Siempre es 26
/ por Ricardo Candia
De la revolución cubana se ha dicho de todo.
Y desde sus más fervientes admiradores hasta sus más enconados detractores, han caído en el error; los primeros, de creer que el socialismo de la isla es la perfección misma, una especie de Vaticano en el que reside un papa infalible vestido de verde olivo; y los segundos, en repetir que es un infierno en el cual apenas se respira, en donde la tortura es cosa diaria y donde nadie puede decir esta boca es mía.
Lejos de estas dos visiones tan erróneas como absurdas, late un pueblo alegre e inteligente, jodedor y respondón, con algo de locos, desde su principal líder, hasta el último de sus habitantes; un pueblo que ha legado a la humanidad –esa que sufre de la explotación, el colonialismo, la guerra y la barbarie del neoliberalismo– la convicción de que siempre es posible triunfar si la causa es justa y quienes la enarbolan tienen la suficiente decisión.
Cuba ha sido por sobre todo un ejemplo permanente, incluso, o tal vez precisamente, por sus errores. Finalmente, la revolución es quizás la más humana de las obras. Y donde mejor destella ese ejemplo es en la decisión de que nunca hay que dejar de luchar.
Por eso el 26 de julio, la gesta heroica del asalto al cuartel Moncada del año 1953, se reconoce como el Día de la Rebeldía Nacional. La rebeldía entendida como una manera de ser, una cultura, una expresión del corazón. No como una moda.
Esta fecha es quizás la más señera de cuantas está plagada la efeméride de un pueblo que no ha descansado en todo estos años. Asediada desde el primer día por el imperialismo norteamericano que tempranamente entendió que la peor amenaza de la revolución cubana era su rasgo ejemplar, en más de medio siglo se ha intentado todo cuanto puede ofrecer el país más rico de la tierra y por consiguiente el más poderoso en términos militares. Desde la invasión directa de mercenarios dirigidos por la CIA (es decir, por el gobierno norteamericano), hasta los más de seiscientos intentos por asesinar a su principal dirigente, Fidel Castro. Estados Unidos no ha dado su brazo a torcer para tratar de eliminar o, por lo menos, teñir de con un manto de duda, la revolución. Y no han podido, como diría el mismo Fidel.
Y ni siquiera les ha servido la guerra económica, que se ha expresado en más de medio siglo de un bloqueo que ningún país del mundo habría podido resistir –incluso en medio de la llamada opción cero que dejó a la isla sin ninguna posibilidad de petróleo cuando vino la debacle de la Unión Soviética, país del que dependía energéticamente. No existe en la historia un caso como el de Cuba. Con una población de poco más de once millones de habitantes, sin materias primas en cantidades significativas, con un legado de país monoproductor y, por sobre todo, situado en las mismas fauces del imperialismo más criminal de la historia de la humanidad, ha sido capaz de escribir su propia historia.
Cuba ha logrado el prodigio (cometido el pecado) de ser Cuba. Y el imperialismo ha debido reconocer su error, su derrota. Con todo, sus dificultades y sus aciertos, sus victorias y sus errores, Cuba ha sido capaz de ser consecuente con los principios que les heredara José Martí, refundidos con las ideas de los revolucionarios modernos y contemporáneos. Y por sobre todo, Cuba ha sido un país cuya capacidad de ser solidario se ha materializado a extremos que aún la humanidad no reconoce en toda su magnitud.




