El pasado 30 de agosto, en medio del dolor colectivo que despertó la repentina muerte de Juan Gabriel, el periódico Milenio de México publicó una columna de opinión firmada por Nicolás Alvarado, en la que este periodista y director de TV UNAM decía sobre el ídolo “Mi rechazo al trabajo de Juan Gabriel es, pues, clasista: me irritan sus lentejuelas no por jotas sino por nacas, su historia no por melodramática sino por elemental, su sintaxis no por poco literaria sino por iletrada”. A los dos días, Alvarado estaba fuera del canal que pertenece a la universidad pública más importante de México. Lo hicieron caer los reclamos airados por referirse al cantautor en términos insoportablemente discriminatorios, como “joto” -palabra vulgar para mencionar a las personas homosexuales-, y “naco”, que podría ser el equivalente en Chile a “roto” o al más actual “flaite”, con una fuerte connotación racista.
El periodista en cuestión representa el caso típico de quien apuesta por ser transgresor con ideas reaccionarias, acompañando sus desafortunadas intervenciones públicas anti masa con el repetido argumento de los reaccionarios: su supuesto derecho a ser clasistas, racistas, machistas y un largo etcétera, en razón de una torcida interpretación del principio democrático de la libertad de expresión. El episodio constituyó, a buena hora, una excepción en medio de la catarsis provocada por la muerte inesperada del ídolo y del reconocimiento transversal que desde hace años estaba teniendo su arte. Pese a ello, no deja de tener relevancia por cuanto nos conecta con los comienzos difíciles del cantautor y con la densidad tanto social como cultural que representa, sobre la cual ha corrido ya mucha tinta. Porque Juan Gabriel ha sido una figura relevante en las reflexiones sobre la identidad cultural mexicana durante las últimas décadas del siglo XX y, más amplio que eso, sobre la cultura popular en América Latina, un tema recurrente más no agotado.
El cantautor, su obra y su impacto en el público fueron un referente fundamental de los debates que se libraron en los años 90 sobre la alta y la baja cultura, propios del campo cultural y de la academia. Lo interesante en este caso fue que dicho debate se librara en el espacio público, asumiendo la forma de polémicas en torno a Juan Gabriel, siendo la más relevante aquella que se desató como producto de su primer concierto en el Palacio de Bellas Artes, el 9 de mayo de 1990, cuando algunas figuras de la cultura, de las comunicaciones y trabajadores de las artes expresaron su disgusto por la llegada del canto popular al principal escenario de la danza, la ópera y la música clásica en México.
El resultado de ese acto audaz por parte de Juanga fue el encuentro sin igual entre la “música de palenque” –como la calificó por entonces una figura de la prensa- y la música clásica, o más precisamente, entre Juan Gabriel y la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), dirigida por Enrique Patrón de Rueda, quien por estos días recuerda con nostalgia esa que fuera una de las mejores presentaciones en vivo de las que se tenga memoria en este lado del planeta. El registro audiovisual deja constancia de una colaboración notable entre la estrella, la Orquesta Sinfónica y los coros del Palacio, que se puede disfrutar en la interpretación de temas como “De mí enamórate” y “Amor eterno”, con la que Juan Gabriel se apropiaba magistralmente de canciones que había echado a volar en voces de mujeres (el primer tema fue interpretado antes por Daniela Romo, el segundo por Rocío Durcal), y sobre todo en “Hasta que te conocí”, donde se sumaron mariachis y un coro góspel para una versión popurrí de 26 minutos que ha sido libremente editada desde entonces.
