/ por Carla Rocoto y Simón Quintana
Vuelvo al fin sin humillarme
Un 15 de octubre de 1993 un chileno era apresado en Perú por creer que otro mundo era posible. Un 15 de octubre de 2016, veintitrés años después, expulsado del territorio peruano, este chileno pronuncia un discurso en medio de una multitud en el aeropuerto de Santiago de Chile, convencido de que aún otro mundo es posible.
Jaime Castillo Petruzzi pone un pie en su país y nos recuerda que, como dice la famosa canción de Patricio Manns, “nunca el hombre está vencido, su derrota es siempre breve”.
Para todos los que estábamos esa noche en el aeropuerto era un misterio saber cómo sería el encuentro con el sujeto que aparecería por aquella puerta transparente. Mal que mal, varios años habían pasado desde la última vez que muchos de los presentes lo habían visto de frente, fuera de un noticiario. Las varias horas de espera a causa del actuar de la policía chilena, que retuvo a Jaime para interrogarlo, aumentaban la sensación de incertidumbre sobre lo que ocurriría. Familiares, compañeros y amigos, repletaban el sector de “arribo”, algunos cantando, otros sosteniendo carteles de bienvenida. Los más, mirando impacientes la pantalla de televisión que anticipaba la salida de algún viajero. El himno del MIR, cantado cada cierto tiempo por un grupo de compañeros, hacía resonar en el ambiente un eco con la frase “trabajadores al poder”, que ya a esas alturas parecía el coro de la jornada.
Se respiraba en el ambiente una mezcla de mito y realidad. Muchos éramos simples testigos de oídas de una historia que no nos pertenecía pero que, por distintos motivos, nos importaba. Recuerdos de infancia, de lucha, de encuentros y despedidas aparecían de tanto en tanto. La espera fue larga, pero como diría su hermana en algún momento, media hora era nada al lado de 23 años.
Hijo de la rebeldía
Jaime Castillo, el “Torito”, era apenas un joven militante del Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER) cuando a los 16 años de edad le tocó vivir el golpe Estado que derrocó a Salvador Allende. Un año después, y luego de saber de la detención y desaparición de dos compañeros que vivían cerca de su casa en Macul, decidió escapar del país para dirigirse a Francia, donde inició estudios universitarios.
En 1980 reingresó clandestinamente a Chile, luego de recibir en Cuba preparación militar para iniciar la resistencia en Neltume, Región de los Ríos. Luego de fracasar en la misión de resistencia, y siendo buscado por la CNI (Central Nacional de Inteligencia), Castillo Petruzzi escapa nuevamente de Chile a Francia, esta vez a través de la embajada, en donde pasa dos semanas asilado hasta poder tomar el vuelo al país que por segunda vez le salvaría la vida.
Guiado por un norte latinoamericanista, colabora años más tarde en la Revolución Sandinista de Nicaragua y finalmente en la resistencia de Perú contra la dictadura de Fujimori, país en donde su vida toma una pausa de largos 23 años.
Ante la ley
Un 15 de octubre de 1993 Jaime Castillo Petruzzi fue detenido en Perú acusado de pertenecer al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y de encabezar actos en contra del gobierno de facto de Fujimori, entre ellos el secuestro del empresario Raúl Hiraoka (en el contexto de las llamadas “cárceles del pueblo”). Se vivía en esos momentos una dictadura en el Perú. En 1992, con apoyo de la Fuerzas Armadas, Fujimori había perpetrado un autogolpe, disuelto el congreso e intervenido el Poder Judicial. El «Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional» se había instaurado.
Imputado por el delito de “traición a la patria”, en el año 1994, en sólo tres horas de juicio Jaime fue juzgado y condenado a cadena perpetua por un tribunal militar de una patria que no era la suya. Jueces sin rostro, testigos no identificados y defensa con limitaciones para ejercer su labor, fueron la tónica del procedimiento sumarísimo y secreto iniciado en su contra y en contra de otros tres chilenos, a quienes se les imputó lo mismo. La calificación de los hechos como traición a la patria –en virtud de una modificación legal hecha el año anterior– permitió juzgarlos bajo este procedimiento caracterizado por la reducción severa de garantías. Los recursos interpuestos en contra de la sentencia del fuero militar (y resueltos en la misma sede) fueron, como era de suponer, rechazados.
