/ por Luis Fernando Chueca
Este libro, editado por Gonzalo Geraldo Peláez, lleva por título Entre la utopía & el desencanto. Voces & visiones de las neovanguardias poéticas del Perú y recoge entrevistas a miembros de, u otros poetas muy cercanos a, tres colectivos surgidos, respectivamente, en las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo pasado: Hora Zero, Kloaka y Neón, así como textos poéticos de ellos mismos. El título es suficientemente revelador de la propuesta que guía la publicación, y fue también el eje que Gonzalo me solicitó que abordara en estas páginas introductorias: el vínculo entre dichas neovanguardias y la línea (no exenta de discontinuidades) que traza el recorrido de la utopía al desencanto en cuanto al habitualmente llamado horizonte utópico de, añadamos, transformación (radical) de la sociedad. En lo que sigue –y a partir de la transcripción de una conversación con el propio Gonzalo a la que he añadido algunas precisiones**–, abordo dicho tramado desde una perspectiva que si bien pretende la reconstrucción del proceso, no puede desconocer ni las particularidades de mi propia visión, ni la imposibilidad de representar trayectos mucho más complejos que los que las palabras, cualesquiera, podrían recoger. Se trata, así, de una propuesta de lectura que se suma a otras miradas al respecto y debería cotejarse con ellas. A la vez, de un acercamiento que aunque prescinde de la revisión detallada de las discusiones contemporáneas acerca del tan problemático como seductor concepto de neovanguardia, tiene presentes, como telón de fondo, los extremos en que se suelen moverse estas: por un lado la recusación del valor de todo proyecto neovanguardista, pues estos resultarían siendo fundamentalmente movimientos que, al reactivar gestos y procedimientos surgidos décadas atrás, con las vanguardias históricas, que fueron finalmente incorporados en las historias oficiales, institucionalizan (sin saberlo o sabiendas) aquello que surgió con heroica vocación contrainstitucional y antiartística (Peter Bürger), y, por otro, la afirmación de que han sido precisamente las neovanguardias las que han comprendido más cabalmente los proyectos vanguardistas, ampliado sus desarrollos, y han podido ser más agudas en su crítica y deconstrucción de los fundamentos de la institución-arte (Hal Foster).
Sin ahondar en las implicancias de esta discusión, lo que sigue parte tanto de la convicción de que las neovanguardias poéticas peruanas cumplieron, en sus respectivos momentos y a la luz de las circunstancias, culturales y políticas, en que surgieron y se desarrollaron, un importante papel en el proceso de la poesía peruana, como del convencimiento de que todo proyecto vanguardista es, en general, y casi por definición, diría, pasajero. No se puede afirmar la misma condición neovanguardista cuando las posiciones de dichos proyectos han variado hasta llegar a formar parte, en gran medida, de las ubicaciones canónicas en el terreno de batalla que es inevitablemente el campo literario.
Debo dejar indicado, para finalizar este preámbulo –y lo explico con más detalle en su momento– que considero que de los tres proyectos colectivos que se proponen aquí, solo dos pueden cabalmente reconocerse como neovanguardistas: Hora Zero y Kloaka. En ambos casos se observa la conjunción de dos aspectos que considero centrales en todo proyecto de vanguardia o de neovanguardia: la apuesta por ampliar radicalmente los rasgos de escritura establecidos en un momento dado y una actitud beligerante que pugna por cuestionar lugares, convicciones y premisas arraigadas en el campo del arte y, con ello, de sus vínculos con la sociedad y con la vida. En ambos casos, además, y en gran medida en relación con lo anterior, está muy presente el otro eje definido como preocupación central de este libro: la utopía.
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A inicios de los setenta hubo una marcada vocación rupturista que puede verse en diálogo con lo que estaba ocurriendo en el escenario político del Perú y, de algún modo, en Latinoamérica. Esto es más claro si consideramos a Hora Zero y a otros poetas que, sin ser parte de este grupo, participaron más o menos del estado de ánimo que representó. El gobierno de Velasco (1968-1975) significa un hito fundamental en el cambio de rostro en el país. Aunque se trató de una dictadura militar, que subió al poder a través de un golpe –un gobierno vertical y desconfiado en gran medida de la autonomía del movimiento popular, al que quiso controlar–, con Velasco se piensa, casi diría por primera y única vez, desde el estado, un proyecto de Perú como nación, que fue, además, un proyecto progresista. Se realizan gestos potentes de reivindicación de lo nacional y de lo andino que se enfrentan a las estructuras, prácticas y prestigios oligárquicos. Sin duda, el Perú cambió en esos años y quizá uno de los aspectos centrales de esto es la consolidación de la conciencia, de indígenas y campesinos, por ejemplo, de ser sujetos de derechos. Esto no se inicia con Velasco; hubo una gran efervescencia popular, desde antes, luego del fracaso de las guerrillas del 65. Y antes están las tomas de tierras campesinas, rebeliones indígenas en la primera mitad del XX, en el XIX, y podríamos seguir retrocediendo. A fines de los sesenta, en el marco de la llamada “nueva izquierda peruana”, los jóvenes discuten sobre la viabilidad de la lucha armada. La revolución se ve a la vuelta de la esquina. El golpe de Velasco –decisión institucional del Ejército– se explica, en parte, por cierta convicción sobre la necesidad de transformaciones radicales y, en parte, para evitar un nuevo estallido guerrillero. Ya con los militares en el poder (que nacionalizan empresas extranjeras, desarrollan un proceso de reforma agraria), hay una gran movilización social, popular y estudiantil, sea para apoyar el proceso en marcha desde el estado, sea para exigirle ir más allá en las transformaciones.
La literatura y la poesía no son ajenas a todo ello. Aunque no puede verse lo que sucede en la literatura como un eco de lo social y lo político, hay sí un diálogo muy estrecho. Para volver al tema planteado, los miembros de Hora Zero y muchos otros jóvenes poetas participan de la corriente de transformación de esos años y son parte de un impulso por estremecer las bases de la institución literaria, cuestionar los prestigios y los excluyentes mecanismos que regían, en general, la pertenencia al campo literario. Entonces, ya no serán los sectores medios-altos aquellos de donde fundamentalmente salga la poesía que alcance resonancia pública, sino también de los medios-bajos, las provincias, los migrantes. Hora Zero sin duda es parte fundamental de este proceso. En sus manifiestos iniciales (el más conocido es Palabras urgentes de 1970), dirigen una crítica “iracunda” (adjetivo utilizado en el texto) contra toda la poesía peruana y expresan su afán fundacional: ellos representan lo nuevo, en lo que propone, como componente fundamental, la perspectiva revolucionaria; la poesía debía ser revolucionaria en tanto representaba una nueva forma de asumir la palabra poética, de afrontar el acto creativo, y también en cuanto partía de una confianza casi total en que la poesía era parte fundamental del proceso de transformación social que inevitablemente debía producirse.
En ese sentido, creo, es posible hablar de Hora Zero (y de la corriente setentera que representa), como una manifestación neovanguardista: manifiestos, cuestionamiento de la institución-arte, ampliación de los registros de escritura, discusión de los criterios regentes de la belleza estética, concepción de la poesía no ajena al devenir de la sociedad. No obstante, deben hacerse también matices. Lo que logró Hora Zero en el lenguaje poético representa, más que una ruptura total, una radicalización de algo que ya estaba en proceso. La propuesta del “lenguaje vivo de las calles”, de la que se habla en varios manifiestos, representa la consolidación de la incorporación de una serie de registros antes poco presentes en la tradición poética letrada peruana, pero que se puede ver ya en los sesenta con poetas como Luis Hernández, por ejemplo, y no es el único. Los personajes populares y subalternos, y sus lenguajes, se consolidan también como una constante a partir de esos años, pero también encuentran antecedentes fundamentales en Vallejo, en los hermanos Peralta, en Leoncio Bueno, por citar unos pocos nombres. En general, lo más desarrollado y proclamado del lenguaje horazeriano se mantuvo dentro de los márgenes del conversacionalismo establecido como paradigma a mediados de los sesenta (narratividad, coloquialidad, comunicabilidad) –por supuesto que claramente más “peruano”, más “limeño” y “callejero”, que erosionó más nítidamente el registro lírico–. Pueden reconocerse pronto, no obstante, desarrollos más claramente experimentales, como en Monte de goce de Enrique Verástegui, aunque se publica mucho más tarde, o en Vida perpetua de Juan Ramírez Ruiz, que aparece en 1978, cuando el poeta se encontraba ya lejos de lo que para esos momentos era el núcleo horazeriano.
Hay otros aspectos interesantes por comentar con relación al paradigma de la revolución y la utopía: como mencioné, existe en los setenta y en la prédica de Hora Zero una gran confianza en el papel que le toca cumplir a la poesía, y una gran confianza en la revolución y en la necesidad de participar de ese proceso. La peruanización, el lenguaje de las calles, el sujeto popular, la ampliación del campo deben verse también desde esta óptica. En cuanto a la confianza en la revolución, específicamente, la poesía de los setenta presenta una marcada diferencia con relación a los sesenta, que quizá se debe ver en la clave de lo que significó la muerte del poeta Javier Heraud en 1963. Heraud es contemporáneo de Cisneros, Hinostroza, Hernández, Martos. Heraud viajó a Cuba, de donde regresó como miembro del Ejército de Liberación Nacional, que inició una experiencia guerrillera en esos momentos. Fue una experiencia fallida que terminó (en esa primera etapa) a los pocos meses, precisamente cuando muere Heraud en la selva peruana acribillado por agentes del Estado peruano. La figura de Heraud en este sentido no solo es importante, para los poetas, por su obra, sino porque se entregó a una causa que, en esos momentos, la mayoría de ellos y muchos otros jóvenes de izquierda afirmaban que debía realizarse, en gran medida a la luz de las expectativas generadas por el triunfo de la Revolución Cubana y de la necesidad de transformación de las condiciones del país. Pero la guerrilla fracasó (y Heraud murió) y a los poetas del sesenta este fracaso los llevó a replanteamientos importantes sobre las posibilidades reales de la revolución y a un fuerte desencanto. Aunque varios de ellos colaboraron en proyectos de la izquierda revolucionaria de los años posteriores, es claro que el ánimo no era el mismo. Los ejemplos más claros de este desencanto, en la poesía, pueden verse en varios textos de Canto ceremonial contra un oso hormiguero de Cisneros, en Contranatura de Hinostroza y en algunos poemas de Martos.
En contraste con ellos, los poetas de los setenta, algo menores, recuperan –posiblemente al calor de la intensa movilización social y efervescencia del movimiento popular de los que hablaba antes– el entusiasmo por la revolución, la convicción de que se producirá, y recuperan, con ello, la figura de Heraud ícono poético y revolucionario. En Palabras urgentes, Heraud es el único poeta, además de Vallejo, a quien reconocen como valioso sin cortapisas. Esto se ve también en otro núcleo de poetas de los inicios de los setenta, organizados alrededor de una revista que tuvo lazos estrechos con el ELN. La revista se llama Estación Reunida, título del poemario póstumo de Heraud.
Hay efectivamente entre los poetas de Hora Zero la idea de un proyecto nacional en el que la poesía debía estar presente. Luego, en la segunda mitad de la década –después de otro golpe militar, esta vez de orientación marcadamente derechista, encabezado por Morales Bermúdez, que gobernó el país de 1975 a 1980–, las reformas velasquistas fueron desmontadas. En 1977, el movimiento popular organizado convocó a un paro nacional, cuyo éxito forzó al gobierno a anunciar la convocatoria a elecciones. En ese contexto, Hora Zero se reúne nuevamente, elabora nuevos manifiestos y se declara “vanguardia cultural del proletariado peruano”. Pero más allá de una cierta participación orgánica al lado de uno de los partidos de izquierda de la época, de lo que ya señalé respecto del lenguaje poético y de que efectivamente hay muchos más poetas en diversos lugares y sectores sociales del país, la poesía no llegó a ser parte efectiva de la vida de las mayorías ni a participar activamente de los procesos sociales, como se esperaba inicialmente. No se logró forjar núcleos que pudieran sostener la utopía de una poesía vitalmente importante para la gente común –más allá de los círculos letrados– que cumpliera un papel relevante en el devenir de la sociedad. Aumentó en esos años la cantidad de lectores, creció la población universitaria, hubo grupos poéticos o filiales de Hora Zero en varios lugares del país, y la poesía de esos años consolidó ciertas características de lenguaje que permitían una mayor accesibilidad casi para cualquier lector, pero la llegada real de la poesía a otros sectores, a pesar de eventuales lecturas en partidos o sindicatos, siguió siendo muy limitada. A la vez, algunos de los miembros más representativos de Hora Zero empezaron a gozar de fuerte capacidad de influencia en los nuevos poetas y lectores de poesía, a ocupar posiciones importantes en el periodismo cultural y a ser parte central del campo literario.
