/ por Claudio Santander
A partir del debate que he tenido con Rodrigo Karmy en una serie de columnas publicadas en diversos medios, Gonzalo Díaz Letelier ha propuesto recientemente una reflexión sumándose a los puntos centrales ya expresados por Karmy. En esta columna voy a tratar de mostrar los problemas conceptuales de la columna de Díaz, y en lo que me permite el espacio, englobar tales problemas con los que ha defendido también. La discusión que se ha desplegado en estas columnas y la respuesta que presento aquí pueden ser de interés para todos aquellos que consideran que la izquierda chilena, posdictadura y postransición, ha entrado en un ciclo en el que se hace necesario reflexionar sobre ciertos postulados fundamentales.
En esta primera columna, voy a resaltar aquello que me parece conceptualmente fundamental de las posiciones de Karmy y Díaz. Y ello tiene que ver con mi sugerencia respecto a la cual ambas posiciones pueden interpretarse como políticamente “conservadoras” y moralmente “consecuencialistas”. Debe advertirse que no expresan ni se comprometen explícitamente con tales concepciones, aunque inadvertidamente, sin embargo, y eso es lo que voy a tratar de mostrar si nos tomamos en serio ambas posiciones, nos llevan a afirmar un campo conceptual que en su expresión práctica no difiere de forma relevante con un conservadurismo político y un consecuencialismo moral.
El conservadurismo no debe atribuirse solamente a la defensa de o identificación con “determinados valores”, sino que al tipo de justificación. El conservadurismo justifica el valor de concepciones prácticas en una forma de realismo de la “naturaleza de las cosas”. Los conservadores religiosos, por ejemplo, consideran que los deberes, compromisos éticos y morales, dependen de una “descripción metafísica” incuestionada o “revelada”, válidos precisamente por la afirmación de un supuesto estatuto de verdad. Por su parte, los conservadores de izquierda operan de la misma manera, no obstante, con signos y contenidos distintos, esto es, haciendo depender la validez de las concepciones prácticas que defienden en una “naturaleza de las cosas” o “descripción metafísica” alternativa. La visión anti–conservadora que voy a defender no necesita hacer gala de una supuesta “neutralidad” metafísica, sino que simplemente ofrece una concepción diferente de justificación. Volveré pronto sobre esto en la segunda parte de esta respuesta.
Con consecuencialismo, por otra parte, no me refiero a la actitud de corrección ética relativa a consistencias entre juicios y acciones. Por consecuencialismo entiendo una ya tradicional posición metaética, que comienza posiblemente con Aristóteles (pero que tiene otros representantes ilustres en Maquiavelo y en una gran gama de utilitaristas), posición que argumenta que el valor moral de una acción depende o remite a la evaluación de las consecuencias de esa acción. La clave entonces del consecuencialismo es que para poder evaluar si una acción es correcta o incorrecta debe efectuar una adecuación entre el horizonte de creencias del agente y la pertinencia de su acción. Lo importante en este contexto es que el consecuencialismo necesita de una doctrina externa a la que se remite la justificación misma de la acción, lo que no es en sí mismo algo trivial. Por ejemplo, la “fortuna” en Maquiavelo o el concepto de bienestar de algunos utilitaristas se evalúan a partir de un estándar normativo independiente a las condiciones que los involucrados en la acción puedan acordar (los beneficios para el gobernante en Maquiavelo o la agregación de una medida de bienestar en los utilitaristas). Del mismo modo, Karmy y Díaz Letelier remiten la evaluación de la concepción de libertad política a criterios independientes de las condiciones que imponen los involucrados en la acción, en este caso, a los miembros de una sociedad.
Para poder cumplir con lo que he propuesto más arriba, voy a dividir esta columna en dos partes, que me parece se corresponden con las dos ideas centrales de la columna de Díaz Letelier, a saber: una que corresponde a una crítica y otra que corresponde a una propuesta. En la primera, voy a tratar de explicar en una serie de afirmaciones de la forma más clara posible cuales son los puntos centrales de la crítica que Díaz Letelier dirige a mis columnas y, en la segunda, voy a tratar de expresar la propuesta de su columna y cómo ella implica un compromiso con la forma de conservadurismo a la que he hecho mención, con un consecuencialismo moral.
La parte central de la crítica de Díaz Letelier a mi defensa de la libertad política en la tradición liberal se fundamenta en una supuesta relación entre la concepción de libertad política que defiende la tradición liberal con lo que la columna llama “ontología de la propiedad”. La resumo en la siguiente formula: la libertad política que puede concebirse en el marco de una ontología de la propiedad sólo puede aspirar a tener un valor defectuoso y limitado, y por tanto insuficiente. Además, la práctica sistematizada y organizada en el tiempo de tal concepción de libertad liberal genera, en la práctica, cierto tipo de organización gubernamental (biopolítica), que es de carácter oprobioso. En consecuencia, debe rechazarse tanto la libertad política liberal como la organización gubernamental que de ella se genera, en virtud tanto de sus compromisos ontológicos como con las formas prácticas que hace surgir.
No hay ningún rastro en aquella columna, en la forma de una idea, concepto o argumento, que justifique por qué necesariamente la idea de libertad política liberal estaría “atrapada” por una “ontología de la propiedad”, como se menciona al principio de la formulación que he articulado de la crítica de Díaz Letelier. Al igual que para Rodrigo Karmy, al parecer esta relación se justifica por una especie de sentido común y por una narración determinada de la historia del pensamiento liberal que se da por cierta, sin cuestionamientos, y que coloca la idea de propiedad de Locke como el origen histórico y el fundamento filosófico de la tradición liberal. En esta lectura de la historia, por tanto, si se acepta como cierta esta narración, se da por cierta también la relación entre la libertad liberal y lo que Díaz Letelier llama “ontología de la propiedad”.
Voy a revisar primero este punto de vista histórico crítico. El problema es justamente que si se cuestiona esta relación entre Locke y el liberalismo, que aparece como de suyo en el texto de Díaz, el fundamento que sustenta su crítica se desmorona. En el horizonte de la “contra–historia” de Losurdo, tanto en las columnas de Karmy como en la de Díaz, se identifica la relación del liberalismo con el esclavismo de Locke. Quiero enfatizar que la relación ahí propuesta es una crítica exclusivamente de carácter histórico–causal. Porque ciertamente podemos estar de acuerdo con Losurdo respecto de la contradicción histórica que supondría la defensa del liberalismo al mismo tiempo que la práctica esclavista se realizaba. Sin embargo, esa contradicción depende de que demos por verdadero no la contradicción libertad liberal/esclavitud, sino que las relaciones causales que elabora Losurdo respecto de la tradición liberal. No obstante, la contradicción se disolvería si hacemos depender nuestra interpretación de otra elaboración histórica de la tradición liberal. Por ejemplo, si adoptamos la interpretación de Pocock, que no es precisamente un «autor liberal», tenemos una elaboración histórico–crítica robusta y alternativa que muestra que ni Inglaterra ni Estados Unidos eran liberales en ningún sentido significativo en el siglo XVIII, y ni siquiera en el siglo XIX. No sólo Pocock, sino que un cuerpo importante de historiadores de las ideas políticas (Skinner, Tully) concuerdan en que para el siglo XVIII no hay un cuerpo de doctrinas que concuerden con lo que podríamos llamar liberalismo, que la columna de Díaz derechamente llama así, y que, por extensión, es argumentativamente controversial que Locke sea tenido, en esta interpretación, como uno, o incluso el fundador, del liberalismo. Con esto se apunta a un elemento que, ni la columna de Karmy ni la de Díaz cuestionan, a saber: que las interpretaciones de las tradiciones de pensamiento político se reconstruyen a partir de sus recepciones contemporáneas, del cuerpo de fuentes y testimonios históricos con los que ellas se construyen. Un elemento este último que es totalmente trivial y de sentido común para los historiadores de las ideas, que sin embargo carece de una aproximación filosófica en estas columnas.
La conclusión de esta primera crítica entonces apunta a que para solventar y fundamentar lo que Díaz sostiene sobre Locke y el liberalismo debe ofrecer razones más contundentes, en el plano histórico, sobre por qué debemos confiar en un recuento histórico como el que presenta Losurdo, sobre todo considerando que junto a Losurdo hay toda una discusión en la historia de las ideas respecto de la verosimilitud histórico–crítica que emparenta al liberalismo con Locke y con los contextos intelectuales y políticos anglosajones. Si en la columna de Díaz no aparece señalado, entonces es nada más que una petición de principio que, como tal, es arbitraria y filosóficamente infundada.
Ahora, junto a este punto de vista histórico–crítico, hay un segundo aspecto, más importante que el primero, de carácter filosófico–crítico. Me parece que la columna es imprecisa respecto al lugar de la doctrina de la propiedad de Locke en todo el argumento, lo que hace difícil seguir el razonamiento que va desde la propiedad a la biopolítica, por cuanto la columna (y sus antecedentes en los textos de Karmy) no son claros respecto de si las consecuencias o el “rendimiento” en torno a la deriva biopolítica provienen conceptualmente de la doctrina de Locke o, en cambio, de una metafísica de la propiedad dentro de la cual Locke sería sólo un momento ejemplar.
Díaz intenta argumentar que Locke y su contradicción fáctica no sólo están inmanentemente relacionadas con el liberalismo, sino también que tal inmanencia se debe a la concepción de propiedad que Locke conceptualiza. Lamentablemente, Díaz no desarrolla la forma en la que esta inmanencia opera, y sólo se limita a mencionar que se “vincula íntimamente”, sin precisar el sentido preciso de esta “intimidad”. La frase completa es: «se vincula íntimamente la cuestión de la propiedad con el carácter biopolítico de la economía política liberal y su arte de gobernar (gubernamentalidad)». Lo único que se puede extraer es que el carácter biopolítico del liberalismo como gubernamentalidad es oprobioso por estar fundado en una comprensión defectuosa y limitada de la libertad política. Lo que parece que quiere decir es que el liberalismo ofrece en su práctica histórica un tipo defectuoso de libertad asociada a los propietarios, por cuanto depende como condición de posibilidad de la esclavitud de los no–propietarios. Debido a la mentada metafísica de lo político, que se ha definido en una de sus derivas como ontología de la propiedad, la práctica histórica adopta una concepción defectuosa de la libertad (propietarios/esclavos) porque esa forma es la que le está posibilitada como deriva.
El problema es que para aceptar el punto arriba expuesto, es necesario aceptar una serie de relaciones simbólicas entre concepciones prácticas, culturales y políticas que Díaz no define ni tematiza. En cambio, sí se ofrecen como una relación establecida de suyo. Yo no puedo más que elucubrar que esto se debe a que son relaciones simbólicas, concepciones y relaciones mutuas que en los círculos intelectuales en los que se mueven tanto Karmy como Díaz se dan por sentadas. Lamentablemente, fuera de esos círculos esas relaciones no están dadas de suyo, sino que son objeto de un intenso debate en la filosofía política. Me refiero a las relaciones ontológicas que Díaz nombra como “máquina soberano–gubernamental”, ya sea “cristiana católica–romana” o “protestante capitalista”, o ejes de poder de mando “Dios–Rey–Capital”. Sin embargo, el intento de aunar estas relaciones bajo la égida del trabajo de Foucault no es suficiente.
El problema con esta cadena es que al final Díaz quiere demostrar que de la “ontología de la propiedad” y su principio desemboca –vía una serie de articulaciones simbólicas que contienen no sólo muchos siglos de desarrollo, sino que también muchas elaboraciones conceptuales que deben revisarse en su propio mérito– en una forma determinada de práctica de gubernamentalidad o “tecnología de gobierno” (que a su vez tiene muchas derivaciones, una vez más dependiendo de conexiones que parecen exigir al lector una constricción de buena voluntad o a un auto de fe, como “evangelización”, “civilización”, “proletarización metropolitana”, “imperialismo–colonialismo”, “periferias”, y un largo etcétera). No voy a repetir simplemente mi crítica anterior que cabe, con toda propiedad, a estas cadenas de relaciones simbólicas. Más bien voy a apuntar a lo que mencioné al principio: que en la base argumentativa que sostiene estas relaciones simbólico–discursivas atribuidas al liberalismo hay una ontología de la propiedad conceptualmente ininteligible. Para mostrar esto, voy a contrastar muy brevemente el propio concepto de propiedad que se encuentra en Locke, autor cuya elevación a fundador del liberalismo depende de una elaboración histórica a modo, y, por lo tanto, arbitraria, al menos hasta que no se defienda una tesis en clave historia–universal (clave que Karmy rechaza). Sin embargo, voy a tomar hipotéticamente por verdadera, para efectos de este debate, la tesis controversial de que Locke, como origen del liberalismo, expresa paradigmáticamente la contradicción de la concepción de la libertad liberal que se sigue de la ontología que concibe a la “libertad como propiedad”.
Como el punto de vista de la columna de Díaz identifica las prácticas dentro de una metafísica dada, lo primero que habría que considerar es el simple hecho de si el principio de propiedad que Locke defiende (inmerso en la “inmanencia de la ontología de la propiedad”) es algo que se origina con su obra o, en cambio, es una práctica (institución, sistema de creencias, etc.) que históricamente lo antecede.
En el Capítulo 5 de su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Locke muestra precisamente que no aboga por la creación de la institución de la propiedad privada, sino que tiene por fin mostrar cómo esta institución, ya existente, aceptada y extendida en su tiempo, es suficientemente adecuada para abogar por la doctrina del contrato social, que se oponía en su composición al régimen monárquico absoluto de la voluntad del soberano, posición que defendía Robert Filmer. La oposición al absolutismo encuadra, en consecuencia, el problema en términos de control de “poder político”, no sólo en términos de “orden disciplinante” u “ontologizante”, como se insinúa en la columna de Díaz, sino que en términos de quién puede legítimamente hacer uso del poder político y hasta dónde: o el soberano o las partes del contrato social. De este contexto se sigue el uso que Locke otorga a la idea de “propiedad de sí mismo” o “autopropiedad” para señalar que nadie nace políticamente sujeto a otro, y que, en consecuencia, todos son titulares de derechos para la autolegislación de sus propias vidas y, consiguientemente, la legitimidad del poder político consiste en derechos sobre las personas sólo si éstas lo han consentido como parte del contrato social. Si ello “remite”, “repercute”, o está “vinculado íntimamente” con un “orden disciplinante” u “ontologizante”, permanece en calidad de «probable», pues dependerá de qué historia de las ideas políticas defendamos. El punto central es que la discusión lockeana no puede remitirse solamente a un punto de vista pues una omisión de ese tipo haría filosóficamente arbitraria la legitimación práctica de la libertad política que está en discusión. Subrayo “solamente”, porque la tesis de Díaz, que sigue en esto a Karmy, otorga a esta “remitencia” a una metafísica el único valor del argumento, en una estrategia que interviene ontologizando el argumento práctico. Las consecuencias de ontologizar un argumento práctico se traducen en una posición filosófica y política consecuencialista, que abordaré en la segunda parte.
Lo que no es controversial respecto a la doctrina de la propiedad lockeana es que los libertarios (de derecha y los de izquierda) reconocen en Locke a su padre fundador, en particular por su doctrina política–práctica de la “auto–propiedad” (self–ownership). Este es un tema apasionante, que por la extensión que ya tiene esta respuesta no puedo ahondar más, pero es algo que debería discutirse de forma urgente.
Volviendo a mi segunda crítica, soy consciente de que el argumento en torno a Locke en las columnas de Karmy y de Díaz no depende necesariamente de corregir una interpretación adecuada o no sobre el principio de propiedad de Locke, porque lo que está en juego es la tensión, la contradicción de aparecer “en el discurso” defendiendo la libertad y, por otra parte, “en la práctica”, comportándose como un esclavista. Para los efectos que le interesa remarcar a Karmy y Díaz, Locke es sólo un ejemplo, un síntoma de algo mayor, de una “metafísica” de lo político. La clave la ponen los autores en la idea que delinean en la expresión “proyección imaginal”. Esto quiere decir: toda acción, motivación, práctica y razonamiento pueden ser sólo proyectados dentro de ciertos límites que están dados, en lo que nos interesa aquí, por el marco conceptual de la metafísica de la propiedad. Ahora bien, aquí hay dos asuntos que no se contestan y que es necesario abordar. Si toda acción, razón y motivación, práctica e institución son la proyección imaginal de una metafísica, entonces parece que no es falso afirmar que en toda acción, razón, práctica o institución también está la posibilidad de la anulación, superación u oposición de esa metafísica. Como sostuvo Karmy en un intercambio sobre este punto, las prácticas no están “atrapadas” en una historia. El hecho, entonces, que Karmy y Díaz coincidan en promover una nueva “potencia común imaginal” lo ratifica. Si lo afirman, e hipotéticamente aceptamos que Locke es el origen del liberalismo, ¿por qué no leer a Locke, y al liberalismo, en la misma clave? ¿Por qué esos atributos que se dan Karmy y Díaz a sí mismos cuando proponen una “potencia imaginal” no se lo atribuyen también a Locke y al liberalismo que este originaría, al cual se le puede atribuir, históricamente, el rol de estar tratando de superar o anular la metafísica absolutista que depende de la voluntad real? No hay una elaboración en este sentido y, en cambio, se esboza una posible respuesta: no hay ruptura, no hay superación, todo se trata de una red de articulaciones simbólicas que pasa, sin distinciones relevantes, desde Dios al Rey y, de ahí, al Capital. La respuesta es, en consecuencia, que la doctrina de la propiedad de Locke no corresponde sino a una secularización de conceptos. Por ello, se sigue, la “potencia común imaginal” de Karmy y Díaz también puede interpretarse como una nueva “secularización de conceptos”. Pero si esto es así, ¿por qué entonces tendremos que aceptar los conceptos secularizados de Karmy y Díaz? Sobre todo si sus conceptos secularizados no pueden dar garantías, siguiendo sus mismos argumentos, de situarse fuera de lo que ellos mismos llaman “ontología de la propiedad”. ¿Y por qué no pueden dar garantías? Precisamente, por la lógica interna de su argumento: porque toda práctica es la instanciación fáctica de una metafísica de lo político. Esta es la consecuencia políticamente conservadora a la que nos pueden llevar los puntos que defienden Karmy y Díaz.
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[Portada] Pintura de Dariusz Labuzek
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