La serie de cuatro conciertos que realizó ese mayo de 1990 constituye el momento más emblemático de su carrera, en el que pudo expresar de manera apoteósica su versatilidad artística, y la capacidad para mezclar sin complejos distintos estilos. Es quizá una experiencia de vida en la que se intersectan espacios geográficos y culturales diversos la que hizo posible esos atrevimientos: Michoacán, Chihuahua, el Distrito Federal y, de manera transversal, el campo, la ciudad y la frontera, este último un espacio de particulares jerarquías y transculturación conflictiva. Una frontera a la que el ídolo nunca dejó de cantarle, de manera idealizada en su primera etapa, tal como aparece en sus temas “La Frontera” y “Noa Noa” (ambas de 1980), este último un súper éxito donde Juan Gabriel transforma el antro de mala muerte en el que se ganaba la vida en ese “lugar de ambiente, donde todo es diferente”; para luego llegar a “Canción 187” (1995), donde formula una sentida crítica al lado estadounidense de esa frontera tras la Proposición 187 del Estado de California, que criminalizó a los inmigrantes indocumentados: “Adiós gringos peleoneros / buenos pa las guerras son / ellos creen que dios es blanco / y es más moreno que yo”. Por ello, no deja de ser conmovedora la imagen de sus restos mortales regresando a México por el puente Santa Fe que conecta El Paso con Ciudad Juárez.
Regresaría a Bellas Artes en 1997 y en el 2013. Nadie más volvería a levantar la voz para criticar la legitimidad del Divo de Juárez para presentarse en el lugar más sacrosanto de la cultura mexicana. Y es que Juan Gabriel siempre resolvió esas polémicas a su favor, llegando a convertirse en una figura intocable mucho antes de su muerte y en uno de los protagonistas indiscutidos de las reflexiones sobre la cultura mexicana que contemplan la complejidad que su figura provoca abordar. Esta complejidad dice relación con una concepción de la cultura popular como un espacio no sólo de sobrevivencia sino también de creación, incluida por cierto la creación artística, pero que a la vez es contradictoria pues se encuentra atravesada por relaciones de poder y exclusiones, como aquellas de tipo genérico sexual que afectaron al cantautor entre sus pares sociales. Una cultura popular con la cual tanto el mercado como la clase política establecen vínculos profundamente desiguales y con la que al mismo tiempo se establecen afectos sólidos, eventualmente transversales como producto de la cultura de masas. En este sentido, la experiencia profunda que muchas y muchos hemos tenido con el repertorio de Juan Gabriel y las identificaciones que provoca su atropellada biografía, son un ejemplo de aquello.
El mundo de las letras contribuyó a exponer esas profundidades, allanando el camino a la legitimación del artista. Entrañables son las crónicas que nos deja Carlos Monsiváis, uno de los escritores más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, quien participó activamente en la polémica de 1990, cuando una de las críticas al concierto en Bellas Artes apuntaba a la supuesta frivolidad de un producto televisivo. La respuesta de Monsiváis fue categórica: “Juan Gabriel es la vindicación literal de lo expulsado del canon televisivo o de lo jamás incluible: los nacos y los traileros y las secretarias románticas y las amas de casa sin casa que aguardan y los ‘raritos’ y los adolescentes de las barriadas. Y ese gusto atravesó la marginalidad, domesticó los celos modernistas y a la homofobia, y hoy, podado o no de su impulso original de transgresión, triunfa igual en el Estadio Atlante, en los cabarets de lujo y en el Palacio de Bellas Artes”.
En su memorable crónica del concierto, el escritor abordó de manera aguda una de las dimensiones más evidentes y a la vez más denostada (velada o abiertamente) del artista: su “ambigüedad” sexual, concepto que coloco entre comillas porque soy de las que piensa que Juan Gabriel siempre fue muy claro al comunicarnos, por medio de un lenguaje corporal desprejuiciado y de letras que sentaban mejor a destinatarios masculinos (o que derechamente expresaban los conflictos del amor homosexual, como su canción “Yo no nací para amar”), lo que era. Lo evidente de esa condición, resumido en su ya legendario “Lo que se ve no se pregunta”, hablaba por sí mismo de lo ridículo que era hacer el ejercicio inverso: esperar que un cantante heterosexual confiese públicamente su heterosexualidad.
Quién sino Monsiváis tenía autoridad para referirse, a propósito de Juan Gabriel, a la que fue su mejor materia: las culturas populares, sus fracturas internas y el complejo vínculo que se estableció entre estas y las industrias culturales. Pero no fue el único entre los escritores, debiéndose sumar a la lista a otra de las cumbres literarias del México contemporáneo: Elena Poniatowska, quien ha recordado recientemente la famosa entrevista que le hizo al divo y que incluyó en el cuarto tomo de su monumental obra Todo México, publicada en 1998.
Desde otras orillas disciplinarias y como una muestra de la seriedad que el “tema Juan Gabriel” ha tenido y tiene para los mexicanos y los latinoamericanos, tenemos el texto filoso del historiador mexicano avecindado en Estados Unidos Mauricio Tenorio Trillo, titulado “Contra la idea de México” (2010), donde reivindicaba la espesura inclasificable de Juan Gabriel, en oposición al “producto México” (imagen país se dice por estos lados) que folkloriza, estiliza e inscribe a México en una esfera anti moderna. Dice Tenorio de manera intempestiva en la mitad de su agudo análisis “Aquí y ahora lo confieso: soy admirador del Divo de Juárez […] un personaje conspicuamente afeminado que se planta con todo su garbo, que se entrega en toda su persona, para hacer llorar por su mamá a rotos y catrines en una sociedad de machos, de enclosetados, de mujeres sumisas y matonas, de narcos y clasemedieros agringados. No es que lo que tenga que venir sea un Juan Gabriel de consumo internacional, sino una idea de México con los cojones de Juan Gabriel para presentarse tal cual es y ser no sólo tolerada sino admirada”.
Lo que afloró con el affaire del periodista de la UNAM es algo que ha rodeado desde siempre a Juan Gabriel: la perturbación que implicaba su incómoda biografía hecha arte, esa del chico pobre y abandonado, autodidacta, moreno, que sobrevivió al orfanato, a la cárcel (el macabro penal de Lecumberri, donde estuvo un año y medio), al mundo rudo de la frontera, al gigante caótico que es el D.F y a la homofobia. Una vida frente a la cual resulta imposible no contraponer su a veces irritante nacionalismo, que emerge como una insistencia radical de pertenencia a una nación que lo mantenía en el sótano de los olvidados –parafraseando a Buñuel- y que hoy, paradójicamente, lo venera.
La historia de su relación con Chile reproduce estas tensiones, que permiten comprender su tardía instalación en los medios masivos de comunicación y la explosión del fenómeno a mediados de los 90, cuando el cantante se aproximaba a los 50 años y ya se había labrado la leyenda. Su primera visita se produjo en 1981, invitado al estelar “Vamos a ver”, conducido por Raúl Matas, causando estupefacción por su puesta en escena (“Era una señora bajando la escalera”, recuerda de manera poco apropiada el director de orquesta Horario Saavedra) y por la respuesta imprevista a la pregunta que le hiciera el animador por la familia (“no tengo papá, no tengo mamá”, soltó algo nervioso el artista), remeciendo los pilares heteronormativos de la televisión dictatorial. La incomodidad debió ser mucha porque pese a la creciente fama internacional de Juanga, regresaría a Chile recién en 1995 para realizar conciertos masivos y participar en otro estelar de Tv. Durante esos casi quince años el fenómeno se fue incubando en el dial AM para explotar el 14 de febrero de 1996 con su apoteósica presentación en el Festival de Viña del Mar.
Lo que vino desde entonces fue el goce masivo de un repertorio otrora descalificado. Goce abierto para algunos y acomplejado para otros, pero goce al fin y al cabo (la expresión “placer culpable”, en tanto aproximación clasista que necesita autorizarse, resume las castraciones frente a este tipo de registros musicales). Su sorpresiva muerte nos arrebata la posibilidad de volver a verlo en el escenario, pero qué duda cabe que seguiremos hablando de Juan Gabriel por años, tal vez décadas, con la lección ojalá aprendida de que podemos analizar la cultura popular y a la vez sentirla. De momento, cabe despedir sus restos mortales, depositados para siempre en la golpeada Ciudad Juárez, con el amor eterno que Juanga merece.
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