Es frente a esta situación, quizá, que reclamaba Juan Ramírez Ruiz, fundador de Hora Zero junto con Jorge Pimentel, cuando en 1980 escribe Palabras urgentes 2 (que distribuye en un acto poético de HZ en el Salón de Grados de la Universidad de San Marcos), en donde señala que el movimiento Hora Zero de esos momentos era un simulacro de lo que había sido y de lo que había pretendido primigeniamente. Por otro lado, con el paso del tiempo, los horazerianos van dejando de lado la propuesta vanguardista sobre la capacidad de la poesía de contribuir a la transformación de la sociedad: lo que podía hacer era representarla. Claro que eso ya corresponde a otro momento, el de los ochenta, sobre el que hay varios aspectos que deben comentarse previamente.
En 1980 el Perú regresa al sistema democrático, pero las expectativas y entusiasmos que ello había generado (no olvidemos que se trata, en gran medida, de una conquista del movimiento popular) rápidamente se ven confrontadas por la realidad de una democracia formal que profundiza la orientación derechista y la aplicación de medidas que afectan sobre todo a los sectores populares, se reinstalan empresas transnacionales, hay despidos masivos, se dictan medidas económicas destinadas a favorecer a los grupos de poder. Y a la vez, también en 1980, Sendero Luminoso declara la guerra al Estado peruano con el inicio de la lucha armada. A pesar de cierto entusiasmo que pudo despertar en algunos sectores en sus momentos iniciales esta decisión, y del apoyo que efectivamente tuvo en algunos momentos en parte del campesinado, donde inició sus acciones, pronto se ve que Sendero va priorizando la lógica militar sobre la lucha política, por lo que parte fundamental de su accionar consiste en la eliminación de sus enemigos, aunque estos fueran campesinos pobres o dirigentes de base de la izquierda legal. En paralelo, sobre todo a partir de 1983, en que se encarga al ejército peruano el control de las zonas más conflictivas, se decretan estados de emergencia y se nombran comandos políticos-militares: la represión estatal se mueve bajo los parámetros de la guerra sucia, y la lógica de tierra arrasada afecta a muchísimas comunidades campesinas. El Perú se desangra. La Comisión de la Verdad y Reconciliación ha calculado que entre 1980 y el 2000 la guerra interna dejó cerca de 70.000 muertos (la mayoría en la década de los 80 e inicios de los 90), de los que más de un 75% fueron hablantes maternos de alguna lengua indígena peruana.
En este contexto, el proyecto de nación que se veía con expectativas en los 70, y las utopías nacionales generadas por los poetas de esos años y plasmadas en sus textos, pierden asidero. Lo que hay es creciente caos, violencia, desempleo, descomposición social, rebasamiento de toda institucionalidad, crisis económica, precarización generalizada. En ese contexto surge Kloaka, en 1982. Si Hora Zero representaba una neovanguardia además de por sus gestos, su posición rupturista y sus manifiestos, por su confianza en el papel de la poesía en la transformación revolucionaria de la sociedad, Kloaka –que quizá en un primer momento pudo identificarse, aunque parcialmente, con esto (por ejemplo cuando, en sus primeras declaraciones sobre la violencia, en sus manifiestos, se autodeclara “conciencia vigilante” de lo que sucede en el país)–, expresa un diálogo más estrecho con la nueva situación de caos generalizado. En realidad, esta diferencia puede observarse desde sus respectivos nombres: “Hora Zero” representa el optimismo de la refundación, la “hora cero” de la verdadera poesía, el nuevo nacimiento. “Kloaka”, por su parte, expresa descomposición, detritus, desecho, podredumbre. Desde sus primeras declaraciones, ellos hablan de la “situación cloaca” del país. Aunque en el contexto de su surgimiento apostaron utópicamente por una necesidad de una revolución que condujera a la liberación total, en todos los planos de la existencia humana, como única posibilidad para virar el rumbo del país, pronto empiezan a reconocer que no hay utopía posible de sostenerse en ese contexto. Lo que hay es, precisamente, la conciencia del quiebre de la utopía, del fracaso, y de la necesidad de escribir, casi como única posibilidad de supervivencia y de honestidad creativa, a partir de la sumersión en esa situación. Esto se ve ya en los momentos de existencia del grupo, de 1982 a 1984, pero se agudiza en los años posteriores, de agravamiento de la crisis y de generalización del contexto de violencia en los gobiernos de Belaúnde (1980-1985), de Alan García (1985-1990) y los años iniciales de Fujimori (1990-1992). El Perú se reconoce al borde del precipicio, o ya hundido en él. Esto es más visible en los casos de los miembros más representativos de Kloaka como corriente neovanguardista: Roger Santiváñez y Domingo de Ramos, quienes más claramente desarrollan –en su obra posterior a la desarticulación del colectivo– rasgos y gestos que estaban implícitos en la radicalidad declarada por el grupo, y quienes se sumergen vitalmente, a la vez, como parte de una misma actitud neovanguardista arte-vida, en la corriente de descomposición de la sociedad a partir, por ejemplo, de la experimentación cotidiana con drogas duras y del contacto estrecho con los espacios lumpen de la sociedad. Desde esa experiencia límite surge su escritura de finales de los ochenta y comienzos de los noventa.
Se trata, entonces, de una onda neovanguardista claramente diferente a la de Hora Zero. Ya no es la poesía como fundamental en la transformación de la sociedad. Es la poesía como parte de la dinámica social de convulsión y crisis extrema, pero tejida, no obstante, a través de proyectos poéticos personalísimos. En esta línea se producen algunos de los quiebres más potentes del discurso poético de esos años, sobre todo en Symbol (1991) de Santiváñez y Pastor de perros (1993) de De Ramos, a los que Mazzotti calificó como discurso esquizoide. Es posible afirmar que la radicalización del registro conversacional hegemónico, que se había ido produciendo en los setenta y los ochenta llega acá a un estallido. Cierta base, se puede decir, sigue siendo conversacional, pero llega a reventar: lo que queda son las esquirlas o las erupciones que brotan de ello. Textos al borde de la incomunicación. En ambos libros se pueden rastrear las huellas de las utopías del pasado, pero son huellas de su desastre, de su debacle, de lo parece irrecuperable.
Decía por ello que la neovanguardia Kloaka de los ochenta asume otras formas: por el lado de la exploración de los límites del lenguaje, se llega hasta casi la ilegibilidad, el quiebre de la lógica y la fragmentación extrema del discurso. A la vez está la conjunción arte-vida en el sentido de hacer de la propia experiencia vital (autodestructiva) una dimensión más de la ética de escritura que consideraban necesaria en ese contexto de violencia generalizada. Escribir desde el fondo de la situación cloaca del país. No obstante es interesante que –sobre todo esto se ve en el caso de Domingo de Ramos–, existe otra dimensión a tener en cuenta, que funciona en tensión complementaria con lo que acabo de señalar. Su lenguaje volcánico, casi como erupción, en que circulan elementos de lo más dispares, es, en algún sentido, expresión de lo que está gestándose en el país: de las nuevas configuraciones culturales de una sociedad en que las migraciones representan un hito fundacional, de una nueva inconformidad frente a los cánones de la sociedad y el campo literario, de las posibles utopías –a contrapelo de la descomposición en curso– de una comunidad otra. Y esto a pesar de que en los poemas primen imágenes que remiten a muerte, fracaso o desarticulación.
Con relación a los poetas de los 90 (la década en cuyos inicios la violencia exacerbada llega a Lima y en que se inicia luego la dictadura de Fujimori), yo diría que no es posible hablar de experiencia neovanguardista. Salvo que se piense en que para constituir una neovanguardia basta la existencia de un grupo que expresa cierta rebeldía capaz de concitar la atención, no creo que Neón (y hablo fundamentalmente de la experiencia de este grupo de 1990 a 1993) pueda verse como una propuesta o una experiencia de ese tipo. No hay una vocación de ruptura radical o parricidio, no hay enfrentamientos directos y tampoco propuestas que en el lenguaje evidencien buscar algo marcadamente diferente de lo que se había hecho. Quizá si se toma aislado el caso de Carlos Oliva y la indistinción que propone, hasta el extremo, entre arte y vida, sería posible ver ciertos atisbos, pero creo que no son suficientes para generalizar este diagnóstico a todo el grupo. La importancia de Neón radica más bien en el papel fundamental que cumplió en la visibilización de los nuevos poetas que aparecían a inicios de la década. Me refiero a dos aspectos principalmente. Por un lado, Neón organizó recitales, lecturas, estableció nexos, provocó diálogos. Es decir, hizo ver que había una nueva promoción de poetas que, a pesar de la violencia, de los desencantos ideológicos que se consolidan en esos años, del naufragio de las utopías, seguían interesados en hacer cosas, en decir su palabra, en construir una obra y, en algún sentido, en que los reconozcan como diferentes a los del ochenta. A partir de ello, se puede reconocer el otro aspecto, hay una vocación de congregar, de establecer redes, contactos, diálogos. No hay un ánimo confrontacional o de cofradía, sino de reunión. Esto está en consonancia con uno de los aspectos fundamentales de la poesía de los noventa que se consolidarán a través de la década: lo que he llamado en otro lado “la consagración de lo diverso”. Es decir, el final, en la poesía peruana (no solo en el caso de estos poetas, sino en general, hasta ahora al menos), de las hegemonías de una tendencia sobre otra, o de la posibilidad de afirmar que una línea poética era la correcta, la que más correspondía con el tiempo, con las necesidades de la sociedad o del campo poético. Se podría pensar que los amplios recitales que convocaba Neón respondían, en cierto sentido, a esa tendencia, que quizá en esos momentos no era tan clara, pero estaba en el ambiente. A partir de los noventa es posible transitar cualquier registro, búsqueda o propuesta poética sin mala conciencia y sin el riesgo de que se acuse a ello de pasatismo o de ilegitimidad.
Nuevamente esto hay que ligarlo con el contexto. Ya hablé de la violencia exacerbada en Lima, de la sensación de debacle definitiva en el país, y esto en concordancia con el naufragio del horizonte utópico, las declaraciones sobre el fin de la historia y el desprestigio de las ideologías. En 1992, Fujimori da el autogolpe, y las energías que circulaban en medio de la sensación de crisis y debacle, sucumben. No es que se deje de escribir poesía, pero ya no hay grandes recitales poéticos, los grupos desaparecen, los poetas se aíslan. La actividad notoria de los primeros años de la década se va diluyendo en caminos más aislados, en el desconcierto generalizado, en el temor por la represión desatada luego de la captura de Abimael Guzmán (líder de Sendero Luminoso) y por la afirmación aplastante del modelo neoliberal que incluía como complemento el intento de aplastar el pensamiento crítico y de controlar toda disconformidad. A este panorama William Rowe lo ha calificado (no solo para el contexto peruano) como el de un “vaciamiento simbólico”: “un vacío ético y político solo capaz de llenarse por la modernización neoliberal”. Los poetas, sin espacios de discusión, con espacios de crítica literaria en la prensa escrita cada vez más reducidos, optan por seguir, cada uno, sus propios caminos, sin mayores diálogos. Una especie de situación de “sálvese quien pueda” en que se explora, en los textos, el retorno a los espacios privados, a la soledad extrema, a la intimidad protectora de la casa, a la sacralización de la palabra, a cierto misticismo, a la pulcritud textual que busca no comprometerse ideológicamente, a los juegos intertextuales o a la exacerbación del desencanto y el camino sin salidas (esto último, por ejemplo, en Oliva). “Todo vale”, entonces, en ese escenario de desconcierto. O casi todo, porque, para volver a los puntos fundamentales de la pregunta inicial, del paradigma de la revolución o de la trasformación de la sociedad, del mundo posible diferente al que se vive, no quedan casi rastros, ni siquiera como huellas de su destrucción o su final. Ni, en general, en los textos, ni en las declaraciones de los poetas, cada vez menos escuchadas. Eso ya no existe ni como rastro ni como herida. Aunque esto no quiere decir que la poesía como disenso, como desajuste, como mirada otra que expresa su inconformidad haya desaparecido. Sigue, y en algunos casos con gran potencia.
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* Este texto sirve de prólogo al libro Entre la utopía & el desencanto. Voces & visiones de las neovanguardias poéticas del Perú (Cinosargo, 2016), editado por Gonzalo Geraldo.
** La pregunta inicial de la conversación, a partir de la cual propuse las ideas de las páginas siguientes, fue: “Comenzamos nuestra entrevista con las siguientes citas a modo de provocación. La primera es la del escritor y pensador cubano José Martí, «el verdadero hombre libre es el hombre culto»; y la del sociólogo chileno Tomás Moulián, autor de Chile actual: anatomía de un mito (1997), «el consenso es la etapa superior del olvido». ¿Cuál es tu examen de tópicos como el del disenso y la revolución en la esfera de la cultura, refiriéndome al desarrollo histórico de las neovanguardias peruanas (Hora Zero, Kloaka y Neón) y específicamente a la desilusión o crisis de la utopía social que marca su destino?”
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