/ por Fernando Llanca
Descansamos los cristales bajo la lengua con Santiago a los pies y sentados sobre las raíces de un árbol que nos empujaba al abismo. Cual jugo yupi repasamos los restos del polvillo mirando con un solo ojo el fondo del envoltorio. Refugiados en un rincón del cerro a espaldas de la virgen, miramos con brazos abiertos la opulenta postal precordillerana. A esa perspectiva llegamos tras caminar una hora sobre asfalto, tierra firme y arena, bajo un sol seco que pesaba sobre los hombros. Caminamos hasta más arriba del manto gris de la metrópoli en busca de un escondite desde donde imaginarnos el mundo sin nuestra existencia.
Subimos el cerro un caluroso día de verano para hacer nuestro propio vía crucis, sin calcular que justo ese día habrían otras procesiones probablemente tan artificiales como nuestro juego. Abrumados y temerosos del contacto social nos resguardamos en la confianza e intimidad que exige un buen viaje, consejo −me atrevo a decir− universal a la hora de abrir los chacras y disfrutar el placer que provoca el extrañamiento forzado.
Sin vuelta atrás y sin mapa nos arrojamos a la travesía. Ansiosos tomamos el camino principal adelantando a turistas y familias que avanzaban a paso aburrido en busca la cima donde arrodillarse. Llegamos al mirador. Nos pusimos a la sombra de un letrero que decía «punto de seguridad». Reímos y dimos media vuelta asustados por lo incierto de nuestras reacciones.
Zigzagueando entre ciclistas furiosos y runners pecho paloma llegó el primer espasmo eléctrico bajando del cuello a la espalda. Como heridos de guerra nos apuramos por un costado de la ruta, buscando una sombra compasiva que nos alejara del sol insistente. Sólo la brisa sostenía nuestros cuerpos abrumados por la confusa mezcla de gritos, campanas de bicicleta, murmullos y olores nauseabundos. Con las piernas adormecidas levantamos los brazos en señal de victoria, y sin pensar nos desviamos por un pasadizo secreto hacia el oriente del parque metropolitano.
***
Tal como si un ropero se hubiera cerrado. Dejamos atrás la emoción infantil de la aventura y entramos a un bosque lúgubre de verdes intensos y variados. Nos internamos hasta olvidar que alguien nos perseguía y que detrás del follaje se escondía un monstruo con siete millones de cabezas. Caminamos hasta que el cuerpo nos exigió abandonar toda tarea, hasta suspender todo pensamiento sobre el pasado y el futuro.
Cruzamos el umbral del viaje sin retorno y apareció la ternura. Nos desplomamos sobre la tierra uno junto a la otra, con piernas y brazos esparcidos, enlazados en algún punto sólo para no perder la razón. Con los ojos cerrados agradecimos la compañía, compartimos el entusiasmo de un antes y un después en la vida. Respiramos profundo hasta sentir que el presente nunca había sido tan presente.
Pudo ser el día entero pero poco a poco se incrementaron los murmullos. A nuestras espaldas aparecieron turistas coreanos con sus cámaras desechables y gringos de piernas blancas y calcetas a la canilla. Niños en bicicleta se miraban apuntándonos entre sorprendidos y asustados, madres horrorizadas cubrían los ojos de sus hijas. Un helicóptero sobrevolaba la escena cuando llegó rauda una ambulancia que con sus luces hacía aún más dramática la escena.
―Señores! – gritó un hombre desde lo alto. Sólo diez metros más arriba seguían pasando familias y turistas. Nadie se detuvo salvo un guardaparque joven que −entre riéndose y siguiendo el protocolo− nos advirtió de los peligros de estar desparramados en un sendero para ciclistas intrépidos.
Desvergonzados y sin sacudirnos la tierra, continuamos a la siguiente estación. Reconocido el clímax, la experiencia logra un continuum placentero, el cuerpo pierde peso, todo se percibe cuadro a cuadro. Caminamos sin rumbo hasta el infinito -probablemente diez metros más- y nos sentamos, esta vez en una posición cómoda para cruzar y estirar las piernas. Conversamos de las cosas simples de la vida en toda su complejidad, sin culpa ni frustración, con voz segura y neutra, dejando fuera lo irrelevante.
Luego el silencio cómodo.
Nunca he planificado bien los viajes, pero una de mis compañeras era reincidente y pudo prever un buen aprovisionamiento como exige el Eme. Algo de fruta y uno que otro antojo para disfrutar todo el potencial del gusto, harta agua porque el cuerpo no sabe que se deshidrata y un par de premios para estabilizar el aterrizaje.
Caminamos hasta divisar que un tronco bloqueaba el sendero e intuimos que era el final del viaje, el umbral de salida. No estábamos listos para enfrentar el mundo y extendimos el final de esa experiencia ya dilatada durante un año, en una bolsa ziploc guardada en el refrigerador. Nos despedimos sin decir lo evidente, satisfechos de las expectativas y maravillados con las hojas amarillas.
Subimos el cerro un caluroso día de verano para hacer nuestro propio vía crucis, pero cuando bajamos era otoño en la ciudad y también en nuestros corazones.
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La raza