/ por Nicolás Meneses
El estereotipo perdura: los aplicados no son buenos para los deportes y los deportistas no se llevan muy bien con los libros. Nuestro sistema escolar se ha encargado de ramificar las inteligencias, instalando la creencia de que tenemos una porción diferente y (des)balanceada, determinada por la genética. A partir de evaluaciones estandarizadas, montan un gráfico que nos encasilla en científicos, humanistas, técnicos, buenos para nada, deportistas, artistas, etc. La división del conocimiento desarticula nuestra integridad como sujetos y profundiza la escisión entre cerebro y músculos. Esto, quiero creer, explica en parte por qué en la literatura no se han explotado los temas deportivos.
No vengo a alertar de los problemas de nuestro sistema escolar, sino a señalar la ausencia de una literatura de deportes. Aunque la narrativa periodística ha sabido aproximarse con sus medios a la mayoría de las formas de competición humana, salvo contados casos la poesía no ha reparado mucho en estos rituales.
En el caso de la poesía chilena, Floridor Pérez es el primero en querer documentar una historia de la poesía deportiva nacional. Su libro Poesía Chilena del Deporte y los Juegos consigue antologar a más de cien poetas y bosquejar los hitos de la escritura con referencias deportivas, localizando en el siglo XVI los primeros registros: Alonso de Ercilla y Zúñiga ilustra en La Araucana una competencia entre mapuches y españoles. Para reunir un número suficiente de poemas y poetas, Floridor integra otra variante a su antología, los juegos, que en una gran cantidad de poemas deslucidos y muy anecdóticos ayudan a engordar un poquito la recopilación que alcanza las 230 páginas.
Siendo desde hace mucho tiempo el deporte un ritual de masas consagrado gracias a la televisión, es extraña la carencia de escrituras o libros completos dedicados a este mundo.
En la Grecia clásica los poetas no estaban ausentes de los juegos olímpicos. La competición pública de los atletas se daba en medio de la cotidianidad. Los poetas la presenciaban desde las gradas, prestos a elogiar a los vencedores con su pluma. Las odas mismas eran parte del premio: en ese tiempo no había sponsors ni menos televisión. En la actualidad, el periodismo ha monopolizado la perspectiva con que vemos los deportes, agudizando la visión mercantilista y exitista del triunfo y los resultados. Pero hay escritores y poetas que construyeron, a partir del deporte, complejos sistemas de pensamiento filosófico y político que hay que destacar.
El caso de Pier Paolo Pasolini es ejemplar. Fanático del Bologna y jugador amateur, consultado por un periódico acerca de la relación entre literatura y deporte elaboraba toda una teoría del lenguaje del fútbol: divide los estilos de juego en prosista y poético, caracterizando al primero por su rigidez geométrica y al segundo por su capacidad de desbordar las medidas y movimientos regulares en el campo de juego, arrollando el código establecido. Pasolini destaca que el fútbol tiene momentos exclusivamente poéticos, como los goles, que define como fulguraciones, estupor, irreversibilidad; y como el regate, ese dribleo impredecible que permite eludir rivales de frente. Según esto, el máximo goleador de un campeonato vendría a ser el mejor poeta de la temporada.
David Foster Wallace era un fervoroso amante del tenis. Aunque también jugador amateur, el autor de La broma infinita no enladrilla un sistema, sino que describe, con lucidez y precisión extraordinaria, un pequeño manual para entender los engranajes de este deporte de élite. El ensayo que analiza la rivalidad entre Roger Federer y Rafael Nadal es su mejor ejemplo. Sus observaciones son geniales: contrapone sus estilos de juego entre el ateniense y el espartano, señala las cualidades metafísicas de Federer, maquetea un pequeño tratado de cinética y belleza, y explica por qué los hombres, bajo el yugo de la masculinidad, son incapaces de referir las cualidades de belleza, elegancia o elogio al cuerpo.
Y a pesar de todo, es insuficiente. La gama de deportes es infinita y la mayoría está dominada por la perspectiva masculina que se representa y proyecta en la simbología de la guerra: la oposición entre avanzar y ser eliminado, la jerarquía de rango y estatus, las estadísticas obsesivas, el análisis técnico, el fervor tribal y/o nacionalista, los uniformes, el ruido de las masas, los estandartes, el entrechocar de pechos, el pintarse la cara, etc.
En Inquietud Kenneth Goldsmith ensaya un pequeño juego para demostrar cómo la mente juega un eterno boicot al cuerpo. Una de las cosas que plantea el deporte es la reconciliación, acoplar ambos –mente y cuerpo– en la conciencia del dolor, la enfermedad, las heridas, el malestar, los olores, el envejecimiento, el sexo, el acto de comer, escuchar música, etc. Hoy, somos incapaces de cuantificar la infinidad de procesos biológicos que se activan en nuestras acciones más simples. Esclavos de nuestro metabolismo, hijos de una cultura que ha desplazado nuestra existencia orgánica, apantallados en el placer y la satisfacción de nuestros deseos y necesidades más básicas, omitimos que estamos constituidos de sangre, órganos, secreciones, huesos y músculos.
Son pocos los poetas que en Chile se han atrevido a escribir sobre el deporte. Pasa algo similar que con los juegos panamericanos u olímpicos: aparece un libro cada dos o cuatro años. De los que han aparecido, se pueden encontrar algunos que rescatan la perspectiva del espectador–hincha, como Elvira Hernández que en Cuaderno de deportes mira, desde la pantalla, la función en vivo de los atletas: «Los cuerpos son observados en cámara lenta / (después en otras cámaras) / Con lupa / En blanco y negro / En colores / Con microscopio / Se les da el visto bueno / Se los tarja / Se les ojea la vida / Que penderá de un hilo».
Por otro lado, encontramos al deportista amateur que vuelca toda su experiencia, casi fanatismo, en la escritura. Su manejo técnico del lenguaje es el de un especialista y su ritmo parece estar tallado a pulso. Es el caso del ex boxeador Juan Carlos Urtaza en sus libros Knock Out y No hay mano:
Finteo esquivo arremeto pie contra pie
mete cross mete rectos al mentón
Nadie espera por mí en el ring–side
el abuelo muerto grita lo que no debo hacer
NO eres el Bombardero de Detroit
ni Alí
eres perico de los palotes
abúlico
todo mal papeado
con unos ojos así de grandes y un corazón
que no le cabe en el pecho
Pero si hay que rastrear, como tarea para la casa, poemas de deportes, sin duda el fútbol se llevaría la mayoría de las menciones. Algunos de los más recientes los escribe Patricio Contreras en Calle Abierta, donde su hablante consigue reproducir la acelerada cadencia y emotividad del relato radial de un partido jugado contra la adversidad, con jugadores aguerridos e hinchas incondicionales. Leemos en su poema «Estadio de Sitio»: «y hay cosas que jamás podrán negociarse / p. ej. Salas deteniendo el balón con el muslo / la habilitación perfecta de un Sierra inspirado / mientras Wembley –la Catedral– espera en silencio / el remate de un monstruo / el orgullo nacional / de un país entero al borde de las lágrimas».
El deporte como metáfora de la vida humana ha invadido el lenguaje en la posmodernidad. El arengazo constante a la propia voluntad encuentra su mejor código en las reglas de competición. Como niños, nos figuramos en un constante estado de juego, simulacro de derrotas y triunfos. La poesía, con todas sus posibilidades, es capaz de explotar su multiplicidad, explorar las proezas del cuerpo contra las leyes humanas y físicas. Aunque, como «El Maratonista» de Watanabe, se vea sola en esto, sabe que después de una larga carrera, con la fatiga encima: «encontrarás una calle solitaria. / Cambia el paso allí, disimula tu fracaso y camina / lentamente / pisando las hojas amarillas de la morera / como hago yo cada día, ya libre de toda competencia».
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