ninguna fe es pequeña. El punto es que antes de ayer tenía más amargura que fe. Sólo por eso es que creo que vale la pena robarle estas horas al sueño para intentar explicarla contando la historia que la originó. Por eso y porque lo he pensado al menos diez veces durante el día: tengo que contarlo, tengo que escribirlo, tengo que decirlo, tengo que hacerlo, tengo que…
Por supuesto, el pudor es siempre el mayor de los obstáculos. El miedo del escritor a ser insincero o simplemente a ser un mal escritor. El temor de Nina Simone a ser malinterpretada –ese también, ese sobre todo. ¡Pero lo he pensado diez veces, maldita sea! ¡Al menos hoy me parece que diez es una cantidad suficiente como para omitir el miedo y la vanidad!
Hubo un tiempo en el que escribía un diario. Quería aprender a escribir y pensaba que un diario era, momentáneamente, el mejor ejercicio que podía realizar. Me permitía evadir tanto el pudor como la necesidad de inventar una historia para contar. Quería depurar la forma y para eso lo mejor era acotarse a la serie de eventos para nada extraordinarios que constituían y constituyen la trama de mi existencia cotidiana. El diario consistía –me daría cuenta más tarde– en encontrar algo para contar dentro de mi propia vida. Una escritura documental que podía contener cualquier cosa dentro: un chiste, un comentario conspirativo, un diálogo (de sordos), una cita, un poema o simplemente, como pretendo hacer ahora, una descripción de las primeras situaciones que, al momento de llegar la noche y enfrentarme al word en blanco, se me viniesen a la mente.
Hoy retomo el diario para contar estos dos días.
Hoy es un día especial. Hoy tengo fe. En algún momento del día me di cuenta de que me sentía particularmente animado. Creo fue en la mañana, mientras le contaba al Marciano. Justo recibí tres mensajes en el teléfono que me sacaron del sopor de la mañana.
Buenos días mi amigo
Pasado una Buenos días amigo mío
Hasta luego.
También una fotografía que nos tomamos en la estación Irarrázaval antes de que llegara su hermano. Me sentí alegre de recibir este saludo y entonces le quise contar a mi amigo. Me sentí alegre al contarle. Luego seguí trabajando y rápidamente esa sensación se disipó en medio de otras impresiones y preocupaciones más contingentes. En realidad, creo que sólo ahora puedo darme cuenta de que me sentí así. Hace un rato, en una reunión que tuvimos con Marciano y Lila, terminamos entusiasmados hablando de nuestros proyectos, de las cosas que queremos hacer a pesar de todas (¡y no son pocas!) las dificultades objetivas y subjetivas que enfrentamos. Nuevamente, casi sin darme cuenta, estaba alegre. Me di cuenta de que el entusiasmo, la esperanza y la convicción son parte fundamental de la economía de cómo quiero decidir las cosas importantes en la vida. Seguramente, habrá otros días donde esté dominado por otros humores más biliosos y belicosos, pero hoy me sorprendí teniendo fe y me acordé de cómo se sentía. Hoy sólo odio el cinismo y la hipocresía y sobre todo los miedos y los pudores, pues ayer eso hizo que conociera a Phito y hoy, el haberle conocido, me hizo sentir alegre y esperanzado.
Yo, que la mayoría de las veces odio la alegría por no poder distinguirla de la banalidad, me di cuenta de que se puede ser alegre sin necesariamente ser estúpido. Y de que se puede contar la historia de una alegría sencilla sin pretender enrostrársela al resto en la cara como si se tratase de una virtud propia. Por el contrario, contarla como la anécdota que se le cuenta a un amigo o a la compañera que llega agotada luego de una jornada extenuante.
Hoy en la mañana Phito me mandó un mensaje deseándome un buen día. Horas más tarde, me mandó las fotos de su pasaporte, de su cédula de identidad, de su visa y de la solicitud de la TUM (Tarjeta Única Migratoria) timbrada por la PDI y por el Departamento de Extranjería y Migración de Chile, como diciéndome que todo lo que nos contó ayer era verdad, que hicimos lo correcto en no desconfiar y hacer lo que hicimos. Paul Jean-Phito, ciudadano haitiano, trabajador pobre y negro nacido en la ciudad de Port Au Prince el mismo año que nació mi madre, pobre y trabajadora, en la ciudad de Talca. Je suis ton premier ami, your first amigo chileno, le dije anoche en el auto camino al metro. Me gustaría decirle ahora que es cierto que en algún momento desconfié y que incluso tuve miedo, pero que después de nuestro abrazo de despedida ya no tuve ninguna duda, que por supuesto que vendrás uno de estos días a mi casa a comer y yo iré un día con mi compañera a la tuya y compartiremos un pan con huevo o con tomate, o, como ayer, unos duraznos con té… Como sea. Tú me entiendes, Phito.
Ayer
Ayer había salido a andar en bicicleta cuando me encontré con Phito. Estaba satisfecho por haber llegado al Estadio Monumental y de regreso me había venido a la vuelta de la rueda, mirando la calle, la gente, los colores. Conociendo y pensando en las cosas que hay que hacer y en las que quiero hacer. Pedaleando lento y encuadrando fotografías. Primero mentales y luego físicas. En estos casos, me detenía para sacar el teléfono que tenía guardado en un bolsillo y disimuladamente disparaba. Fotos para entrenar el ojo y tal vez subir a instagram. Así fue como llegué a la plaza donde estaba Phito conversando con una pareja de ancianos sentados en una banca, por ahí por Pedro de Valdivia con Rodrigo de Araya.
Así fue como, luego de tomar una fotografía tímida y anodina, me percaté de que los abuelos estaban tratando de interpretar lo que les decía este haitiano al que ellos creían africano y sin pensarlo diez veces me acerqué a intentar colaborar en algo. Hola, sí, do you speak English? No? French? François? No, Je ne pas parle français mais je comprends un pou. Oui. Ok. Do you understand English? Ok. Véamos. Sí. Come on. Acompáñame, veré qué podemos hacer. No, lo que pasa, señora, es que me está preguntando por un cargador para su teléfono, dice que lo necesita para hablar con su hermano, que se iban a juntar aquí hace un rato y su hermano no ha aparecido. Que se le quedó el teléfono sin batería y necesita cargarlo un poco para recibir una llamada telefónica. ¡Pero yo tengo teléfono! ¿Tienes el número? Do you have the number? Yes, your brother. Mmm. No contesta. ¿Dónde se iban a juntar? Where? Here? ¿Seguro que es aquí? A ver. Pedro de Valdivia, en la plaza frente a la Iglesia. Sí, es aquí. Ok. Bueno, trataré de acompañarlo a conseguir un cargador.
Por mi lado, tres o cuatro palabras sueltas en francés y un inglés regular. Por el suyo, aparte de tres palabras en español, un inglés suficiente como para ir mezclándolo con algo de francés y lograr un mínimo común lingüístico. I do the talking, don’t worry. ¿Tiene un cargador Samsung? Mire, pasa es esto y esto otro. Ah, no tiene. Gracias igual. Lo mismo en al menos tres locales donde aún no sé si no me quisieron prestar o sencillamente era cierto lo de que no tenían el puto cargador, que si lo tuvieran ningún problema, pero pucha, mala suerte ah. ¿Cómo te llamas? ¿Phito? Yo me llamo Sergio, mucho gusto. Mira, creo que lo mejor será que vayamos a mi departamento y te paso yo un cargador. I have two and I can give you one. Yes, yes. No problem. Don’t worry Phito. C’est ne pas problem.
