En septiembre de 1997 Steve Forbes presentó en Nueva York la estrategia de internacionalización de la revista que, desde hace algunas décadas, tiene a Occidente elaborando rankings sobre la distribución personalizada de la riqueza mundial. Forbes Global Business and Finance comenzaría a publicar sus ediciones bimensuales en abril del año siguiente. Para 1998, la neoliberalización de la economía y su vertiginoso financiamiento de la vida cotidiana, estaba garantizada. Ya a diez años del colapso de los socialismos reales, ni Videla o Pinochet eran ahora necesarios. Steve Forbes, atento al escenario, timbró un infranqueable fin de siècle: «Capitalists of the world, unite!». (Claro, un detalle: la asesoría editorial de la versión internacional de la revista Forbes cayó en las manos de Domingo Cavallo…).
«En los libros de historia dirá que el 19 de diciembre de 2001 una masa rugiente de pobres lanzó una ola de saqueos a supermercados, almacenes y negocios diversos, en las inmediaciones de la Capital Federal. Que hubo represión, muertos, heridos, detenidos, negocios arruinados. Que, al día siguiente, el 20 de diciembre, el presidente De la Rúa renunció y abandonó la Casa de Gobierno en un helicóptero; que por aplicación de la ley de acefalía asumió el presidente provisional del Senado Ramón Puerta. Que el 23 de diciembre la Asamblea Legislativa eligió a Adolfo Rodríguez Saá; que renunció siete días después y que se hizo cargo el presidente a la Cámara de Diputados Eduardo Camaño, y que el 2 de enero de 2002, asumió la presidencia Eduardo Duhalde. Pero todo eso pasó en Buenos Aires. En O’Connor lo que pasó fue que vivieron una Navidad famélica y un Año Nuevo en el que casi no se tiraron cohetes…» (pág. 83).
De principio a fin, La noche de la Usina pretende ser una historia de Argentina. Eso. Ni más, ni menos. Si acaso hay vínculos y diálogos –posibles, pero posteriores– con la sociología o la historiografía, si acaso hay alguna relación con la construcción de un relato identitario nacional; puede que sí, puede que no. El escenario del relato es tan argentino como lo son las breves contorsiones que esta toma para reunir, a veces en detalles, las singularidades de sus personajes. Éstas, deben lidiar tanto con la extrañeza de aquellos inmediatamente despreciables como con la de quienes saben hacer del afecto por el anonimato su condición de posibilidad. ¿El horizonte? Invertir en una cooperativa agraria.
Fermín Perlassi, un ex futbolista oriundo de O’Connor, Provincia de Buenos Aires, convence a Antonio Fontana (un anarquista defensor del gobierno de Raúl Alfonsín), al viejo Francisco Lorgio y a su hijo Hernán, a los hermanos López, a Belaúnde, y a Medina (un entrañable). Rodrigo (hijo de Fermín) y Florencia, una historia de amor de poco más de unas cuantas líneas. $242.000 dólares. Claro, también está el banco en Villegas; Alejandro Alvarado, gerente y «un hijo de puta»; y Fortunato Manzi, empresario y «el más grande hijo de puta». ¿«Hijos de puta» por naturaleza o por circunstancias? Difícil saberlo.
«Silvia ceba el mate en silencio, sentados los dos en los banquitos de madera, a un costado de la plata de los surtidores. Si viene un cliente, desde ahí lo ven lo más bien. De todos modos, es difícil que venga nadie. En todo el día llevan despachados tres, cuatro autos como mucho. En la radio hablan de ‘Corralito’. Empezaron el otro día y ahora están todo el tiempo batiendo el parche con eso del Corralito. Perlassi siente que es peor. Eso de estar escuchando la radio todo el tiempo, o viendo las noticias. Pero Silvia parece necesitarlo. Como si la realidad entrase en su vida así: con titulares de la tele y boletines radiales cada media hora» (pág. 68).
José López, ex viceministro de Planificación y exsecretario de Obras Públicas de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, respectivamente, fue sorprendido el 14 de junio del año 2016 con la intención de esconder 8.98 millones de dólares (y un fusil de asalto, nada más) en el convento Nuestra Señora de Fátima. Fortunato Manzi escondió menos, y en O’Connor, y habiéndole robado la guita a Perlassi gracias a la información que le soltó Alvarado. (¿Qué era primero, la tragedia, la farsa, la comedia, la realidad, López, Manzi, Alvarado?). De ahí a la psicología, un solo paso: «Los hijos de puta no saben que son hijos de puta. Mejor dicho: se creen que no. Que son buena gente. O gente común, por lo menos. El hijo de puta tiene siempre cincuenta razones que lo justifican. Cincuenta motivos que lo cubren, que lo escudan, que lo limpian. Vas a ver. Preguntale. A Manzi o a cualquier otro hijo de puta. Que ellos no son malos. Que los hijos de puta son los otros. Los que los consideran hijos de puta. Para Manzi los hijos de puta somos nosotros, Fontana. Ni siquiera. Para pensar que somos hijos de puta tendría que saber que existimos, Fontanita. Y ni siquiera sabe» (pág. 109). Parece que es por naturaleza.
Las formas simples pero insistentes de Sacheri entregan la información así, como distribuyéndola entre espacios vacíos que el lector torpemente se esfuerza por anticipar. Y es esa distribución la que conduce el ritmo de los relatos a través de los cuales se cruzan las historias de los pelotudos (unos más, otros menos) con la de los hijos de puta (unos más, otros menos), en una Argentina que avanza desde el Corralito hacia quién sabe dónde. Cierto, no tanto por las razones y azares del destino como por imprecisiones micro y macroeconómicas nacionales que trascienden por mucho la cotidianidad que pretenden Perlassi, Fontana, el viejo Lorgio, O’Connor, y acaso también nosotros.
Y es que en la historia reciente argentina de Sacheri no se trata de heroísmos personales ni nacionales, sino de propuestas discretas en las que a momentos las cosas salen bien (para algunos), otras mal (para otros), y a veces las salidas ni siquiera entran en escena (para nadie). No hay pretensiones de reconstrucción, tampoco de escenificación o personalización: La noche de la Usina es un nudo que podría atisbar algún desenlace a condición de asumir que cada trazo de cuerda, de punta a punta, bien puede terminar afirmando un macetero, contribuyendo al improvisado arreglo de un botín izquierdo, o adornando los espacios desconocidos de un basurero. Hasta cierto punto sabemos de Perlassi y Fontana; de Cavallo y De la Rúa…, qué importa, sólo nos recuerdan, con lamentable precisión, que las de Sacheri no son novelas tardías del realismo mágico.
Eduardo Sacheri, La noche de la Usina, 2016, Ed. Alfaguara, 362 págs.
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[Portada] Ilustración de Raúl Arias para el décimo aniversario del «corralito».
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