El 28 de enero de 1994 se presentó una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado peruano por violación a una serie de garantías consagradas en la Convención Americana de DD. HH. (Pacto de San José). Cinco años más tarde, en sentencia pronunciada en mayo de 1999, la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró la invalidez del proceso y ordenó la realización de un nuevo juicio que asegurara la plena observancia del debido proceso legal. Ordenó al Estado adoptar las medidas apropiadas para reformar las normas declaradas violatorias de la Convención y lo condenó al pago de una suma total de USD$ 10.000,00 a favor de los familiares de los cuatro chilenos procesados.
En un fallo contundente, la Corte estimó infringidas una serie de garantías fundamentales consagradas en el Pacto de San José, evidenciando el abuso con el que había actuado el Estado peruano. Indicó de manera enfática que la determinación de la responsabilidad penal, incluso en casos tildados de terrorismo, tenía límites, pues todo uso de la fuerza que no fuera estrictamente necesario por el propio comportamiento de la persona detenida era un atentado a la dignidad humana. Concluyó, entre otras cosas, que la incomunicación durante la detención, el aislamiento en celda reducida sin ventilación ni luz natural y las restricciones al régimen de visitas, constituían formas de tratos crueles, inhumanos o degradantes en el sentido de la Convención Americana.
Por último, reparó en lo arbitrario que resultaba que fueran los propios militares, una de las partes del conflicto armado que enfrentaba al gobierno dictatorial de Fujimori y a las organizaciones insurgentes, quienes persiguieran y juzgaran a personas vinculadas a estos grupos. La independencia e imparcialidad de los jueces era a lo menos dudosa, lo mismo que las posibilidades de defensa cuando no se permitía siquiera ver los rostros de enjuiciadores y testigos. Era claro, el debido proceso y el derecho a defensa habían sido vulnerados en prácticamente todas su dimensiones.
Desde inicios de 1994 y durante todo el tiempo que duró el procedimiento en la Corte, Jaime Castillo Petruzzi había estado en la cárcel de Yanamayo, Puno, a 4.000 metros de altura, donde permaneció ocho años bajo régimen cerrado especial. Este régimen le permitió una vez al año, y sólo por poquísimas horas, la visita de sus familiares directos. Un informe de la Comisión Interamericana de DDHH, señalaría más tarde que las condiciones extremas de detención en dicha cárcel hacían recomendable su inhabilitación.
Dictado el fallo, y cuando el asomo de una cuota mínima de justicia parecía estar cerca, pasó lo inesperado. Notificado de la sentencia, Perú decidió retirarse de la jurisdicción contenciosa del pacto. Fujimori decidió desconocer la competencia de la Corte por ser “contraria a la soberanía” del Perú, y en documento oficial comunicó que la sentencia no sería cumplida. A su juicio, el Estado peruano era víctima de “una equivocada y antijurídica aplicación de las normas que rigen el Sistema Interamericano de Derechos Humanos”.
Recién el año 2000, bajo la presidencia de Valentín Paniagua –presidente transitorio luego de la caída de Fujimori–, Perú volvió completamente al Pacto, y en enero de 2001 informó que cumpliría el fallo. En ese mismo año, luego de una huelga de hambre iniciada por los chilenos solicitando ser repatriados a Chile, lograron al menos salir de Puno y ser trasladados a Lima.
El año 2003 se desarrolló el nuevo juicio, en donde Jaime fue condenado a 23 años de cárcel por el delito de “terrorismo en contra del Estado peruano” por su vinculación política con el MRTA (además de ser condenado al pago de una indemnización al estado del Perú). Con ello pasó a la historia política de este continente como uno de los prisioneros políticos revolucionarios más antiguos de América Latina.
Sin embargo, la historia no terminaría ahí. Estando en el penal de régimen ordinario de Lima –donde estudiaba ciencias de la comunicación, trabajaba en los talleres de artesanía y ejercía labores de enseñanza de francés e italiano a otros reclusos–, un 14 de octubre de 2009, Jaime Castillo y otros diez prisioneros fueron trasladados en horas de la madrugada al penal especial de régimen cerrado de Ancón I (Piedras Gordas), en las afueras de Lima. El mismo día, el gobierno de Alan García promulgó una nueva ley eliminando los beneficios penitenciarios. La historia se repetía, esta vez de la mano de un gobierno pretendidamente democrático. Las repercusiones de estas reformas no sólo tuvieron efectos en el penal donde Jaime debía cumplir su condena, sino que también le impidieron haber podido salir libre en el año 2010, momento en el que habría cumplido con los requisitos para optar al beneficio de reducción de la pena.
Luego de un año en el penal de Ancón I, Jaime fue enviado de regreso al penal Miguel Castro Castro en Lima. Allí, un 29 de abril de 2011, es agredido junto a otros chilenos por decenas de reos comunes que quisieron tomar el control del pabellón 5 –habitado mayoritariamente por presos políticos– para poder apropiárselo y especular con él.
En la cárcel, comentaría Jaime después, el modelo económico se extrema, en su interior se replican las mismas contradicciones que existen afuera. Las ganancias por la “venta” de una celda pueden alcanzar incluso los USD$ 3.000. Los reclusos del Pabellón 5 no participaban de esas estructuras capitalistas, pues utilizaban los espacios bajo lógicas de compañerismo y solidaridad. Pero como sucede también en el exterior, no pertenecer al sistema tiene consecuencias. Contusiones múltiples, 55 cortes en la cabeza, ruptura de los meniscos de la rodilla derecha y heridas cortopunzantes en el cuerpo fueron el resultado de la afrenta. De regreso en Ancón I (a causa del incidente), Jaime es operado por rotura de ligamentos, dado de alta en menos de 24 horas (durante las cuales estuvo esposado a la cama y en permanente vigilancia) y sometido al régimen cerrado del penal. Sin que se le permitiese siquiera cumplir por completo la terapia de ejercicios y recuperación indicada por los médicos, Jaime nuevamente es sometido a duras restricciones.
El final del cuento ya es conocido. Jaime sale libre el día 14 de octubre de 2016 y es expulsado inmediatamente del Perú.
La historia quiso que cumpliera efectivamente el total de su condena en un país que no era el suyo y que además le estuviera prohibido para siempre el retorno a esa que fuera su patria en el encierro.
Pero hubo una opción de que este final fuera distinto. En septiembre de 2012 se promulgó el tratado sobre el traslado de personas condenadas entre la república de Chile y del Perú. De acuerdo a este, cumplidos ciertos requisitos, una persona condenada en uno de los dos Estados parte podía ser trasladada al otro para cumplir la condena impuesta. Cualquiera de los Estados podía solicitar el cumplimiento del tratado, si es que el recluso expresaba su deseo de traslado.
Jaime Castillo, cumpliendo todos los requisitos que el tratado establece, manifestó su voluntad de ser trasladado a Chile para cumplir la parte final de su condena en su país, cerca de su gente. Ni el gobierno liderado por Piñera ni el encabezado por Bachelet hicieron eco de su petición. El Estado de Chile, persecutor de otros chilenos a quienes también tilda de terroristas por luchar, le dio una vez más la espalda a un chileno. Es la Paradoja del Estado de Chile haciendo gala de su hipocresía con aspavientos.
El Estado de Chile, patria y soberanía ¿para quién?
En 1998, se vivieron una serie de hechos que marcaron a nuestro país. Tuvimos por primera vez en nuestra historia a un primer lugar del mundo en tenis; la selección chilena, luego de haber cumplido la sanción impuesta por la FIFA por el condoro del “Cóndor” Rojas, logró clasificar agónicamente al mundial de Francia; dirigentes del partido comunista, liderados por Gladys Marín, presentan la primera querella en contra de Pinochet (quien apenas dos meses después deja la Comandancia en Jefe del Ejército para asumir como senador vitalicio en su condición de “ex Presidente de la República”).
Pero ninguno de estos acontecimientos preocupó tanto a la élite política como lo ocurrido el 16 de octubre de ese año, día en el que se llevó a cabo la detención en Londres por parte de la policía británica del ex dictador, por orden del juez español Baltazar Garzón.
La historia de lo sucedido desde el 11 de septiembre de 1973 es conocida y repudiada por la gran mayoría del país. Sin embargo, esa pequeña parte que defiende, apoya o hace la vista gorda, esa parte que nos ha gobernado durante los 26 años de “democracia”, se mostró realmente angustiada frente a la detención del dictador Augusto Pinochet ejecutada por la Scotland Yard. A través del, en ese entonces, Subsecretario de Relaciones Exteriores, Mariano Fernández (luego Ministro de Relaciones Exteriores durante el primer gobierno de Bachelet), y el Canciller José Miguel Insulza, el Estado de Chile salió en defensa de su dictador.
Apelando a la violación por parte del gobierno británico de la inmunidad diplomática –que en aquel tiempo poseía por su calidad de Senador Vitalicio– a través de una protesta formal, el Estado de Chile manifestó su descontento. Al mismo tiempo que el ex Presidente Eduardo Frei Ruiz–Tagle mostraba su preocupación por el caso, argumentando que los ciudadanos chilenos tienen que ser juzgados por los tribunales chilenos, el Embajador de Chile en Londres mostraba también públicamente su apoyo hacia Pinochet.
Sí, aunque resulte a estas alturas del partido absurdo, el Estado de Chile tenía sentado en uno de los sillones del Parlamento a un ex dictador y, además, lo defendía de ser juzgado por delitos de lesa humanidad cometidos en territorio chileno, los que de acuerdo al derecho internacional son tan graves que sus perpetradores son enemigos comunes de la humanidad toda.
¿El argumento? El mismo que dijera Fujimori para no cumplir la sentencia de la CIDH. Había aquí un atentado a la soberanía.
Las correspondencias resultan curiosas, sobre todo en este triángulo de lamentables coincidencias. Perseguido y persecutor representan las caras opuestas de una reacción. A diferencia de Jaime, a Pinochet lo salió a defender cuanto representante del Estado pudo. La preocupación por su estado de salud fue inmediata y no se dudó en rechazar rotundamente la detención. A diferencia de Jaime, el juicio de Pinochet no duró horas, sino años.
Finalmente, y luego de las extraordinarias gestiones del Estado chileno, el 3 de marzo del año 2000 llega a Chile –en un avión de la FACH– el mayor dictador que ha tenido nuestra historia. Y no para cumplir condena, sino que para disfrutar de su libertad.
Fujimori, condenado a 25 años de prisión por las graves y masivas violaciones a los derechos humanos cometidas durante el periodo que gobernó Perú (1990–2000), hoy ocupa el mismo argumento que antaño ocupara nuestro dictador para recuperar la libertad: su estado de salud es delicado.
Lo cierto es que, jurídicamente, si Chile hubiese hecho la solicitud de extradición para reclamar el ejercicio de jurisdicción territorial de los delitos imputados a Pinochet, estos habrían cumplido todos los requisitos para la procedencia de la extradición. Jurídicamente, si Chile hubiese querido aplicar el convenio suscrito el año 2012, Jaime Castillo podría haber pasado los últimos años de condena en su país.
Pero el Estado de Chile ha querido no juzgar al dictador más grande de su historia y ha querido también ignorar a quienes lucharon para conquistar esta democracia que ahora unos pocos se apropian.
¿De quién es entonces la patria, cuando la soberanía se invoca para defender al mayor genocida de nuestra historia?
No estamos completamente libres
A las 23.13 horas, el tablero de llegadas internacionales había marcado que el vuelo SK 801, proveniente de Lima, había arribado. Una hora más tarde, a las 00.28, sucedió lo que todos esperábamos. Primero por la pantalla, y luego por la puerta transparente apareció Jaime y, parado en frente de la multitud, nos sonrió con su puño en alto. Luego vinieron las fotos, los abrazos y las canciones. Las mismas de antes, pero más fuertes. El Torito quería ser recibido con cantos, y así fue.
Transcurridos algunos minutos, y en medio de una pequeña muchedumbre, Jaime Castillo habló. Nos habló a todos.
Pese a que ha pasado, a estas alturas de su vida, pocos años en Chile, habla aún como chileno. Y en este tono medio chileno, medio peruano, nos dijo que ha venido con la más alta voluntad de juntarnos para la construcción del mundo nuevo, de empujar el carrito de la historia, de ser uno más en esta lucha. Hablando en plural, asumiendo una especie de vocería de los presos políticos revolucionarios (énfasis que él agrega), nos dice: “lo que más queremos transmitir es una sola cosa, de todos estos años: ¡Dignidad! ¡La dignidad del prisionero político! ¡La dignidad del luchador social! Estamos libres hoy día, pero no estamos libres por completo. Somos felices, pero no estamos felices por completo. Quedan todavía muchos compañeros prisioneros políticos allá en Perú y acá también por supuesto. Vamos a seguir bregando por la libertad de todos y de todas”.
Nos quedamos con esto y, tomando el guante de la memoria, escribimos este texto. Porque la criminalización de la lucha no es un fenómeno exclusivo de las dictaduras ni es cosa del pasado, nos parece importante el testimonio de Jaime. Porque su historia es de algún modo la historia de muchos y porque la fuerza y valentía que transmite son admirables, le decimos: bienvenido a Chile, querido compañero.
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