/ por La Raza
La primavera se anuncia. Estamos en pleno septiembre. Una vez atravesado el retorno histórico del 11, cisma que nos lleva a la introspección, la memoria y la lucha, pareciera que esquizofrénicamente entramos en una especie de sopor, arrobados por un aire de fiesta democrática. Cada vez más tricolor, más humo parrillero, más supermercado y botillería. Este mes, hasta la presidenta baila cueca en un símbolo de unidad nacional y de alto al fuego. Se trata de un tiempo de carnaval e interrupción donde, quiérase o no, nos sentimos extrañamente atravesados por la palabra «patria». Y léase bien: dijimos extrañamente. Pues tal como Recabarren lo hizo en un ya lejano septiembre de 1905, también hoy nos preguntamos: “¿qué cosa celebra el pueblo en los días llamados 18 de septiembre?”.
De primeras, parece evidente que aquí no hay nada que celebrar. Saludos a la bandera, gestos, ritos y mascaradas televisivas en la esfera de la alta política. Hace rato que se revelan huecos carentes de sentido, incluso obscenos. Los lazos, irreconciliablemente rotos, que ataban a esa política y al pueblo; la feliz promesa de un país encarrilado en la senda del futuro, sin fricciones o antagonismos; no sólo terminó por desvanecerse en el aire, sino que se reveló también como la ficción suprema, cuya matriz acaso era un arcoíris y la palabra NO. Para la transición, en efecto, la patria fue algo así como un tren pujante en el que todos caíamos: íbamos hacia adelante, como emprendedores y jaguares de la historia. Todo era posible; era cosa de trabajar duro, de no hablar muy alto, de respetar los consensos y cumplir el rol fijado, agradeciendo el país que nos legaban tras varias décadas de horror.
Pero esa fábula a estas alturas hiede a desgaste y podredumbre. Pensemos en el espectáculo de los últimos meses: la patraña constituyente, la pornográfica colonización del gran capital a la política, el estado deplorable de una CUT que humilla su historia, los estrepitosos récords de las encuestas políticas, la infamia de un sistema previsional que es igualado a un Mercedes Benz, el terrible cementerio en las costas chilotas. Y por supuesto, etcétera: sabemos que la lista de afrentas puede correr y correr como los tickets de espera en el banco y la carnicería. Y si bien toda esa lista nos tiene algo curados de espanto, es septiembre, y nosotros, cómo no, anticucho en mano, soplando el carbón, aliñando tomates con cebolla o en medio de las infartantes colas de botillería, olvidamos un poco esa sumatoria de agravios, olvidamos un poco la bronca y nos abocamos a lo que corresponde: celebrar. Pero, ¿qué exactamente?
Decía el viejo Bajtin que la potencia carnavalesca se caracterizaba por la transgresión, por la dislocación de los límites sociales y por la manera en que las identidades se diluían. El servidor podía así ser servido por el amo, las diferencias de clase desaparecían, todo se entremezclaba en un torbellino colectivo que desmantelaba por un rato las arquitecturas del poder que rigen a las sociedades. Pero, ¿hay algo de eso ahora? ¿Son así estos días dieciocheros? Sabemos que no. Más parecido a un clonazepam masivo o a un recreo en el campo de concentración, acá la juerga dieciochera desagua los bolsillos, las tarjetas de crédito y, sobre todo, pone a nuestros cuerpos en actitud de resistencia. Sin transgresión posible y mareados de chovinismos nacionalistas, tras las fiestas, aparte de toneladas de basura, todo queda en su lugar. Y acaso peor que antes. La bandera es, naturalmente, un calmante.
La pregunta que nos queda es entonces distinguir si hay o no lugar para esa subversión carnavalesca. Pues si bien nos borramos y avivamos un poco bailando una música –entre Huasos Quincheros, pachanga y reggaetón–, lo cierto es que esa música la pone el patrón, y el status quo se afianza y perpetúa. Nos cambian los payasos, pero el circo sigue.
En este escenario, urge pensar dónde cabe nuestro carnaval, el de la otra patria, si aún fuera posible. Hablamos del carnaval de los que desde abajo resisten y se liberan, protegiéndose en solidaridad plebeya mientras se afilan puñales contra los opresores. El festejo de esa patria que se apiña siempre ante lo adverso, y que acoge necesariamente a los hermanos migrantes, hijos también de esta patria más grande, más compleja: una que politiza y se politiza sin caer en la borrachera hipnótica de los nacionalismos. Porque “odiar a la patria ajena es provocar el odio para nuestra patria”, decía, otra vez, Recabarren. Y remataba: “Yo no quiero que nadie odie mi patria, por eso amo las patrias de todos”.
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Equipo Editorial LRC