Caminando a casa me contó que era haitiano, que le gustaba el fútbol, que llevaba cinco días en Santiago y que no sabía cómo llegar solo a la casa donde vivía su hermano. La casa en la que, para más remate, había olvidado sus documentos. Entonces volvimos a llamar desde mi teléfono al número de su hermano, por si acaso. Nada. Apagado. Era raro pero podía ser perfectamente posible que su hermano también tuviera el teléfono sin batería. ¿A quién no le ha pasado? Me contó que su hermano llevaba cinco años en Chile y que se había venido para trabajar con él en una empresa de construcción. Le comenté que últimamente se veían hartos haitianos por acá y que era importante que anduviera siempre con sus documentos, porque la policía por lo general no era muy compresiva con ese tipo de situaciones. Se lo dije así para no asustarlo. Cuando llegamos a la casa le pedí que me esperara abajo para ir a buscar el cargador. Mi idea era volver a la plaza y pedir un enchufe en uno de esos locales para estar cerca por si llegaba su hermano. No me podían decir que no esta vez.
Al cruzar la puerta me puse de cabeza a buscar el bendito cargador extra con la ayuda de Carla mientras le comentaba la situación. Me dijo que por qué no lo había hecho pasar y le dije que no sabía, pero en realidad lo hice por precaución, por temor a que se tratara de un engaño o algo así. Agradecí silenciosamente que Carla me trajera de vuelta a la sensatez y volví a buscar a Phito. Le pregunté si tenía hambre y le ofrecí un durazno que comió de una forma bastante extravagante, mascando su carne y botándola luego en su mano, como si ahora él desconfiara de nosotros y de esa fruta extraña que le habíamos ofrecido. Tomamos un té mientras cargábamos el teléfono. No había aparecido el cargador que buscaba pero sí otro que también servía. Tratábamos de pensar qué se podía hacer en el caso de no poder contactar a su hermano. Con Carla nos mirábamos y, sin decirlo siquiera, evaluábamos la posibilidad de invitar a este desconocido a dormir en la casa. Sabíamos que era complicado el escenario y que era algo que había que hacer si, como hasta ese momento, se seguía haciendo tarde y el teléfono que marcábamos seguía dando el mensaje de estar apagado o fuera del área de servicio. Dudábamos y creíamos al mismo tiempo. Se me ocurrió llamar a un haitiano que conocí una vez en el centro y con quien conversé sobre la posibilidad de hacer un documental sobre los inmigrantes en Chile. No tuve suerte, vivía en Renca y estaba ocupado. Al parecer ni siquiera el escuchar el testimonio de Phito contado por él mismo con su voz ya algo desesperada le había movido a un acto de solidaridad. Le dije a Phito que deberíamos volver a la plaza a esperar a su hermano, que tal vez en este rato podría haber llegado y estaría igualmente preocupado e incomunicado. En el rostro de Phito se cruzó una mueca de temor, como si hubiese entendido que no lo íbamos a invitar a dormir y que, tal vez, al igual que su compatriota, preferíamos desentendernos de la situación. Le dije que no se preocupara. Don’t worry, my friend. Que íbamos a ver cómo se podía solucionar el asunto, aun cuando yo mismo en realidad no tenía muy claro qué hacer.
Cuando íbamos de vuelta a la plaza, volví a marcar el número de su hermano sin que Phito se diera cuenta y, por fin, comenzó a sonar el tono del teléfono. Nadie respondió. Pasaron menos de diez segundos cuando sentí vibrar el celular y vi que era el número de su hermano que estaba llamando de vuelta. Respondí y hablé en español con él. Le dije que estaba con Phito cerca de la plaza de Pedro de Valdivia, que esperara un segundo por favor, que no cortara. Hablaron por cerca de un minuto y Phito me volvió a pasar con su hermano, quien me dijo que si podía indicarle cómo llegar al metro Irarrázaval. Le dije que sí, que ningún problema, que yo mismo lo llevaría a la estación. ¿En cuánto rato? ¿Treinta minutos? Ok. Estaremos ahí en treinta minutos, en la boletería. Phito me sonrió y me dijo Dieu te bénisse. Antes me había dicho que Jesús me había puesto en su camino ese día, y yo, tontamente, le había dicho que no creía en Dios, pero que de todos modos entendía la intención del mensaje –luego Carla se burló de mí por no poder evitar hacer ese tipo de comentarios, incluso en situaciones como ésta. La llamé rápidamente y le conté la situación. Ya estaba saliendo al auto cuando llegamos. Nos subimos y nos fuimos raudamente. En ese momento, sentado en el asiento del copiloto, pensé una frase en mi francés rudimentario: Nous sommes vos premiers amis, Phito. Vos premiers amis chiliens. Phito se sonrió y dijo que sí, que éramos sus primeros amigos chilenos.
Llegamos rápido, mucho más rápido que media hora. Al llegar, me di cuenta que, un poco ridículamente, nos habíamos venido comportando como si se tratase de una emergencia. Me sonreí. Phito y Carla se despidieron por segunda vez y nos metimos rápido a la estación. Eran la diez y, ahora un poco menos preocupado, me acordé que estaba cansado y tenía hambre. Le dije a Phito que me esperara. Salí y compré tres fajitas a un vendedor que había afuera del metro y volví. Le di una a Phito, comí otra yo y guardé una para llevarle a Carla, que seguramente tendría tanta hambre como nosotros. Estaba deliciosa esa fajita, pensé mientras comía sentado junto a Phito en una escalerilla, siendo observados por los guardias que, a medida que bajaba la afluencia de pasajeros, se fueron notando cada vez más. Pensé que lo mejor era esperar hasta que llegara el hermano. En parte por temor precisamente de los guardias del metro y en parte porque cabía la posibilidad de que el hermano sencillamente no apareciera y hubiera que buscar otra solución. El caso es que el tiempo empezó a pasar lento y rápido a la vez, y cuando eran diez para las once aún estábamos ahí sentados los dos, con menos hambre, pero más nerviosismo. Entre el tumulto apresurado y cansino, habían pasado al menos tres personas negras y las dos primeras veces había mirado a Phito buscando una mueca de reconocimiento. La verdad ya había empezado a pensar que su hermano no iba a llegar, pues no respondió un mensaje de texto que le envié. Probablemente Phito pensó lo mismo también, porque cuando los guardias empezaron a bloquear la entrada norte con esas plataformas con las que se delimitan las filas en el banco me preguntó cómo se decía close en español. A las once seguíamos ahí mismo. Nosotros y cuatro guardias que conversaban relajadamente en los torniquetes. Un poco por curiosidad y otro poco por nerviosismo, me acerqué dónde estaban y les pregunté a qué hora pasaba el último tren. Uno me respondió que a las once y cuarto. Entonces volví a llamar al hermano para saber si había pasado algo. Me respondió una mujer y le dije que estaba con Phito, pero ella, entendiendo que preguntaba por él, me dijo que no estaba. Le dije que no, que yo estaba con Phito y que estaba esperando a su hermano que supuestamente lo vendría a buscar a las diez y cuarto –ya había pasado casi una hora. La mujer, alejándose del auricular, comenzó a comentar algo en francés que no pude entender. Le pasé el teléfono a Phito y hablaron durante unos segundos. Me dijo que su hermano había salido hace un rato y que ese teléfono en realidad era de ella y por eso no lo había traído. A esas alturas, no me quedaba otra cosa que creer y seguir esperando.
De pronto, cuando yo ya estaba pensando en las posibilidades más descabelladas, Phito me tocó el brazo y me indicó a un hombre que estaba del otro lado de los torniquetes. Nos paramos rápidamente y nos acercamos. Al llegar al lado de los guardias, saludé a su hermano que, entre agradecimientos, ayudaba a Phito a marcar su pasaje con la tarjeta BIP. Antes de cruzar, Phito me preguntó cómo se decía God bless you en español y le contesté. Me dio un abrazo y me dijo: ¡Que Dios te bendiga, hermano!
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