/ por Juan Pablo Sutherland
El que no ha visto un puto en la Plaza de Armas o un cola
esperando que la liebre salte se ha perdido de algo.
Esa pequeña revuelta marica, precaria y marginal de las colas
de los años 70 en La Plaza de Armas podría pensarse como nuestra propia Comuna de París.
Como señala Gonzalo Asalazar al abrir este libro, El deseo invisible. Santiago cola antes del golpe (Cuarto Propio, 2017) es un mapa que reconstituye el encuentro entre colas y mostaceros en Santiago de Chile entre 1950 y el golpe de Estado de 1973. Desde esta declaración o anuncio, lo primero que llama la atención es la política de enunciación de los protagonistas, de los participantes de estas historias. Colas y mostaceros entrarían en la nomenclatura de cierto coa de gueto, de tribu, de política del nombre que resignifica o le da un gesto de habla local a homosexuales, cafiches, putos que se desenvuelven en el campo del tráfico sexual urbano tanto en las décadas que trabaja el libro como podría serlo hoy día. Me parece que el autor de El deseo invisible ya ubica una política del nombre desde el título, fija y rescata un lugar local del habla marica. Al constituirlo como un lugar popular, desplaza la estigmatización y da espacio a nuevas formas de configuración de los sujetos y de subjetivación. “Cola” se podría pensar además como el insulto, abyección, habla al borde de la objetivación; “cola” como vehículo de parodia: es cola, se le nota que es cola, es más cola que todas juntas, es terrible de cola, marchamos todas a la cola. Tantas vueltas y tantos efectos de un viaje que realiza el rosario mariposón, diría Lemebel. Es interesante pensarlo hoy desde una arqueología del habla marica en la que se pueden superponer hablas más neutras como “lo gay actual”, denominaciones exteriores que de alguna manera equilibran por su connotación tanto lo despreciativo, lo hiperidentitario y también la clase social. En esa política del nombre cola, me interesa rescatar la noción y resignificado del insulto o de la injuria que se vuelve campo semántico de identidad trásfuga entre la tribu. Dice Gonzalo Asalazar: “Apropiándome de estos vocablos denigrantes, he utilizado su fuerza para nombrar, afirmativamente, a los practicantes del homoerotismo masculino. Ellos operan en un doble sentido. A) Como injurias vueltas al revés, cuya fuerza es productivizada y convertida en afirmación. B) Con estas dos palabras, también reivindico el vocabulario popular chileno, con el fin de acercarme a términos más honestos (latinos) para hablar de nuestra presencia en la historia”.
De alguna manera, una política que piensa un lugar desde la abyección, pero que en el paisaje local lo vuelve lenguaje particular, molecular y no molar. Por otra parte, el mostacero es una clave del hampa, del coa callejero que relaciona el comercio sexual, el tráfico de cuerpos entre el cola y el “hombre” o puto o “roto”, pues en el espacio familiar de las locas el mostacero es parte del mismo campo semántico, entre una masculinidad con porosidad, con venta o transacción. En ese sentido, el mostacero o el hombre o el roto se piensa en el imaginario marica como un paisaje virilizado posible en el callejeo urbano de la loca. Es sutil y político este recorte, pues piensa y abre la posibilidad de recorrer el paisaje marica reconstituyendo una época que habla de las relaciones sexuales en un campo urbano cruzadas por la violencia de la calle, de la institucionalidad y del poder, finalmente.
Artesanía del libro y poéticas de escritura
Me parece que el texto que construye Asalazar es un híbrido que, trabajando con algunas herramientas de las ciencias sociales (entrevistas, investigación de campo), se desplaza más bien al territorio de la crónica histórica, a la historia oral que rescata pulsiones, memorias fragmentadas, recuerdos, fisuras y pasajes de sus entrevistados, pero que se vuelven en su escritura espacios de resignificación de lo minoritario, del cuerpo marica urbano en medio de la violencia de los controles policiales y de las hegemonías culturales del tiempo que investiga.
No es menor que además haya escogido lugares del deseo que se configuran en una ciudad con un mapa visible y otro territorio que nadie ve. Este mapa puesto en escena abrirá para Asalazar un cuarto oscuro como espacio abierto en la ciudad. Aunque la noción de cuarto oscuro no podría aplicarse por consideraciones de época, es cierto que los devenires y los espacios que trabaja el libro construyen un territorio donde se contaminan lugares sobre–erotizados que los protagonistas de esta historia copan cotidianamente con sus deseos, en sus cuerpos y en sus pulsiones. No es menor pensar cómo el deseo fue modelando la arquitectura de la ciudad a través del tiempo, cómo convirtió a la Plaza de Armas en el punctum del deseo colisa y prostibular, cómo las galerías del centro se convirtieron en flujos, zonas, vértices y habitáculos que acogieron ese deseo invisible que circulaba por Santiago. El que no ha visto un puto en la Plaza de Armas o un cola esperando que la liebre salte se ha perdido de algo, de ese instante posible en que la ciudad se vuelve cómplice y revierte el panóptico de las políticas de higiene y blanqueamiento cívico. El ciudadano busca ano, boca, flujos, cuerpos viejos y jóvenes, pero esa ciudadanía sexual paria y bastarda de entonces tuvo que localizar tal flujo. Contaminar o administrar ese espacio de deseo que fue configurándose en el casco urbano como único lugar posible para vivir una biografía corporal que había sido negada en cada uno.
Los personajes de estas historias son castigados, invisibles o, más bien, fueron exhibidos si eran atrapados con las manos en las manos, en el cuerpo, en otro cuerpo como un delito sexual, clasificado en la jerarquía moral de los códigos como el peor delito. En la escena del chico Oscar, proleta, y Ricardo, cliente decente de la “pujante Providencia”, dice el narrador, este último es dejado libre, excusado en la idea de que puede tener un desliz como padre de familia; pero el otro, el pobre, el maricón joven, el objeto de la violencia de una masculinidad brutal, estatal, policial, queda aprisionado en la trama institucional del poder. Quizás esta escena no escape a lo que fue, pues siempre la realidad puede ser más brutal. En ese juego, los personajes aquí retratados son parte de una biografía que no ha sido atendida en el imaginario social. Estas historias recreadas en la pluma de Gonzalo Asalazar vuelven a mostrar la precariedad y el deseo juntos como fronteras posibles respecto a cómo se vivió ese trajín cotidiano del sexo soñado tras las bambalinas del Rex, el Miami, el Gran Palace y tantos otros.
Por otra parte, está el guiño de Gonzalo a autores como Néstor Perlongher, quien ya en los años ochenta realizaba una etnografía de la prostitución masculina en esa gran metrópolis de Brasil que es São Paulo (trabajo que a estas alturas es señero en el campo de la antropología latinoamericana y del cuerpo traficado por la prostitución masculina). El argentino no tan solo describió sino que más bien se introdujo en el tráfico sexual de los miches y locas, levantando una taxonomía exquisita y deseante, texto inigualable para repensar el flujo del deseo zigzagueante, apresurado a concretarse y vivirse en la noche paulista. Asalazar conjuga algo de ese trayecto, pero escoge un camino quizás más elusivo, más de crónica sexual que de una clásica investigación de campo de las ciencias sociales. Este aspecto es un acierto, en la medida en que, a estas alturas, hay muchos estudios que pueden dar cuenta de ciertos recortes de lo homoerótico o de las masculinidades deseantes.
Me interesa destacar el espacio entre la escritura y la memoria como territorio, lo que constituye un aporte en el texto de Asalazar, aporte que potencia un rescate de las prácticas sociales y ese fuego marica presente en la urbanidad. Dice Didier Eribon en Cuestión Gay que los maricas tuvieron que emigrar desde los sectores rurales para poder vivir nuevamente en la ciudad, espacios que les daban la posibilidad del anonimato, el relajamiento y un estilo de vida que no pudieron tener en sus lugares de origen. Asimismo, ese éxodo marica a las ciudades se vuelve inverso, existe además un éxodo interno de la pobla al centro, donde la loca se pierde y conoce los flujos deseantes al dedillo, escapándose, como lo advierte el texto, de los gritos, de la violencia masculina de su entorno. En ese cruce entre masculinidad y violencia, que puede articularse como uno de los nudos del trabajo de Gonzalo Asalazar, me parece que hay una huella, un repertorio, un archivo de prácticas violentas que muy pocos historiadores se detienen a “observar”. Y, a propósito, escribo“observar”, pues la cientificidad histórica, en pro de su verdad y metodología, deja fuera la historia bastarda, la oralidad que convoca la memoria, como en este caso, y también la violencia, cuestión que no ha cambiado mucho. Masculinidad y violencia que se topan siempre en la frontera de la ciudad y el deseo (bastaría recordar esa bella y cruel crónica de Lemebel en su mejor libro, La esquina es mi corazón, donde la loca y el rufián bailan solos en juego de cuchillo y de sexo, del miembro de carne y el de metal, como metonimia posible y conjugada para ofrecer una escena voyeur y sádica a la ciudad deseante. Es una escena que toma cuerpo en el cerro Santa Lucia, territorio triangulado en el libro de Asalazar como parte del Bellas Artes. Triángulo de las Bermudas apretadísimo.
La memoria como archivo de politización en el imaginario marica
Me interesa especialmente un fragmento de memoria que rescata Asalazar, que corresponde al 22 de abril de 1973: la primera manifestación cola contemporánea, creo, desde la perspectiva de sentido de comunidad, de grupo, de conciencia de sí e impacto en el espacio público. También quiero destacar que ese fragmento o pedazo de memoria se repuso a través del trabajo de Víctor Hugo Robles en Bandera Hueca. El trabajo de Asalazar me parece valioso pues se hace cargo de las trayectorias anteriores de nuestra invisibilizada historia, pudiendo estar de acuerdo o no con quienes investigaron antes. Lo relevante es abrir el territorio y luego inscribir tu propia huella, que sin duda en nuestras comunidades representan un colectivo, una colactiva, una comunidad. En boca de una de las líderes de la manifestación de la Plaza de Armas, la gitana increpa: “Lo que nosotros queremos es que nos dejen tranquilos, que nos permitan vivir nuestras vidas sin molestarnos, si no hacemos mal a nadie, pero carabineros y detectives nos persiguen. Nos maltratan y nos cortan el pelo”. Al mismo tiempo, las maricas declararon “no ser delincuentes, sino enfermos”. Me interesa detenerme en estas declaraciones que demuestran las lógicas clasificatorias (y auto–clasificatorias) del Estado policial levantado durante el siglo XX. Sus políticas de higiene social enclaustraron a los homosexuales en la ecuación medicalizante de homosexualidad=patología, secuencia que muchos activistas tuvimos que desalojar a finales de los ochenta y en pleno periodo de la transición o posdictadura.
Existe otro nudo que me interesa: las colas pobres, marginales, las que fruto de la violencia represiva arman una respuesta hiperidentitaria en la forma, colas que a todas se les nota y, por otra parte, colas que vienen del mundo popular, bastión de marginalidad y violencia masculina. Es decidor que las locas pobres sean quienes inicien un ánimo de época, que sean las que inauguran cierta contemporaneidad pública en las sexualidades críticas, que a estas alturas su interrupción resulte épica y legendaria al mirarse desde los ojos de hoy. No son las locas en el clóset ni las que se escondían tras el viaje soñado a vivir su homosexualidad ABC1 en Europa las que arman este “18 de Brumario marica”, en palabras de Alejandro Modarelli; más bien, son las locas que reciben el impacto de la pobreza, del acoso policial y estatal, como ellas manifiestan. Tampoco es sorprendente esta autoclasificación de “enfermos” y no de“delincuentes”, aunque muchas veces la masculinidad hegemónica diga que prefiere tener un hijo delincuente antes que uno cola. En este cruce de memoria, esa historicidad de cuerpos exhibidos por la prensa sensacionalista tanto de derecha como de izquierda juega al ánimo clasificatorio y degradante. En ese marco, me parece que las colas de la Plaza de Armas son nuestra Comuna de París, pues su revuelta precaria, pobre y marica dibuja un flujo que no se puede controlar en la urbe, un deseo invisible que se vuelve visible por la violencia de su tiempo.
Las escrituras
Por otra parte, quisiera volver a la escritura que Asalazar ha materializado en este libro, una escritura que navega entre la investigación de campo y la memoria oral de las locas, junto con la propia traducción que el autor realiza. La escritura de Asalazar toma aire de muchas otras que retratan el ánimo callejero del ligue sexual. En ese rumbo, tendremos a Perlongher con Prostitución masculina y a Lemebel con La esquina es mi corazón y gran parte de sus crónicas urbanas que, no siendo de la época, son capaces de levantar una forma, un ojo, un dispositivo poético y político que enuncia ese lugar, que maquilla, no sapea; es una escritura cómplice, desde el corazón deseante de la ciudad marica (Genet/Joe Orton/Capote). En ese juego, rescato la sinuosidad, el ritmo, las imágenes, el fraseo coloquial marica, que juega a ese voyeur lemebeliano pero que se fuga a un tono más propio, donde el habla se hace parte de los personajes, se reconstituye ese tecnolecto marica, ese metalenguaje de la noche, del ligue (¿entiendes?, ¿tú entiendes?), frases codificadas para escapar del panóptico visible del tránsito diario.
Asalazar ha construido una narrativa sexual que juega a desplazarse en los tiempos, vuelve con un personaje y luego, como guión de cine, lo encontramos en otro momento, en ese juego escritural. Hay un dispositivo narrativo que acompaña el fluido del deseo, que deja huella en ese tránsito fugitivo que puede recordarnos nuestras propias andanzas en el Cine Capri, en El Lido –he visto a muchas por ahí (no lo diré), aunque se pueda entender hoy como una práctica en extinción–, solo para dinosaurias como parte de la prehistoria del deseo callejero, pero que se vive callejeando, lejos de la perfección representacional de la grindermanía como deseo a la carta. Finalmente, celebro el trabajo histórico de Marisol Vera y Editorial Cuarto Propio con las escrituras maricas en los últimos treinta años, así como, por supuesto, a Gonzalo por su escritura cola.
———
[Portada] Fotografía de Paz Errázuriz
Perfil del autor/a: