/ por Marco Chandía Araya
La libertad me llegó temprano. Me llegó, digo, en el sentido de experiencia vital practicada, pero sobre todo desautorizada. Un acto de desacato y atrevimiento prematuros. La rebelión inaugural: quizá la única forma verdadera y auténtica de vivirla, de sentirla.
Fue así. O mejor: fue cuando apenas tenía cinco o seis años. No recuerdo con exactitud cuándo, pero sí recuerdo, y esto sirve como referente válido en esta historia que de paso realza la hazaña, que aún no entraba a la escuela. Cuando a la escuela se entraba porque sí y el primero era el primero, sin pre de ningún tipo. Eso es un hecho presente siempre en mi memoria (y confirmado hace poco por mi mamá, a quien telefoneé para asegurarme).
Vamos a suponer entonces que había cumplido recién los seis años y que fue antes de entrar a la escuela cuando supe que la libertad es un modo de decir valentía, subversión, locura. Porque a la escuela se ingresaba con seis. Y en marzo. De modo que fue en verano, o sea en enero o febrero. A mí me gusta creer que fue en febrero. Me gusta porque también exalta el hecho. Si los veranos barriales de mi niñez eran calurosos y extensos, además de pobres, febrero marcaba el hito del tedio. El mes infernal. Con sus 28 días sin sentido, lánguidos, inmóviles. Y esto es clave porque sin ese aburrimiento paralizante y enloquecedor —si es que a los seis años es posible ya conocer esa parálisis y locura— sin dudas no habría hecho lo que hice. Dio, ese aburrimiento lacerante, el impulso a mi primer arranque de libertad. Mi primera experiencia transgresora hacia el mundo de afuera. Mi primera salida. La ruptura, el cruce del umbral infantil.
¿Y qué hice? Me fui solo a la casa de mi abuela. Eso significa que fui de un barrio a otro. De una población, la mía, a la de mi abuela. En realidad son cerros (Viña del Mar, como Valparaíso, está compuesta de cerros). Fui de un cerro a otro, pero no como quien sube y baja a pie cerros semejantes a campiñas rurales. No. Lo que hice fue el trayecto urbano, es decir: descender el cerro en bus, atravesar parte de la ciudad, cruzar una avenida grande y coger otro bus que me llevaría cerro arriba a la anhelada casa de mi abuela. En una palabra, mi contacto primero con la libertad fue un viaje. Un viaje entre dos cerros o poblaciones, dos buses, muchas calles, dos casas, dos familias; una tarde, en fin, donde de una vez y para siempre aprendí la vida como desafío y aventura, como proceso de viaje: aquel que hice aquella imperturbable y osada tarde de mi primerísima mocedad.
Pero no sólo fui solo a la casa de mis abuelos. Fui sin permiso. Me fugué. A los seis años, y antes de ser escolar, me fugué. Me escapé sin previo aviso de la casa de mis papás. Los detalles los recuerdo más o menos así:
Nadie en la calle. Tres de la tarde, la gente hacía siesta. El día ya había sido ganado por nuestras madres. Un día más el almuerzo había salido y la casa estaba aseada, en orden. Entonces no quedaba sino dormir. Y eso justamente hacía mi mamá echada sobre una de nuestras camas. Distendida, triunfante, en ese instante breve de reposo merecido de mujer trabajadora. De madre, esposa, dueña de casa incansable. Así la recuerdo. A las tres de la tarde, con puertas y ventanas abiertas, las cortinas flameando por esa amable brisa repentina que hacía de nuestro cuarto tomado el lugar ideal de la siesta. Mis hermanos, no sé. Jugando, seguro. En las quebradas. Al fútbol no, todavía no. A esa hora imposible. Más tarde, sin duda. Televisión no había. Pero había quebradas, árboles, agua, frutas por robar. Uva abundante para comer y luego tirar.
