/ por Nicolás Lazo
Pese a su juventud, Diego Zúñiga (Iquique, 1987) ya practica una triple militancia como escritor, periodista y editor. A partir de 2011 colabora regularmente en revista Qué Pasa y, desde el año siguiente, co–dirige el sello Montacerdos junto a Juan Manuel Silva y Luis López–Aliaga. Asimismo, ha publicado dos novelas y un volumen de cuentos, trayectoria que este 2017 lo tiene entre los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años seleccionados por el Hay Festival Cartagena de Indias (Colombia). Por ello, conversar con él implica transitar necesariamente los terrenos de la ficción y la no ficción, así como los múltiples intersticios que los conectan. En esta entrevista Zúñiga aborda el fenómeno de las editoriales independientes, algunas circunstancias que inspiraron su último libro, Niños héroes (Literatura Random House, 2016), y el poder de lo que denomina la “dictadura del éxito” en Chile.
Niños héroes: un making off
— ¿Tenías el propósito previo de escribir un libro sobre niños y jóvenes o te pasó que advertiste posteriormente que tenías suficiente material en esa dirección?
Me gusta que los libros de cuentos que leo tengan una cierta unidad, que puede ser estilística, temática o en relación a algún personaje que se repite. Pero también me parece súper difícil hacer algo así. Lo que pasó con Niños héroes fue que, cuando empecé a escribir, quería hacer novelas. Con un compañero reabrimos el taller literario del colegio donde estudiábamos y, claro, me di cuenta ahí que yo no podía mostrar una novela en un taller. Entonces, me puse a escribir cuentos. Descubrí más o menos rápido que era muy difícil, que se trataba un género con ciertos límites muy marcados. Uno puede empujarlos, tratarlos de llevar un poquito más allá, pero es muy concreto todo.
Escribía cuentos muy malos. Al año, producía un cuento más o menos legible. Pero después de un buen tiempo de haber sacado Camanchaca (2009) y Racimo (2014), me di cuenta que tenía un par de cuentos que funcionaban o que, mucho después, todavía tenían algo. Entonces vi de manera un poco intuitiva que en esos cuentos dialogaban ciertas cosas, y dije: «Ya tengo cinco o seis cuentos, es momento de poder armar un libro más grande». Para el libro escribí cuatro, si no me equivoco, o cinco quizás. Como el primer cuento es del 2005 y han pasado más de diez años, el libro pasó a ser una especie de registro involuntario de ese paso. Entre esos cuentos nuevos está el que cierra, “Tierra baldía”, y “Un mundo de cosas frías”.
Luego siguió revisar los cuentos antiguos y reescribir muchas veces. Es una situación extraña. Tú el 2005 eras otra persona. Yo tenía 18. No había leído nada. Me interesaban otras cosas. Yo releía y decía: «Yo no soy este, pero sí lo soy». Un libro de cuentos hace darte cuenta que uno es muchos autores a la vez. Esa idea del estilo único y las obsesiones es rara. También tiene que ver con las lecturas. Cuando más chico era muy fanático de la tradición de cuentistas norteamericanos y hoy día me interesa otra cosa, como la literatura argentina, que fue algo que descubrí ahora más grande; una tradición completa.
También me interesa mucho utilizar materiales autobiográficos, pero en el fondo convertirlos en otra cosa, o desordenarlos.
— El cuento “La ciudad de los niños” deriva de una historia real que oíste sobre un colegio suspendido por planear asaltar el banco de Kidzania. ¿La vida ajena también te entrega material? ¿Cómo se vincula aquello con tu condición de periodista?
El periodismo me salvó de estar mirándome el ombligo todo el rato. Es estar escuchando al otro, estar atento al mundo. Eso yo lo agradezco y se traduce un poco en las cosas que he escrito. Camanchaca fue un libro que se me apareció con materias biográficas expuestas. Racimo fue salirme de ese lugar y ponerme a escribir desde otro. Yo estoy súper atento. Además, uno es chico todavía: tampoco nos han pasado tantas cosas. Es raro estar escribiendo todo el rato de uno mismo. Qué fome.
— Por otra parte, está el caso del poeta Claudio Bertoni, quien escribe en uno de sus cuadernos: “Vivo poco, así el día me cabe en el diario”.
Hay gente que tiene el talento de hacer magia con muy poquita vida. Sí, me ocurre a mí que, cuando leo un texto, me doy cuenta si está atravesado por la experiencia. Hay gente muy talentosa que logra camuflar eso, pero yo creo que, a la larga, cuando uno lee algo, de pronto dice: «Esta hueá pasó». No tiene que ver con contar tu vida, sino con contar una experiencia, que es más complejo aún.
— Entre la intertextualidad y la biografía propia o ajena, ¿reconoces una fuente que te provea más materia prima que otra? ¿O es un poco todo?
Está esa frase muy bonita de Pitol: «Uno es los libros que ha leído, las películas que ha visto, las personas que ha conocido». Uno funciona un poco así; a veces ve cosas y esas cosas detonan imágenes misteriosas que te llevan a escribir algo. Y yo creo que en los cuentos ocurre mucho. Yo tengo mucha claridad de cómo nacieron algunos cuentos. Por ejemplo, “Un mundo de cosas frías”.
— La trama de “Un mundo de cosas frías” se asemeja a la de la película Hierro 3 de Kim Ki–duk.
Sí. Yo no la había visto, aunque fue una película que tuvo mucha circulación en su tiempo. En realidad, fue tan simple como que me habían invitado a la Feria del Libro de Viña y, no sé por qué, pedí que al otro día me sacaran un pasaje a las nueve de la mañana. Era un domingo, yo no quería levantarme, me atrasé y salí del hotel cinco para las nueve. Iba corriendo al terminal y, de repente, vi en la avenida la construcción de un edificio muy grande y a dos tipos, que no sé si eran dos vagabundos o una mujer y un hombre que venían llegando de un carrete, mirando el edificio como con deseo. Los vi y dije: «Ellos están imaginando cómo es vivir ahí». Y seguí corriendo. Paralelo a eso, en mi vida real yo justo estaba cambiándome de casa, lo que fue un proceso súper largo.
— En ese cuento también emerge la impostura de dos niños que intentan vivir la vida de otros.
Yo creo que es un cuento súper clase media. El libro tiene un discurso sobre la clase, pero me importaba que ese discurso no fuera autocomplaciente.
Literatura y clase
Respecto al vínculo entre literatura y clase, por estas semanas parece ineludible recordar lo que el escritor Rafael Gumucio declaró en abril pasado a La Tercera sobre algunos autores jóvenes de clase media, quienes, según él, “lloran en las entrevistas y escriben libros para alabarse y para alabar su clase social. Se tienen un amor a sí mismos casi infinito”.
— La pregunta cae de cajón: ¿qué opinión te merece lo que dijo Rafael Gumucio sobre la “autoindulgencia” de los autores jóvenes?
Niños héroes, así como también otros libros, tiene un discurso social súper explícito, que básicamente consiste en la conciencia del lugar desde donde estamos escribiendo. Obviamente, yo me situé en la clase de donde vengo. Esto es rabia, no es «qué bien que pudiste surgir», porque si hay algo que nos caracteriza es que si el día de mañana a mí me echan del trabajo o me empieza a ir mal, yo me voy a la mierda. Entonces, no hay una verdadera movilidad social.
— O apenas la hay sobre una base extremadamente precaria.
Entiendo lo que dice Gumucio desde la figura del que polemiza y le gusta llevar la contra o generar desconcierto con sus opiniones. También lo entiendo como un llamado de atención. ¿Estamos tan orgullosos de la clase a la que pertenecemos? Es raro enaltecer una clase media como la chilena, que es tan particular, a la que la educación sólo le interesa en el sentido del éxito económico y no tiene problema en votar a la derecha. Trato de tomar lo que decía Gumucio desde ese lugar. Incluso, puedo estar sobreleyendo la cuestión o siendo generoso con la mirada, pero es como cuando estás orgulloso de ser chileno.
— Algo que no constituye un defecto ni una virtud, sino una condición que te tocó.
La clase media ilustrada no existe. No como en Argentina, donde existe una clase media que tiene acceso a la educación gratuita hace mucho tiempo.
