/ por María Yaksic
Mujeres afroamericanas agitan banderas en Connecticut, protestas en Detroit antes de la segunda guerra en Irak, una concentración convocada por la Unión del Barrio y el colectivo zapatista en San Diego mientras de fondo se escucha Calle 13. El inicio es cinematográfico. Un abrupto fundido negro encadena estas escenas como un hiato en el mapa de voces que componen la geografía social de Estados Unidos.
Insurgencias invisibles de Luis Martín–Cabrera recorre las resistencias y militancias en Estados Unidos transitando los lindes de la crónica, el ensayo, la entrevista y la novela. A estas páginas subyacen un conjunto de entrevistas y crónicas (algunas anteriormente publicadas) que tras años de recopilación adquieren forma en este volumen cuya edición chilena estuvo a cargo de Proyección Editores (Santiago de Chile, 2016). Ahora bien, esta oscilación entre géneros no se sostiene desde un lugar cómodo ni tampoco dado, sino que resulta de la búsqueda de una escritura capaz de contener la densidad histórica de los espacios sociales del norte. Tal ejercicio funciona, al decir de su autor, como una contrahistoria o contraantropología; al fin y al cabo, como un texto sumergido en la memoria oral que no naufraga a la hora de exhibir sus solidaridades, sus compromisos y, también, sus privilegios.
La invisibilidad de las insurgencias es una interrogante que instala el libro, pero que lo trasciende. Así, encara las contiendas desprendidas por el contexto posteleccionario que hoy vivimos, esa implacable reactivación de los conocidos imaginarios de los “otros”, el discurso de la civilización y la barbarie que, como fantasmas de una guerra declarada, corre de norte a sur. Reaparecen entonces los muros que ya conocíamos: “el tajo abierto” que constituye la frontera entre México y Estados Unidos, el bloqueo de Cuba, la falsa promesa de una era postracial con Obama. Triunfa Trump. Una vez más estamos ante la escena del monstruo y no necesitamos volver a Martí para verlo a rostro descubierto: una vez más la amenaza contra la comunidad latina, la comunidad de los sobrevivientes (como diría Junot Díaz), es apremiante. En el libro y en la vida social, la invisibilidad se manifiesta de modo sintomático: la invisibilidad de quienes hoy luchan cotidianamente y de quienes lo hicieron en el pasado; pero también de los polos organizativos que habitan hace bastante tiempo un territorio cuyo multiculturalismo democrático fagocita gran parte de la política de “oposición”. El libro atraviesa el trabajo cotidiano de la insurgencia, sus horizontes y sus contradicciones, esa larga duración que es invisible a las pantallas.
La primera de las tres grandes tramas que despliega Martín–Cabrera, “Racismo y lucha de clases”, postula que la clase constituye sólo una de las contingencias históricas a la hora de enfrentar los regímenes de opresión contemporáneos. De ese modo, la intersección entre raza, clase y género guía el primer tercio del libro mediante una entrevista a Roberta Alexander (militante de Panteras Negras, del movimiento por la libertad de expresión en Berkeley, miembro del Partido Comunista y “profesora y agitadora social”, según leemos) y dos crónicas: una sobre la violencia en Atlanta, otra sobre los esfuerzos de crear una organización interétnica contra la “segregación y el terror racial” en la Universidad de California en San Diego; textos que siguen la pesquisa de aquella sostenida “relación entre las políticas de privatización de bienes comunes y la perpetuación del racismo” (41).
“Fronteras y militancias migrantes”, la segunda sección, acoge la “herida abierta” por la frontera San Diego/Tijuana. Frontera multiforme que “es más que el dispositivo tecnológico militar que separa Estados Unidos de México, la realidad física de cámaras infrarrojas, la doble barda de metal o los check point”, nos dice Martín–Cabrera. “La frontera es también una estructura de terror psicológico impuesta sobre la vida interior del migrante […] también dentro de los cuerpos y las mentes […] de los once millones de personas que vienen indocumentadas sin derecho a la ciudadanía […] atrapados en la ‘jaula de oro’” (95). Esa misma frontera es el escenario de donde emerge la crudeza de la industria maquiladora −uno de los paradigmáticos modelos de esclavitud contemporánea−, que leemos a partir de la entrevista a Enrique Dávalos. Desde la maquila, en tanto tropo de frontera, accedemos a los testimonios de experiencias organizativas en el radio de Tijuana (el CITTAC), pero también a algunas de las miles de vidas truncadas y familias dispersas a causa del férreo engranaje entre deportación, migración económica y precariedad. Es el árido paisaje de una violencia sistemática que interpela incluso a quienes hacen “ciencia” a partir de ella.
No es casual que Martín–Cabrera señale que la tercera parte de su libro es “deudora y producto” del Discurso sobre el colonialismo del martiniqueño Aimé Césaire. Este ensayo anticolonial clásico, que desmanteló a medios de siglo XX la lógica del colonialismo moderno, conserva una actualidad asombrosa si de hablar de neocolonialismo o colonialismo interno se trata. De allí que “Imperialismo y sus enemigos internos” aborde la dinámica de colonización interna (el silenciamiento genocida de la desaparición de la población indígena) y externa (la extensión de políticas abiertamente coloniales) en y desde los Estados Unidos, con el fin de reconstruir las paradojas que rondan aquellos ya conocidos modos de ocupación fáctica y sus estrategias para crear “otros” internos a partir de narrativas maniqueas (como las que muy bien se expusieron en el 9/11). En ese panorama se inscribe la entrevista a los militantes de la Unión del Barrio (Rozamel Díaz, Adriana Jasso y Harry Simón), organización de latinos en “las entrañas del monstruo”, cuya perspectiva internacionalista impresiona, como también su compromiso con el “centralismo democrático”. Y es que habitar una frontera imperial es estar en una permanente “zona de guerra”, nos dicen. Allí toman voz tanto la Unión del Barrio como los afroamericanos que se levantan cada vez que la policía asesina a uno de los suyos.
Hace más de medio siglo Fanon sentenciaba que “una sociedad es racista o no lo es”. Precisamente, uno de los grandes logros de Insurgencias invisibles es continuar la pista de esa infatigable línea de color que atraviesa la historia de Estados Unidos. No hay mayores ni menores grados de racismo, sino el constante despliegue de una estructura social racializada que opera transversalmente: transitar de un lado y otro esa línea de color es, de algún modo, ir contra la historia. Por ello, dimensiones del racismo que parecieran ser de distinto orden afloran en el libro como parte de una maquinaria perfecta. Y es que la “extensión y modernización de los sistemas de dominación de la línea de color” aumentó en un 450% los presos tras la privatización de las cárceles en 1980, línea de continuidad sin ruptura que muy bien Angela Davis, Michelle Alexandre y Ruth Gilmore se esfuerzan por extender desde el genocidio esclavista hasta hoy, nos dice el autor. “Cualquiera que piense que estas afirmaciones son exageradas tiene que recordar […] que en la actualidad hay proporcionalmente más afroamericanos bajo control de las autoridades penitenciarias que el número total de esclavos que existía en 1850, una década antes de la guerra civil”(39). No basta con solidarizar. La línea de color impregna también las luchas y resistencias, e incluso extiende una barrera naturalizada hacia quienes desean integrar la lucha antirracista.
Existe en Insurgencias invisibles una dimensión no del todo declarada que resuena más allá de la lúcida negociación que hace entre el análisis de casos, las entrevistas, las experiencias cotidianas descritas y su arsenal teórico (que felizmente nunca cobra real protagonismo). Me refiero a la permanente aparición en segundo plano de una ética del trabajo que intenta saldar la vieja incógnita sobre cómo reunir teoría y práctica. El qué hacer y el quehacer están movilizados en esta voz autoral que corre junto a las otras e interroga el sentido de las actividades, los deseos, la militancia y el trabajo asalariado. Hay aquí una utopía lúcida que no teme mirarse la espalda, volver significativas las opacidades, hacer suyas las heterodoxias. Es el trazo de un qué hacer sin recetas; más bien, de un quehacer y un qué hacer que estriban en la premisa de un “se luche donde se esté, donde sea”, porque “sin vergüenza no hay ética” y “el cuerpo es un lenguaje que hay que aprender a escuchar”. En definitiva, el libro despliega una heterogeneidad escritural y crítica que intersecta la militancia con un pensamiento que desborda el quehacer académico. Su desembocadura no es resolver las contradicciones que afloran a la hora de circular entre ambos espacios y en los límites representativos del lenguaje. Más bien es el ensayo de una posible autoría colectiva cuyo programa sea “alzar la voz”, allá y acá, en tanto motor de aquella “escritura del futuro” que el libro explora incansablemente:
«Somos un río desbordado, un error del sistema, un cuerpo lleno de palabras y gritos, un árbol carnal, generoso y cautivo, bocas que sueñan espadas como labios, pero sobre todo somos un silencio en lucha, el silencio de los miles de deportados, de las y los muertos de la frontera, el ruido y la furia de los cuerpos rotos en la maquiladora, en los jardines de La Jolla».
Insurgencias invisibles: resistencias y militancias en Estados Unidos
Luis Martín–Cabrera
Proyección Editores, 2016
Ensayo, 340 págs
Perfil del autor/a: