/ por Alejandro Fielbaum
“Cortar los envíos, es la muerte, y es esto los que los militantes fundamentalistas del copyright quieren imponer en la Web, quitándole todo potencial para domesticarla como instrumento de venta de baratijas. Pero como alguna vez dijo Derrida: «Heredo algo que también debo transmitir: ya sea algo chocante o no, no hay derecho de propiedad sobre la herencia». Es esta herencia que no le pertenece a nadie y que nos forma a todos, esta herencia que es el don común sobre el que se construye lo nuevo, lo que se está atacando al atacar la difusión y el acceso de todas y todos a la misma. Es lógico, la herencia de la filosofía, del pensamiento crítico es demasiado peligrosa para los hombres del mercado, puede hacer creer que no necesitamos de tutores ni de encargados para atrevernos a saber, tal como en la lejana época en que la burguesía era aún ilustrada, quería el viejo Kant”.
Horacio Potel
La sensación de escribir por la muerte de alguien que creemos que no hemos conocido es la de una incómoda ridiculez. Más torpe aún, sin embargo, creo que es dejar de escribir esa desazón si es mucho lo que se le debe agradecer. En particular, cuando lo que debe agradecerse es justamente la posibilidad de pensar, del pensar como agradecimiento de lo que se promete en la generosidad de alguien –o algo– que no se ha conocido ni se podría conocer.
Quizás de pensar eso, en eso y con eso, se trate, en efecto, la filosofía. Si hay un momento en el que un sujeto puede decidir estudiar filosofía es aquel en el que alguna lectura acarrea esa experiencia incómoda y le permite dudar si se es un sujeto que puede decidir. O sea, el tiempo de esa fascinante incomprensión que se padece en esas primeras miradas a textos de los que poco se comprende, pero que obligan a dejar de asegurar lo que antes se creía y quería comprender. Creo que para varios de quienes intentamos empezar a leer durante la vuelta de siglo esos recuerdos están ligados a las páginas de Nietzsche, Heidegger y Derrida montadas por el pensador argentino Horacio Potel.
Nunca vi a Potel, por cierto, si es que suponemos que sabemos lo que es ver. Sólo una vez le escribí para preguntar por el año de la edición de uno de los textos que leí en su página, ya que quería citarlo en el modo en que las instituciones creen que se debe citar. Su respuesta fue lapidaria: si había leído a Nietzsche en su página, podía citar su página. Me avergoncé, por supuesto, porque su respuesta me enrostró la estupidez de mi pregunta. Noto ahora que preferí olvidar si le respondí dándole la razón o si sólo intenté hacerlo citando su página.
Fueron muchos más los textos que únicamente gracias a esa página pude leer, mucho antes de los sitios actuales que comparten, entre otros, los textos que él digitalizó. En su semblanza de Potel, Mónica Cragnolini lo recuerda transcribiendo los textos, antes de los actuales aparatos de escaneo, con el objetivo de que pudieran circular en años en que las lecturas de tales autores eran aún mucho más escasas que en el presente. Quizás más aún a este lado de la cordillera, lo que se veía entonces reforzado por importantes vacíos en bibliotecas de unas y otras universidades. En ese marco, las páginas creadas por Potel permitían acceder incluso a traducciones que no se hallaban en otros libros o revistas. Junto con ello, brindaban una guía de lectura que permitía, a través de las secciones de los comentarios, adentrarse en discusiones cuyo peso difícilmente uno podía entonces adivinar.
Recuerdo haber pasado, con mejor vista y peor tecnología, largas horas frente a un computador intentando entender algo de esas letras blancas sobre un fondo oscuro. Por ejemplo, la primera lectura de un tal Badiou, que sostenía la curiosa idea de que Nietzsche no era filósofo, sino antifilósofo, lo que obviamente me parecía escandaloso dado que lo que quería era saber por qué Nietzsche era un gran filósofo. También, por cierto, los singulares textos firmados por el extraño apellido Klossowski. Ni qué decir de los muchísimos intentos de intentar a leer a Derrida a través de uno u otro texto del que difícilmente lograba avanzar más de cuatro párrafos antes de volver a las entrevistas allí compiladas, esas en las que, como muchos de los periodistas que entrevistaban al filósofo argelino, torpemente creía entender algo.
Ese tipo de recuerdos no son sólo míos (como todo recuerdo, por supuesto). Fueron tantos quienes leyeron gracias al trabajo de Potel que tales páginas fueron sometidas a juicios por parte de una editorial francesa que publicaba a pensadores del don a la vez que buscaba, no sin un triste apoyo de editoriales e instituciones argentinas, censurar el generoso gesto de dar a leer a tales pensadores. Como remarcó Potel en uno de sus escritos, la difusión de sus textos abría los fantasmas que amenazaban las ganancias de quienes sí creen saber qué es una herencia, y así poder seguir lucrando con ella.
Afortunadamente, los textos digitalizados por Potel no han dejado de circular gracias a la complicidad de la viralización, que hace un necesario y pequeño homenaje a páginas cuyos nombres han sido usurpados. Si hoy se escriben sus direcciones en el navegador, de hecho, internet nos envía a páginas de juegos de ruletas y apuestas. Triste casualidad, ciertamente, pues si algo enseñan los autores allí compilados es que las apuestas que interesan son las que no pueden calcular sus probabilidades ni dar por seguros sus triunfos.
La teleología tampoco funciona en este torpe relato: ni contamos hoy con bibliotecas que nos permitan prescindir de esas páginas, ni queremos prescindir de ellas para seguir leyendo a autores que tampoco hoy creo entender tanto más. Sólo puedo afirmar que ahora debo copiar y pegar los textos para leerlos con fondo más claro en un aparato de lectura que no sea el computador, añorando la vista de hace algunos años y la desazón de esas lecturas, que tiende a diluirse entre las mediaciones de la universidad neoliberal que cree contribuir a la filosofía sofocando la dubitación, creyendo que sí podemos saber qué es la filosofía más allá de las apuestas.
Si intento esbozar estas apuradas ideas es porque, como ya se sabe, Horacio Potel ha muerto hace algunos días. La retórica humanista suele decir que quedan las obras. Quienes han intentado pensar sin el humanismo enseñan que si algo resta es lo que no es una obra, lo que sutura cualquier propiedad. Por ejemplo, el generoso acto de compartir al que Potel dedicó un trabajo tan notable, tanto más necesario que todos los papers que la universidad contemporánea prioriza por sobre trabajos como los que él realizó. Habremos de seguir agradeciéndole una y otra vez, justamente porque nos ha permitido pensar que no hay una vez sin otra vez, como él escribió alguna vez: “Nada ni nadie termina nada ni nadie. Ni la muerte termina. Y entonces de nuevo lo único que se puede hacer es comenzar. Comenzar no para concluir nada, comenzar para inscribir la inconclusión, comenzar para sumar un trazo, un resto, algo que comienza ya como ruina y ceniza, y que justamente sólo en tanto resto y ceniza abren el por–venir”
Perfil del autor/a:
Probablemente muchos (me incluyo) puedan no acceder o comprender la terminología y/o conceptos filosóficos vertidos por Horacio sobre los filósofos que abordó y divulgó, como parte de su inquebrantable decisión de hacerlo, a pesar del fallido atropello de esa editorial francesa y sus cómplices locales. No se puede dimensionar tamaño trabajo, pero sí agradecerle su tránsito tan fecundo por este mundo. Hasta siempre, querido Horacio!!!