Pero yo no estaba en esa. Ese día no estaba en esa. Ese día estaba en querer estar en la casa de mi abuela. Por qué, no lo sé. Si al final mi barrio y mis amigos eran más entretenidos. Ella vivía sola con mi abuelo. Pudo haber sido porque ella siempre tenía cosas ricas para comer. Otras frutas, algún dulce. O la tele. Ellos sí tenían tele. Pero ahora que lo pienso bien, o que intento darle un sentido, digamos, metafísico, lo que me condujo al viaje, aparte de ese olor de casa vieja, de mundo antiguo, de objetos del pasado, era nada más que el hecho de salir al mundo. De dar el salto y vencer el tedio y, con él, romper el círculo de niño protegido, manejable, dependiente. A la vista como incomprendido. De cierto modo, poner a prueba mi osadía y la autoridad de mi mamá. Prefiero pensarlo así. Es difícil, pero me gusta creer que a los seis años podía, así de vaga y todo, concebir una idea parecida.
Entro al cuarto y mi mamá boca abajo. —Mamá quiero ir donde mi abuela. —No, otro día vamos. Hoy no. Déjame dormir. ¡Déjame tranquila! ¡Anda a jugar! ¡Déjate de tonterías! ¡Vete! —Iré igual. —Haz lo que quieras, pero déjeme dormir; estoy cansada. Dijo lo que necesitaba: que hiciera–lo–que–quisiera. Obvio que lo dijo por decir, casi dormida. Y en tono muy informal, hasta con palabras groseras, como se estiló siempre. Y lo que yo quería era ir a la casa de mi abuela. Y eso hice. Cogí un chaleco, me mojé el pelo para peinarme, quizá también me cambié de ropa. Me habré puesto zapatos, pantalón largo. En estas tierras y en estos tiempos míos existía ese protocolo de salida: chaleco en mano y un arreglo fugaz. Mal que mal se iba al espacio público, al centro o plan, le llamaban. Y yo, con seis y todo, ya había hecho mío el hábito.
Después ya son sólo escenas aisladas. En el paradero esperando el bus. La vecina que me ve y se sorprende. Subo, y otro recuerdo indeleble: iba sentado atrás de la micro un amigo de mi papá, el Chuma. Un viejo querido. Algo extrañado me trató como nos trataban los hombres de entonces. Con afecto, humor y punto. Seguro me preguntó dónde iba y por qué solo, pero eso a ellos no les interesaba como les podía interesar a las mamás. Tanto que me ayudó a cruzar la calle–avenida para coger el otro bus. Ayudar es un decir, porque solo caminamos uno al lado del otro, nos detuvimos, esperamos la luz verde, cruzamos, y con su mano despeinándome me dijo “Chao, saludos”. ¡El Chuma! Desde entonces, desde hace cuarenta años que lo quiero. Tal vez por su discreción de hombre adulto. Y porque me acompañó en la travesía más peligrosa del viaje: el cruce mismo.
Lo demás son tres imágenes. Una, la sorpresa de mis abuelos al verme llegar solo. Pero como el Chuma, mi abuelo, quien mandaba en casa, únicamente se limitó a recibir la visita. Sin mucha pregunta. Sin escándalo. Sin reparos. Yo creo que le gustaba ver en un niño a un adulto. Parece que para esos viejos no había niños. Y para quienes lo éramos, era tan efímero y breve serlo que mejor había que comenzar con el trato de grande: de hombre a hombre. Así crecíamos. Así crecieron ellos. Casi sin niñez. La niñez entonces, y en esa pobreza, casi no tenía derecho de ser. Esto valía para niñas y niños.
La otra imagen: yo tendido en su cama viendo tele. Y la última y simultánea a este relajo mío: mi mamá entrando rauda, atropelladamente al cuarto. Dos cosas retengo: la advertencia de mi abuelo, que no me hiciera ni dijera nada; y la cara con que me vio tendido con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, viendo tele como quien llega del trabajo y descansa la jornada.
No recuerdo más. Pero sí sé que más que obedecer a mi abuelo, no tenía sentido pegarme o retarme, sino sólo aconsejarme o, mejor, hacerme sentir responsable de su dolor. Pobre mamá: desde entonces llevé siempre al punto extremo sus nervios de espíritu estimulante y liberador.
———
[Portada] Fotografía de Sergio Larraín. Valparaíso, 1963
Perfil del autor/a: