/ por Francisca Palma
Mira fijo a la cámara desde su posición. Se arrastra, repta y avanza despacio, como un animal con sus pellejos al sol. Flecta los brazos y desde ahí toma impulso para seguir, con los pies arriba, como si fueran su timón. El acompañante le tira agua al suelo para limpiar el camino mientras él, con una bermuda Adidas, se expande en el suelo, coloniza el espacio con su piel y avanza de a poco, despacio, en dirección al santuario.
Algunos lo observan, le toman fotos, mientras que otros ni siquiera se han dado cuenta de lo que está haciendo con su cuerpo desplegado en la tierra y con sus gestos de dolor, poniendo todo de sí para llegar a la presencia de la virgen y rendirle sus heridas, su sudor, su sangre, su piel despellejada y las piedras incrustadas en las heridas. Él, a diferencia de los bailarines, de quienes se dice que rezan dos veces a través de su cuerpo, es tributo en sí mismo, y arroja su cuerpo a la lucha simbólica de “las mandas”, de esas peticiones de imposibles que sí se cumplen y que hacen que prolifere la fe, en un hervidero cuya trayectoria se condensa en este pueblo enclavado en la Pampa del Tamarugal.
Allí se celebra esta fiesta dual –pagana y religiosa, del bien y el mal, del calor del desierto y el frío pampino–, donde los iconoclastas no tienen cabida, por más que quisieran irrumpir en hordas para descabezar imágenes religiosas, prender maderos, quitar coronas y moler yesos.
El bien se encarna en las imágenes de la religiosidad, cuya expresión de paz colisiona con la turbación de las danzas y los bronces, que con los bombos sellan una musicalidad paralela que literalmente hace vibrar a los fieles e infieles que visitan La Tirana. El retumbe va del piso, subiendo por los tobillos, rozando los glúteos a gran velocidad, deteniéndose en el corazón: es ahí donde basta poner la mano para sentir el repique hondo, la flexión de la muñeca del intrumentista, que sube a la cabeza y sale desde la mollera a circular por el pequeño pueblo, abandonado en el año, sobrepoblado en julio.
El mal se vuelve evidente cuando los demonios se encienden con la música y se mitifican más en el anochecer. Sus rostros despiden luces que hipnotizan y que atrapan a los observadores que se quedan perplejos ante los figurines: demonios, cóndores, osos polares, reinas incas, ángeles, banderas chilenas y arcángeles guerreros que comulgan en la danza, en un escenario que, por más que pueda parecer una pesadilla, emana folclore y, con ello, también visitantes que con sus cámaras encandilan e hipnotizan, en un diálogo luminoso de mutua atracción de lentes y luminosidad.
El diálogo cuerpo/fe se da también en otras relaciones. De su imagen brotan extensiones el día 16 de julio en la mañana, tras la explosión de energía devota a medianoche que ve nacer el día oficial de la celebración, encuentro donde no sólo brotan fuegos artificiales, sino también lágrimas y fluidos, como una catarsis pasional con la matriz, la madre de la tierra, la madre del desierto.
Las cintas de la virgen son de colores (incluido el tricolor), que bajan a todos quienes se aferran a esa fuente de energía, a esa forma de tocarla sin hacerlo, de estar con ella. Las cintas retornan a la matriz al son del himno nacional en una conversación mariana y patriótica: origen y razón.
Los cuerpos aplauden, se entregan desde su materialidad a una espiritualidad común. En múltiples formatos, diabladas, morenadas, promeseros y gitanos tipifican su oración en sonidos y movimientos diferentes que en el tumulto se agrupan, se amasan, se tapan, compiten y se entregan: gemidos que evocan al pasado, a los antepasados de otras latitudes y de más allá de las fronteras, pero que apuntan a un futuro. Por eso se encomiendan a ella, le piden progreso, le piden salud y porvenir.
La virgen sale a desplegarse en su reino. A las cuatro cero cero, va en andas de quienes tienen el privilegio de llevarla sobre sus hombros, soportar su peso y el calor que llevan sobre la cabeza, a modo de penitencia pero también de ejercicio exclusivo, destinado sólo a los elegidos de esta fiesta.
Cada uno reposa sobre el otro, como una comunidad del creer, y resisten los lanzamientos de flores, de challa, de espuma rey momo y de otros implementos extensivos de la fiesta, con la promesa de volver el otro año a hacer lo mismo, hasta que ya no puedan más y sean sus hijos los que tomen la misión.
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