Con todo, Zúñiga se ve optimista y admite que “hoy estamos en un panorama muy particular: hablamos de literatura joven, están las editoriales. Es otro paisaje. Cuando publiqué Camanchaca, no había tantas editoriales independientes y los medios no reseñaban libros que no fueran de las transnacionales. El concepto de escritor joven había sido Fuguet y probablemente alguno de la Zona de Contacto. Luego vienen Zambra y Bisama, que tenían más de treinta años. Con ellos, el mapa social de la narrativa chilena empieza a desordenarse un poco, pero en los noventa la narrativa era súper clase alta; súper acomodaticios, con mucho privilegio todos, excepto uno que otro. Y nosotros crecimos leyendo esos libros que no tenían nada que ver con lo que uno era”.
En cuanto a sus contemporáneos, relata que “cuando entré a la universidad, me dieron ganas de leer literatura chilena actual y fue loco porque, en ese momento, entre el 2005 y el 2006, no había mucho con lo que pudieras encontrar algún eco”, a excepción de la poesía chilena joven. “Estaba la poesía de Andrés Anwandter; estaba el Leo Sanhueza, la Alejandra del Río, Germán Carrasco. Ahí encontré como algo. Era una época rara en que no existía narrativa joven, pero sí poesía. El rollo es mirar todo críticamente. Es raro y sospechoso un discurso muy autocomplaciente”.
Editoriales emergentes
— A propósito de la visibilización de la poesía y luego de la narrativa joven, ¿se produce, en efecto, un círculo virtuoso con el florecimiento de las editoriales “independientes”? ¿Será que ahora es más fácil publicar porque hay más espacios donde intentarlo?
Hay un vínculo que no podría definir tan claramente todavía. Yo creo que hoy las editoriales buscan autores jóvenes como un valor de mercado. Hay una sobrevaloración de la juventud que, obviamente, me parece absurda. Pero sí: en términos concretos, para un autor es muchísimo más fácil publicar, en el sentido de que tienes muchas posibilidades. Ahora, de los 200 libros que se publican al año, tú sabes que los valiosos son 10.
— En ese panorama, ¿dónde y cómo se instala Montacerdos, la editorial que co–fundaste?
Hemos aprendido sobre la marcha. Ahora estoy haciendo el Magíster en Edición de la Diego Portales y me he dado cuenta que sé muchas cosas solo a partir del día a día. Partimos queriendo hacer circular algunos libros latinoamericanos que no se podían conseguir acá. Después aparecieron los proyectos chilenos. El problema de toda editorial independiente es que se trata de una empresa. Tiene cierto funcionamiento que hay que respetar. Tú estás entrando a un mercado. Yo podía publicar libros de afuera; algunos funcionaban, pero nunca tan bien. Entonces, hemos tratado de ir explorando más cosas. Uno de mis mayores orgullos es haber publicado un libro de Marcelo Cohen que se llama Música prosaica.
La dictadura del éxito
— ¿Cuál es el concepto de heroísmo que se propone en el cuento “Niños héroes” y en el libro en general?
Son esas vidas grises de la clase media donde hay cierta épica. No hay que andar gritándolo, pero creo que, en un contexto social como el nuestro, donde la clase te determina prácticamente, un hueón que logra encontrar felicidad en ciertas cosas pequeñas me parece muy valioso. Cuando escribí “Niños héroes” me gustó esa idea de un personaje que es medio perdedor y al que no le pasan grandes cosas. Siento que, como nos hemos mirado tanto el ombligo y esta generación es una que estudió en la universidad, abandonó la casa de los padres y vive más cerca de los centros neurálgicos de la ciudad, también nuestra vida se volvió un aburrimiento medio privilegiado. Te olvidas de esos otros mundos donde puede haber una belleza. El libro se llama así porque a todos los siento como alguien que sobrevive a un mundo súper hostil.
Vivimos en la dictadura del éxito y el éxito aquí se traduce en una hueá muy concreta: tienes o no tienes plata, la hiciste o no la hiciste. Es una mierda. No por tener más plata vas a ser más feliz. Lo épico ahora es otra cosa: comprarte un departamento, viajar por el mundo. Y, chucha, no. Suena un poco ingenuo decirlo, pero uno se alegra con otras hueás. La felicidad es un poquito más compleja.
— Es curioso pensar que incluso esa idea ya ha sido apropiada por la narrativa de la industria cultural. Me refiero al paradigma de «la felicidad está en las cosas pequeñas».
Más que cosas pequeñas, yo pensaría en las cosas inesperadas. ¿Qué es una cosa pequeña? ¿Por qué la épica de esos niños es más chica que otras épicas? Creo que la poesía, que para mí es muy importante, logra indagar en ciertos objetos o escenas que parecen nimias o cotidianas y de pronto encuentra la fractura y lo convierte en otra cosa. Eso es increíble.
— ¿Alguna vez has explorado ese registro?
Alguna vez, cuando chico, y me di cuenta rápido que no tenía talento. Por lo mismo, Camanchaca nace un poco del deseo de que el lector agotara la lectura. «Es poquito texto, entonces ojo. Cada palabra vale. Te paso una imagen. Mírala con atención».
— Aun cuando en Niños héroes tu región natal está menos presente, se nota que, de algún modo, no has “perdido el norte”. Por lo pronto, ahí encontramos personajes a la deriva en un contexto vital inhóspito, como en el cuento “La tierra baldía” o el propio “Niños héroes”. ¿Crees que la generación actual de jóvenes tiene menos certezas o referencias, como ocurre en el desierto, donde todo se parece entre sí?
En términos personales, siempre he vivido con una doble sensación: yo sabía que alguna vez iba a publicar un libro, pero dudo todo el rato de lo que hago porque da miedo. La certeza es una palabra que puede morir muy rápido. En general, la juventud es una etapa de muchas dudas, pero también de certezas muy peligrosas. Hay gente que está muy segura de lo que sabe, de lo que va a hacer; que tiene respuesta para todo: esa gente no me interesa nada. Además, las certezas también son sociales: si nazco en una familia que me asegura una buena vida, voy a crecer lleno de certezas. Bacán que haya gente que las tenga, pero mucho más de la mitad de Chile no las tiene. Y me gusta que los personajes estén así. El personaje de “La tierra baldía” está siempre deambulando. Sí, somos una generación muy pendiente de lograr el éxito, súper competitiva. Además, es muy estúpido buscar lo competitivo en la literatura.
— ¿Lo hay en la literatura?
Mucho, pero en niveles poco explícitos.
— ¿Sientes que la lógica de la competencia se ha cuestionado a partir de las movilizaciones de 2011? Me parece que, desde entonces, en Chile se habla con la misma intensidad de mérito e igualdad.
Fue muy bueno lo que ocurrió después del 2011. Volvió a existir la conciencia de que podíamos ser una comunidad y que los valores como la solidaridad y el compañerismo no son tan raros, no son cristianos necesariamente. Uno mira con cierto idealismo ciertas épocas de Chile como la Unidad Popular. Por lo que uno lee, ahí había una sensación de no competitividad en el sentido en que estamos hoy día. Creo que el 2011 se volvió a tomar una cierta conciencia de eso. Pero, insisto, la transición marcó tanto ciertos valores del capitalismo que me siguen pareciendo raras muchas cosas. En la presentación del libro fue bonito: las dos personas que participaron hablaron de la búsqueda de comunidades por parte de los personajes. Uno se siente guacho. Si llegamos a tener educación gratuita, ¿después qué pasa? Igual sales al mundo salvaje y no hay ninguna protección social. En el libro, el mundo de los adultos está a la intemperie. No hay respuestas.
— Se podría formular la misma pregunta en torno a muchas otras materias.
¿Qué va a pasar con Iguales cuando exista matrimonio igualitario y las parejas homoparentales puedan adoptar? ¿Se acabaron las luchas? Obvio que no. Esto sí es una certeza: todas las discusiones sobre las minorías o el feminismo, por ejemplo, tienen que ver con las diferencias sociales porque se relacionan, finalmente, con un problema de educación. Si tú lograras tener una clase media educada, todas estas discusiones podrían ser muy distintas. Podríamos avanzar en muchas hueás. Pero el rollo es que todas están siendo muy atomizadas.
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[Portada] Fotografía de Gustavo Torrijos
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