/ por Daniela Machtig
En el norte de Sudamérica está sucediendo algo histórico. De esos acontecimientos a nivel mundial que uno debiera recordar. El ejercicio de comprobación es simple: ¿recuerda usted alguna noticia sobre Colombia que no estuviera, de algún modo, vinculada a la guerra? No. Y probablemente, tampoco sus padres. Miles de personas nacieron y murieron sin haber escuchado de paz en Colombia, pues en ese país la guerra se arrastra desde hace casi medio siglo (o más, si acogemos los eventos precedentes a la formación de la guerrilla). Es histórico, pues lo que estamos presenciando no había ocurrido jamás nunca. Y si los colombianos votan “Sí” a la paz propuesta en el plebiscito de este domingo 2 de octubre, seremos testigos cercanos del proceso de reconstrucción de un país que se sentará a la mesa con los mismos que hace más de 50 años —en mayo de 1964— declaró sus enemigos: las FARC.
El proceso de Acuerdos de Paz es singular por varias situaciones. Primero, el ejercicio de plebiscitar la paz es un gesto democrático muy propio de ese liberalismo histórico que ostenta Colombia desde los tiempos de Franscisco de Paula Santander. Un gesto necesario y riesgoso, a la vez. Si bien para muchos la Paz es un valor universal, la fuerte influencia de Álvaro Uribe y la derecha zurdofóbica —aquella que no tuvo asco en formar un brazo armado paramilitar para aniquilar a la guerrilla, aunque esto implicara elevar el conflicto a niveles atroces— hace pertinente la pregunta a los colombianos sobre si aprueban las conversaciones en La Habana. Es obvio que todos queremos vivir en paz, sin embargo, en Colombia no todos piensan que es justo darle a las FARC el privilegio de la reconciliación.
Este debate ha encontrado en las redes sociales un exitoso canal de proliferación que opera a la vez como un arma de doble filo; entre twits y memes confusos sobre qué implica la firma de los Acuerdos, existe una disputa entre oscurecer y desmitificar las implicancias de firmar “Sí” en el plebiscito. Desde los medios de comunicación hasta youtubers, twitteros, instagramers y lo que se nos ocurra, han echado mano a videos explicativos, gifs, infografías, snapchats y cuanto material tengan disponibles para explicar los puntos más importantes de los Acuerdos. Gesto necesario, pues difícilmente el vulgo alcanzaría a leer un documento de 297 páginas, en el mes y ocho días que transcurrieron entre la firma del cese al fuego el 24 de agosto y el plebiscito del 2 de octubre.
Desde las facciones políticas se ha catalogado como “pedagogía” las campañas por el Sí y por el No; esta última llevada a cabo principalmente por Álvaro Uribe Vélez en una gira nacional. Asimismo, varios colombianos de a pie han hecho lo suyo en redes sociales. Y no es para menos. En más de medio siglo, esta es la primera vez que se vislumbra seriamente la posibilidad de terminar con la guerra. Votar “Sí” o “No” es todo; los acuerdos no son negociables, ya no se puede discutir ningún punto, lo que está en la mesa es lo que hay. Se toma o se deja. Ése es el escenario que enfrentan los colombianos en la víspera del plebiscito del domingo 2 de octubre. El resto de Latinoamérica observa expectante.
Sin querer hacer predicciones apresuradas, punteo brevemente lo que he podido recoger a través de prensa y redes sociales, para contextualizar lo que se está cocinando por estos días en Colombia. Sin embargo, si queremos entender la importancia histórica de los Acuerdos de Paz, debemos ir más atrás en el tiempo. Sí, más atrás que aquel 4 de septiembre de 2012, en que el presidente Juan Manuel Santos declaró, en cadena nacional, el inicio de negociaciones con las FARC en La Habana.
Seré breve, lo prometo. En la medida de lo posible.
El conflicto
Mi intención inicial fue convocar el interés histórico de los Acuerdos de Paz entre el Estado colombiano y las FARC, sin embargo, primero debo asegurarme que el lector sepa de qué estamos hablando. Para esto es necesario explicar que las FARC —Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia— son un grupo guerrillero armado en actividad desde 1964, año en que el gobierno de Guillermo León Valencia decidió aniquilar las llamadas “repúblicas independientes”. Estas eran comunidades autónomas que buscaron refugio en zonas rurales y despobladas, compuestas sobre todo por liberales y comunistas que huían de la violencia bipartidista que asoló Colombia desde mediados del siglo XX, y que se intensificó luego del asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán.
Una de estas repúblicas independientes era Marquetalia. Desde allí soportaron el bombardeo del gobierno los que se convertirían en el secretariado de las FARC –entre ellos Manuel “Tirofijo” Marulanda. Los años venideros serían de crecimiento y organización de una guerrilla que logró conseguir adeptos entre campesinos y sujetos que no encontraban representatividad en el espacio público y político monopolizado por las élites reaccionarias de la política colombiana. Por esos años, la guerrilla se declaró marxista-leninista, y fue apenas una expresión más entre otros grupos armados que enfrentaban el secuestro de las expresiones políticas por la oligarquía.
El devenir histórico hizo lo suyo, y las FARC prevalecieron y despegaron. Desde la inicial autodefensa y la guerra de guerrillas, el auge del narcotráfico en la década de los 80’ junto con otras actividades (como la minería ilegal), le dieron a la guerrilla la oportunidad para crecer y proyectarse al resto del país. La posibilidad de convertirse en un actor con poder de negociación vino dada por los recursos de extorsión; cobro de impuestos ilegales (“vacunas”), reclutamiento de menores, control e “influencia” sobre poblaciones campesinas para su subsistencia. La escalada por el control y la violencia finalmente involucró a Colombia completa. Los 80 dieron paso a los 90: los secuestros de personas, el control de carreteras y vías de circulación, asesinatos políticos, y un triste etcétera.
Pero la guerra podía ser aún peor. Los reclamos de los hacendados y ganaderos que veían “usurpado” el campo colombiano (como el que era en esos años el gobernador de la poderosa región de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez), se materializaron en la organización de grupos paramilitares de ultra derecha, que a fines de los años 90 tomaron el nombre de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Las AUC ya no existen como tal; formalmente fueron desmovilizados por el gobierno de Uribe a través de amnistías negociadas desde el año 2003, en un proceso que ha sido ampliamente catalogado como inacabado e ineficaz. Pero sí existe, y muy presente, la herencia de las AUC; comunidades desplazadas, masacres atroces, miles de campesinos desaparecidos, mujeres y niñas violadas, y otro largo y triste etcétera que darían como para una antología de terror.
Los años que rodearon el cambio de milenio difícilmente serán olvidados en los campos colombianos. Mientras en Chile gozábamos de Yo soy Betty la fea, la población civil de las veredas tropicales se encontraba en medio del fuego cruzado de la guerrilla, las AUC, el ejército y el Plan Colombia financiado por EE.UU. El gobierno de Andrés Pastrana intentó, por esos mismos años, dialogar con las FARC en un proceso que resultó ser un rotundo fracaso; sólo logró que las FARC engrosaran sus filas como nunca antes (más de 20.000 guerrilleros), así como también las AUC (que alcanzaron unos 40.000 al año 2006, cuando acabaron por desmovilizarse). La población civil sobrevivía a masacres que arrasaban con más de 3.500 muertos y 15.000 desaparecidos. La población desplazada, que se había visto forzada a dejar sus tierras, superaba por esos años los 4 millones de personas, haciendo de Colombia uno de los países con mayor número de refugiados del mundo.
Luego del desastre de Pastrana, Álvaro Uribe, junto con su entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos, prometió acabar con el conflicto por la fuerza. Las cifras revelaron importantes bajas en la guerrilla, entre ellas algunos de sus cabecillas, como Manuel Marulanda. Sin embargo, la guerra no terminó. Con la ofensiva uribista aparecieron nuevos monstruos, como los casos de “Falsos Positivos” y la persecución a líderes sociales de izquierda, periodistas y activistas. Si bien logró disfrazarse un supuesto “pos-conflicto”, en la práctica las ciudades se distanciaron de la guerra que aún latía con fuerza en los campos, cuyos propietarios naturales (los campesinos) no podían volver a habitar pues sus victimarios continuaban allí, operando impunemente.
La llegada de Santos al poder fue una pequeña ilusión para los uribistas, que creían ver en él el delfín que acabaría la violencia con más violencia. Al principio, así fue, o esa impresión dejó el exterminio de otros importantes líderes como Alfonso Cano y el Mono Jojoy. Sin embargo, a poco andar ocurriría un distanciamiento de Santos respecto a Uribe, lo que se vería concretado finalmente con las conversaciones en La Habana a mediados del 2012 –una solución al conflicto que no cabe en la cabeza ofensiva de la derecha colombiana. Han sido cuatro años de diálogo, no exentos de sobresaltos que amenazaron el cierre de las negociaciones. En más de alguna ocasión pareció ser otra desilusión más para Colombia. Sin embargo, este agosto trajo algo más que la primavera: la conclusión de un Acuerdo de Paz que por fin conformaba a las FARC y al gobierno. El 24 de agosto comenzó el cese al fuego; en los pueblos selváticos del sur de Colombia se desmontaron trincheras y, según dicen, no se ha vuelto a escuchar una detonación más. Ahora es el turno del pueblo colombiano para decidir si le convencen o no los acuerdos de La Habana.
En términos generales, para que nos hagamos una idea, el conflicto le ha costado al pueblo colombiano la muerte de 218.094 personas desde 1958 al 2012. De esa cifra, el 81% corresponden a civiles que no participaban activamente de la guerra; estamos hablando de una población equivalente a la ciudad de Curicó. Y sólo hablamos de muertos, cuyos cadáveres fueron localizados y reconocidos: entre 1985 y 2012 (un período de tiempo menor) desaparecieron 25.007 personas, de las que aún no se tiene noticia. Es como si nadie supiera dónde están los habitantes de Salamanca, en la IV región. 27.023 personas fueron secuestradas entre 1970 y 2010. Las víctimas de violencia sexual que han podido constatar el abuso alcanzaron los 1.754 entre 1985 y 2012, sin distinción de edad o género. Y aún es posible graficar más el horror: 5.712.506 personas fueron desplazadas de sus hogares entre 1985 y 2012. Prácticamente la población de Santiago de Chile, obligada a huir de la ciudad. (Fuente: Centro de Memoria Histórica)
El Acuerdo de Paz
El objetivo principal es el fin de la guerra. Esto involucra, obviamente, el cese al fuego y la desmovilización de las FARC. La guerrilla cumplió con el cese al fuego la última semana de agosto, además de acordar entre los 5.765 miembros que componen sus filas, adherirse a las negociaciones de La Habana. La última palabra la da el pueblo colombiano, que además de expresar su deseo por terminar el conflicto, debe aceptar las condiciones de los acuerdos. Entre sus puntos más importantes, podemos resumir lo siguiente:
La desmovilización: Esto se llevará a cabo en un proceso en el cual se han definido 23 “zonas de concentración” (ubicadas en lugares seguros, alejadas de cascos urbanos, parques nacionales o reservas indígenas) a donde deben dirigirse los guerrilleros, junto a sus armas de acompañamiento, y entregar sus armas y prepararse para la reincorporación a la vida civil. Tienen un plazo de 6 meses, y las armas serán entregadas a la ONU. El gobierno podrá verificar el proceso.
Otra de las actividades que las FARC ha prometido abandonar es su participación en el negocio del narcotráfico. Claramente esto no implica el fin del ilícito en Colombia, pues es un fenómeno mundial que depende de otros factores. Pero sin la colaboración de las FARC en este ámbito, se puede avizorar un escenario prometedor para el país.
También se considera que la guerrilla devuelva terrenos, recursos y enriquecimiento que ha conseguido a través del conflicto, como forma de reparación del despojo a las víctimas. Esto se enmarca dentro de la Reforma Rural, que priorizará la restitución de tierras a los campesinos desplazados. Por su parte, el gobierno compromete mayor inversión en infraestructura, salud, educación, vías y desarrollo social como parte de los Acuerdos.
Justicia transicional: Es el mecanismo propuesto para juzgar los delitos de lesa humanidad. Los guerrilleros que se ajusten al acuerdo, se comprometen a decir la verdad sobre sus crímenes, reparar a las víctimas y no repetir las acciones. Estos serán juzgados por penas de “restricción efectiva de libertad” de hasta 8 años. Quienes no cumplan con este proceso serán considerados fuera del Acuerdo, y podrían ser condenados por penas de hasta 20 años. La justicia transicional está pensada sólo para juzgar los crímenes de lesa humanidad; lo que ha trascendido en el acuerdo entre las FARC y el gobierno es el criterio de amnistía a los guerrilleros que hayan cometido delitos políticos o conexos con la lucha guerrillera. El proyecto de amnistía está en proceso de tramitación del Congreso y, repito, no considera delitos de lesa humanidad tales como secuestros, violencia sexual, asesinato y otros de naturaleza similar.
Participación política: automáticamente las FARC podrán acceder a seis voceros en el Congreso (tres en Cámara, y tres en el Senado), sin derecho a voto, y sólo acompañando los proyectos de ley que tengan relación con los Acuerdos de Paz. Por supuesto, en este escenario ya no hablamos de “guerrilleros”, sino de ciudadanos reincorporados a la vida civil. Posteriormente, a partir del 20 de julio de 2018, las ex-FARC tendrán un mínimo de cinco escaños en Cámara y cinco en el Senado, pero deben someterse a sufragio para determinar quién las ocupará.
Por su parte, el gobierno se compromete a abrir el espectro de la política formal y promover la participación ciudadana a partir de varias reformas que buscan mejorar la democracia y garantizar un clima de seguridad. Entre ellas podemos mencionar el “Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política”, en la cual se velará por la integridad de líderes políticos y sociales, además de propiciar un clima óptimo para la libertad de opinión y pensamiento, sin riesgo de estigmatización de los potenciales actores políticos. Entre otras cosas, se buscará potenciar la participación de las mujeres y de pequeños movimientos políticos, además de garantizar derechos civiles tales como el derecho a la manifestación, a la protesta y la libre expresión.
Reinserción de los guerrilleros a la sociedad: para reincorporarse a la vida civil, el gobierno entregará el 90% del salario mínimo equivalente a $620.000 pesos colombianos ($140.500 CLP) hasta por 24 meses a todos los que se acojan al proceso y no hayan encontrado trabajo en dicho plazo. Además dispondrá a cada persona, por única vez, una “asignación única de normalización” de 2 millones de pesos ($453.000 CLP). Los ex guerrilleros también tendrán la posibilidad de recibir 8 millones ($1.815.000 CLP) cada uno, por única vez, destinados a un proyecto productivo.
Este último punto es uno de los impugnados por los enemigos de los Acuerdos, exhibiendo la alternativa del gobierno como un proceso oneroso para el país. Ante la pregunta “¿Es cara la paz?”, el gobierno colombiano contrasta el precio de la guerra vs. el precio de la paz. En total, el gobierno destinará 15.000.000 al año ($3.400.000 CLP) por guerrillero en el proceso de reinserción. Sin embargo, se calcula que combatir a la guerrilla cuesta 20 billones de pesos colombianos en el presupuesto anual (4.530.900.000 CLP). Es decir, que la reinserción apenas costaría el 0.00018% de dicha cifra, si se calcula la reincorporación exitosa de 7.000 guerrilleros. En términos simples, la inversión de la paz se recupera rápidamente, pues equivale al coste de 7 días de guerra.
La ganancia de la Paz
Décadas de neoliberalismo nos han usurpado la ingenuidad, y ni siquiera la palabra “Paz” nos hace rendirnos tan fácilmente. Aunque en el escenario colombiano la paz puede ser tentadora —y mucho— no vale dejarse llevar ciegamente: no todo será color de rosa. Y no me refiero a las tensiones y dificultades que sobrevendrán a los colombianos, incluso en el mejor de los escenarios.
El gobierno de Santos está tan enfermo de neoliberalismo como lo está la región entera. No olvidemos que Santos proponía una reforma a la ley de la educación que la acercaba peligrosamente al modelo chileno, el mismo invierno del 2011 en que los estudiantes de estas latitudes desenmascaraban al mundo la catástrofe. Su afán neoliberal es más que una anécdota: es la seria sospecha de que detrás de su amor a la paz, está el deseo de atraer más inversiones a Colombia y explotar los recursos naturales (petróleo, sobre todo; siempre el codiciado óleo) que descansan en los paraísos selváticos que hasta ahora habían estado controlados por la guerrilla.
Si este domingo Colombia vota “Sí” a la opción por una paz estable y duradera, apenas se abrirá un escenario donde el país pondrá a prueba su capacidad por llevar a cabo un proyecto de desarrollo humano que involucra muchas (demasiadas) aristas. Aún hay muchas dudas y obstáculos que vencer, además del embate neoliberal. Las Bacrim, por ejemplo, que se configuran como los ex paramilitares que continúan ejerciendo una fuerte influencia en las zonas rurales, con la complicidad de “ciertas” trasnacionales. La corrupción política, que opera tanto a nivel nacional como a nivel local. Los carteles de narcotráfico que aún controlan extensas áreas de Colombia. El proceso de despeje y erradicación de cultivos ilícitos, que implica el desmonte de minas antipersonales llevadas a cabo de forma manual por campesinos pobres. Y así, una lista larga de temas que no se pueden descuidar.
En fin, son muchos los coletazos de la guerra que aún quedan por resolver. Las implicancias por votar “sí” o “no” hacen del plebiscito del domingo 2 de octubre un acontecimiento histórico, que no da espacio para una posición tibia al respecto. Abanderarse por el “Sí” no significa descansarnos en la inocente esperanza de las buenas voluntades; debe significar un compromiso para la ardua tarea que se viene. Más que mal, en más de 50 años, es la primera vez que a la población civil se le interpela directamente a decidir sobre el futuro de una guerra que nunca deseó.
Varios kilómetros al sur, espero expectante. Tengo una posición que he asumido tanto desde el compromiso político como desde el afecto hacia Colombia y su gente. Humildemente espero que el tiempo no me la arroje a la cara a mí y a miles de colombianos que anhelan el fin del conflicto.
Por el momento, la hinchada del sur exclama con amor: “Sí, sí, sí, Colombia!”
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