/ por Cristian Leal
Papiroflexia o papel hecho figura, ejercicio aparentemente sencillo: doblar la hoja para que adquiera forma de dragones, perros, elefantes o grullas. Una técnica similar es la que ocupa Mauricio Palazzo en su novela–crónica Origami. Doblar cada ángulo, pieza o experiencia de la desventura de un particular chileno en Japón, hasta dar con la forma final de esta historia.
De Japón vienen noticias relacionadas a sus fetiches: mangas, animé, notas de hombres que arriendan amigos, compran abrazos o se casan con androides. Mauricio es el intermediario clásico de esas imágenes que fabrica Occidente sobre Oriente, que no son más que bosquejos e interpretaciones menguantes que desfiguran la percepción de un país. Su novela se inscribe ahí, en la fisura que genera el choque de lenguajes y costumbres. Es una historia de amor, de un periodista chileno enamorado de Marie, una japonesa que turistea en Isla de Pascua. Tras meses de relación, decide acompañarla a Tokio. Con un préstamo que transforma en dólares, ordena lo poco que es posible ordenar y la sigue.
El chileno se llama Mauricio y las pegas que encuentra para sobrevivir en el país del sol naciente son múltiples: un reportaje con regreso a Chile sobre Violeta Parra, que incluye un encuentro esporádico con Nicanor Parra; extensas jornadas labores que superan las diez horas. Los quehaceres son obedecer en locales, garzonear, conversar con prostitutas, temer a un yakuza que corta dedos y beber hasta olvidar el cansancio. Observar la frialdad de sus suegros, experimentar la soledad de ser un chileno en el extranjero, la pérdida de su lengua y el cambio en las relaciones laborales; rimbombante caos de relaciones distantes, frías y protocolares, para alimentar el bien colectivo de un país demasiado obediente.
La crónica da cuenta del proceso de adaptación de un extranjero a un país totalmente extraño, donde el peso del lenguaje y la soledad son factores que perturban, sin mencionar la obligación de mudar el comportamiento y las ideas relacionadas al convivir. Este será el factor determinante que marca al periodista, más que el amor y la cultura. Dejar la visa turista del descubrimiento y no dar esos detalles. Ir pincelando con brocha gorda la intensidad de la ocupación durante diez horas laborales. No idealizando una ciudad, sino sumergido en lo oscuro, donde llegan a trabajar los exiliados, los desechados, los que tiene que comerse el relato capitalista tras un paño de mesero y un montón de frases sumisas que sólo se dicen en lo escrito.
La resistencia al dolor, la profundización de los personajes y las estructuras laborales se minimizan en lo periodístico. Hasta que Mauricio encuentra el goce en el fetiche japonés. Es esta el arma de doble filo del libro, donde se capta el interés y se configura la morbosa mirada a un país ajeno. No hay escenas descriptivas, todo pasa rápido y simplemente ocurre. Como si el narrador sólo se enfrentara desde el contar a la realidad. Mauricio es el motor. Marie pasa a ser un descanso. Las casas como cuartuchos donde dormir. Los amigos no logrados se desvanecen y cambian en las pegas. El trabajo de la voz como un ser que vive y cuenta, pero no muestra. Contar lo raro y extraño, las relaciones desde la sumisión y la autoridad.
Origami es una crónica que peca a veces de periodística, sin dejar de ser divertida. No advierte nada más que lo escrito. Narra los acontecimientos de extranjería de manera tal que la crónica, en esos dobleces y abultamientos, consigue un efecto de novela. Miles de formas se van armando con los dobleces. Múltiples diseños que generan otra cosa y la vuelven un viaje hacia lo más derruido de un país, hacia la cara B del primer mundo.
Origami
Mauricio Palazzo
Das Kapital, 2016
Narrativa, 86 págs
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