/ por Gustavo Ramírez
A través de la rima, esa vieja conocida de la lírica, el refranero popular sentencia que “ladrón que le roba a ladrón, tiene cien años de perdón”. Nada se nos dice, sin embargo, de la condena sobre la cual se aplicaría el beneficio ni tampoco si acaso es posible trasladar la atenuante a la persona (que es, por estos días, como ha resuelto denominarse quien suscribe) que seleccione un conjunto de poemas extraídos de una antología. Otro aforismo, esta vez sin rima, pero sí munido de ladina aliteración, homologa la figura del traductor a la del traidor. A este respecto también se debieran rendir algunas cuentas, toda vez que el conjunto que presenta (o lo intenta) esta introducción se compone de un puñado de poemas del Caribe anglófono. En nada ayuda, para quien se haya detenido a pensar con profundidad en el apotegma siciliano, que las razonables suspicacias acerca de la traducción pesan significativamente más sobre el género lírico. Pensemos mejor, más cerca de Lezama que de Derrida, que el ente poético enhebrado a través del ojo sideral del imago muda su milagro, en vez de anularlo a través del fatalismo al que instiga la alusión a la traición.
Esto nos lleva, por cierto, a una característica formal que podría vertebrar la mayoría de los poemas. Se trata de la economía expresiva con que son ejecutados algunos de los versos que conforman esta vitrina. Algunos de ellos, como “La cortesía”, el poema que abre la selección, adopta la fórmula resuelta del epigrama. La contundencia de su compacta hechura es, si se hace una traducción poética de la imagen que transmite, el equivalente al retruécano coloquial “corta”, y plasma de paso, de manera insuperable, la diferencia capital entre “darle color» como insulto y “ponerle color» como atributo.
En otras ocasiones, el ritmo se torna torrentoso y delirante. Así ocurre en “De moda”, donde la voz lírica parodia el barullo esquizoide que conforma la perorata turística. En cambio, hay veces en que la idea pulimenta cada uno de los versos que percuta el poema. Trabajos redondos, esféricos, pero ribeteados de fuego. A ese arsenal pertenecen “Tangente b” y «Tangente c», que, en dos sutiles movimientos, nos dan y quitan la idea de dios (pasada por el prisma catódico del televisor) para hablarnos del espectáculo como prueba irrefutable del baldío. O “Yo soy el hombre”, un texto que recuerda el “Soliloquio del individuo” de Nicanor Parra, pero investido de trazas anticoloniales y chorizas. E incluso “Querida historia”, un precioso y desolador poema que aborda la ominosa cotidianidad de la violencia contra las mujeres.
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Ahora bien, dado que sin posibilidad de error el signo poético es forma y fondo (un funámbulo que transita entre el sonido y el sentido, dirá Jakobson), y conforme a esa condición es por derecho propio el género que mejor escenifica la esencia del signo lingüístico –su puesta en abismo, podría decirse–, sólo de manera metódica podemos distinguirlos, y hablar así de “forma”, aislándola de las temáticas que presentan estos poemas. Hecha esta aclaración, podemos decir que existen al menos tres líneas sobresalientes en los textos. La primera consiste en la metarreflexión poética, impulsada a partir de la inevitable racialización de las voces y el compromiso político que se desprende de la correspondiente expectativa lírica que provoca ese raigón. “Al editor que me pidió que le enviara alguno de mis poemas negros” y “Verdad y consecuencia” son trabajos que se pueden leer bajo esa tesitura, sin que ello signifique que otros títulos no se desplacen con soltura alrededor de la misma órbita: un tono predominantemente irónico que no se reserva ni la amargura ni la sordidez del recurso. Una variante de esta matriz elude el peso de la exigencia racial directa, construyendo escenas que regresan de manera tangencial a la cantera de la memoria familiar o la actualizan mediante la cruda experiencia de la migración. “Sobre su infidelidad” y el perfectamente fatídico “La medida exacta” son poemas que pertenecen a este registro, de igual modo que “La laguna”, “Debajo de estas piedras” y el deslumbrante y trágico “Madre e hijo”.
La segunda línea embiste de frente la problemática racial, como se lee en “Escuela colonial para niñas”, “Venta, un rap del milenio” y los ya mencionados “La cortesía” y “Yo soy el hombre”. Por último, la línea más llamativa de esta selección poética en términos políticos es la que componen aquellos textos que incorporan el discurso de género a sus versos. Destacan en esa inflexión “La llama sagrada” y el antes presentado “Querida historia”, ubicados estratégicamente hacia el final de este compacto cardumen lírico (para así asegurar la revisión íntegra de los textos o condenar al lector ansioso a la displicente deriva del scroll).
En conclusión, el conjunto de poemas del Caribe anglófono parece coincidir con esa “moral” con que Frederic Jameson define el fenómeno poético, entendida como “el enfoque cualitativo de la conducta humana y la experiencia”. Visto, eso sí, desde la específica y siempre riquísima perspectiva antillana.
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Para Keith Ellis, el investigador jamaiquino detrás de los dos tomos de la antología desde donde parasita esta entrada (publicada, cómo no, por Casa de las Américas en Cuba), las claves de lectura de los poemas del Caribe anglófono contemporáneo estriban en dos grandes modulaciones. La primera es “la propensión a la violencia social reflejada en una parte notable de la poesía». La segunda, «estrechamente relacionada con la primera, es la casi total ausencia de ternura en las relaciones personales, incluso en lo que deben ser relaciones amorosas”, que para él son el resultado de la identificación del legado colonial como “fomentador de relaciones sociales divisionistas y hostiles y de la necesidad de exponer su funcionamientos y efectos”.
El Caribe anglófono está compuesto por Jamaica, Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Dominica, Granada, Jamaica, Santa Lucía, St. Vincent y Trinidad y Tobago. La mayoría de estos países se ubica en las Antillas menores, un arco de islas que parecen preludiar de forma gradual la extensión que el territorio insular irá proyectando desde Puerto Rico hasta Cuba. Vista en el mapa su casi perfecta progresión, podría pasar por un conjunto de fósiles que forman la cola de un enorme lagarto antediluviano.
Si bien las y los poetas de la presente selección son de una generación sucesora a la de los grandes autores de la región, como el nobel de literatura Derek Walcott (fallecido este año), Kamau Brathwaite, Maryse Condé o George Lamming, son de todas formas, en promedio, mayores que Rihanna.
Para concluir, habría que decir que dos son los vientos (que no son pocos vientos, permítaseme apostillar) que atraviesan la efigie insular de estas islas y resulta fundamental para la lectura de estos poemas que sus nombres sean escrupulosamente memorizados: barlovento y sotavento.
Dada esa última coordenada, no queda más que solicitar la anuencia de los cien años de perdón o, en su lugar, el siempre pirulo arresto domiciliario (si es durante los días de lluvia, mucho mejor).
La cortesía
Una Marson
Nos dicen
Que tenemos la piel negra
Pero el corazón blanco.
Les decimos
Que tienen la piel blanca
Pero el corazón negro.
Traducción de Keith Ellis
Al editor que me pidió que le enviara algunos de mis poemas negros
Edward Baugh
Amigo, al principio pensé
que me había descubierto totalmente,
que me había encontrado una falla:
¡No tenía verso codificado según el color!
Pero luego de repente me vino una idea retrospectiva;
en verdad, mis poemas son tan negros
que son invisibles aun para mí,
usted no podría verlos
si yo debiera enviárselos;
además, lo que es peor,
su gravedad es tan intensa
que cualquier luz que se arriesgue a acercarse
a ellos sencillamente desaparece; usted también
estaría para siempre perdido para la vista;
y así, por consiguiente,
por no desear ponerlo a usted
y su seguridad en peligro,
le ruego, respetuosamente, me permita rehusar.
Traducción de Mireille Milfort Ariza
De moda
Christian Campbell
Nunca nací,
del agua salí un día,
reluciente y negro.
Del agua salí un día,
entre Atlantis y el Shack.
Yo, yo soy de canciones de concha
y fuego y debajo barras de limbo,
monos de madera en barriles
donde grandotes penes saltan,
casas de tablilla, gombé,
un bop de galopín, el Ministerio
de Turismo. Es lo mío, es lo mío.
Soy de músculo
y ron y paja.
Quitasoles minúsculos y cuentas.
Y la Biblia y Shakespeare
y África.
Tenía tetas,
maduras y tocables. Fui
vendedora de mercado. Fui
bananero. Solía
hacer la danza de fuego.
Solía pilotear los botes
de suelo de vidrio. Solía alquilar jet skis
en el reino de esta playa.
Podía copular
como un tambor de piel de cabra.
Pero las trenceras me robaron la letra de mi canción:
Muchachabonita Muchachabonita Muchachabonita,
podía copular como un tambor.
Todo el día levanto cantidades
de piernas. Rondo las calles. Me paseo.
Alguien viola a una muchacha blanca,
dejándola para morir en el arbusto.
Levanto cantidades de piernas. Rondo las calles. Me paseo.
Los negros creen que somos
familia, pero no conozco
en absoluto a esos negritos.
Estos hoteles son como montañas.
Tienes que ir descalzo.
Tienes que bailar.
Tienes que tener pecho.
Cuando mis rizos de miedo empiecen a brotar,
ganaré el doble.
Oh, tengo demasiado
para desear más.
América, América. Sí, América.
Yo controlo las islas. Ven.
Búscame.
Traducción de Keith Ellis
Yo soy el hombre
Mervyn Morris
Yo soy el hombre que construye su casa sobre mierda
Y soy el hombre que te vio allanarla
Yo soy el hombre que no tiene dirección fija
Sígueme ahora
Yo soy el hombre que no tiene empleo
Yo soy el hombre que no tiene voto
Yo soy el hombre que no tiene opción
Óyeme ahora
Yo soy el hombre que no tiene nombre
Yo soy el hombre que no tiene hogar
Yo soy el hombre que no tiene esperanza
No tengo nada
Yo soy el hombre que afila la navaja
Yo soy el hombre que fabrica la bomba
Yo soy el hombre que agarra la pistola
Estúdiame ahora
Traducción de Ana Ramos
La medida exacta
Anthony McNeill
La habitación al principio fue solo una habitación.
Algo donde dormir o trabajar.
Un refugio cuando caía la lluvia
o cuando el cielo estallaba al mediodía.
El tamaño real de la habitación
era, en verdad, impresionantemente normal.
Pero él nunca pudo verlo del todo bien,
siempre era demasiado grande o muy pequeño.
Un día, sin embargo, oyendo las paredes
como templos alrededor de sus oídos,
él agarró un arma o una vara de medir,
la utilizó, y obtuvo la medida exacta.
Traducción de Trinidad Mendoza y Francisco Garzón Céspedes
Sobre su infidelidad
David Dabydeen
No estaban acostumbrados al espacio
Excepto a una porción de portilla que mostraba el cielo
Imaginados, o amontonados dentro de los logies[1]
Las puertas entreabiertas a los cañaverales atorados de trabajo.
Su madre soltaba un nuevo hijo cada año
Y no alcanzaba el afecto entre tantos.
Su madre era un saco de cangrejos en la matriz, arañando,
Triturando,
Rasgando
En busca de aire.
Ahora seguro podrás ver
Por qué él busca
El amplio espacio y porción exclusiva de tu corazón
En donde estar singularmente libre.
Y todo mi hablar furioso sobre la fidelidad
Se debió a eso ves.
Traducción de Miguel Serrano.
Tangente b
Kei Miller
Cuando el predicador de TV llegó a Jamaica,
Heroes Circle se volvió una carpa enorme, vibrando
al sonar las panderetas, inflamada de náuseas
como si se hubieran vaciado los hospicios de los que aún no han muerto.
En ese montón horrible de ojos amarillos,
de rostros demacrados, de vendajes sucios y de tos
grave, la gente mantenía su fe
mayor que los granos de mostaza. Y una ciega,
acostada en la camilla que empujaban, gritó
«¡Yo creo! ¡Yo creo!», para hacer cesar la oscuridad.
Cuando el predicador de televisión se marchó
y todos los sanos regresaron a sus casas cantando «Todo es bueno»
apilaron a los enfermos como andrajos, y un hombre,
ciego a todos los desmanes de la juventud,
le dijo a la ciega que él había empujado por allí
«Fe, hermana. Tu fe no fue suficiente».
Traducción de Lourdes Arencibia Rodríguez y Keith Ellis
Tangente c
Kei Miller
Solía rezar para que vinieran huracanes. Nunca había visto uno
pero podía imaginar cómo, en el portento
de su ritmo sin metro, en su verso tan libre,
las casas podían ser levantadas y convertidas
en nada. Una vez, en junio, una mujer de pie en el barro
confesó ante las cámaras del noticiero que durante la tormenta
encendió velas en cada esquina de la casa
y rezó; por eso fue perdonada
pero mientras proclamaba su fe
un montoncito de zinc y tablas navegó
barranco abajo. Se viró y echó a correr,
para perseguir su casa, para perseguir su dios.
Es igual.
Traducción de Lourdes Arencibia Rodríguez y Keith Ellis
Verdad y consecuencia
Edward Baugh
Cuando la muchedumbre se viró
hacia él
el hombre gritó
«Yo no soy la persona que buscan.
Soy Cinna el poeta.
¡Jamás me he metido en política!»
La turba fue más sabia. «Entonces háganlo trizas»,
gritó la respuesta, «¡háganlo trizas
por sus malos versos!».
Fue entonces que aprendió
demasiado tarde
que no hay tal cosa como «sólo literatura».
Cada verso te compromete.
Los que pensaste que habían muerto se alzarán,
acusando. Y si alegas
que los escribiste sin querer,
entonces siente la responsabilidad
explotar sobre ti en súbito sudor
cuando la bestia avanza.
Traducción de Lourdes Arencibia Rodríguez y Keith Ellis
Escuela colonial para niñas
Olive Senior
para Marlene Smith MacLeish
Imágenes prestadas
nos hicieron desear pálidas pieles
ahogaron nuestra risa
atenuaron nuestras voces
alargaron nuestras faldas
plancharon nuestro pelo
negaron nuestro sexo con túnicas y bombachos
enjaezaron nuestras voces a madrigales
y aires refinados
uncieron nuestras mentes a las declinaciones latinas
y al lenguaje de Shakespeare
No nos decían nada sobre nosotras
Nada en lo absoluto sobre nosotras
Cómo aquellos pálidos ojos nórdicos
y aristocráticos susurros antes nos borraban
cómo nuestras altas voces, nuestra risa
nos degradaban.
No quedaba nada de nosotras
Nada en lo absoluto sobre nosotras
Estudiando: Historia Antigua y Moderna
Los reyes y reinas de Inglaterra
Las estepas de Rusia
Los trigales de Canadá
No había allí nada de nuestros paisajes
Nada en lo absoluto sobre nosotras
Marcus Garvey se revolvió en su tumba.
El año treinta y ocho fue un faro. Una llama.
Hablaban contra la segregación
en Little Rock, Arkansas, de Lumumba
y el Congo. Para nosotras jerigonza.
Habíamos leído a Vachel Lindsay
y su visión de la jungla.
Sin sentir nada sobre nosotras
Nada en lo absoluto sobre nosotras
Meses, años, toda una infancia memorizando
las declinaciones latinas
(Por usar nuestra lengua
–«el mal hablar»–
penitencias)
Sin encontrar nada allí sobre nosotras
Nada en lo absoluto sobre nosotras
Así que, amiga de mi infancia
Algún día hablaremos sobre
Cómo se rompió el espejo
Quién nos despertó con un beso
Quién soltó a Anansi[2]
Pues, ¿no resulta extraño cómo
los ojos nórdicos
hoy, en este momento más radiante
palidecen?
Traducción de Keith Ellis
La laguna
Meryn Morris
En la aldea había una laguna
adonde los niños, según había escuchado hasta el cansancio,
no debían acercarse.
Es una charca insondable, decían,
que traga indefectiblemente hombres y animales;
y en el fondo, advertían los viejos,
nadan lagartijas y horrores innombrables;
los chicos más astutos nunca se acercaban.
Aunque sentía la fuerte atracción por las prohibiciones,
el pequeño, atrapado por el medio, no se atrevió;
hasta que un húmedo verano en que la hierba crecía pródiga,
los senderos inundados, resbalosos,
apareció allí, en la orilla fabulosa.
La triste laguna estaba oscura.
De repente, escapado de las nubes, brilló
el sol; y, trémulo por la culpa,
vio su propio rostro mirando con curiosidad desde la laguna.
Traducción de Julio Llópiz Pacheco y Keith Ellis
Madre e hijo
Shara McCallum
Perdona al artista esta escena.
Le enseñaron a pintar lo que puede ver.
Perdona el sol que brilló aquel día,
la luz reluciendo desde la piel nuez moscada de la madre,
encontrando belleza en los lugares más improbables.
Perdona al niño muerto en sus brazos
por haber corrido donde pasaba la bala
como si corriera tras la cola de un volantín.[3]
Perdona los pinceles. Perdona la pintura.
Perdona la ancha «o» en la boca de la madre
el gemido que quedará para siempre
empotrado en su garganta.
Perdona el silencio del lienzo
como el silencio de Dios
que espera para llenarse de sonido.
Traducción de Keith Ellis
Debajo de estas piedras
Delores Gauntlett
Este es el sitio donde se erguía la pared:
la casa del padre de mi padre
destruida por el fuego
donde el olor de los rojos granos de café colmaba el aire
y el humo se elevaba en silencio.
La casa que visité el año
en que mi padre no pudo traer de vuelta al suyo,
es ahora un recuerdo o este hoyo lleno de siempre viva,
el trillo de la entrada invadido por plantas
cuyos tallos pelábamos para hacer muñecos de palo.
Ahora, bajo las piedras quemadas de los cimientos,
yace la inerte arcilla empapada de la vida de mi abuelo:
una vida que nunca conocí.
No hay fotos de donde sacar su cara,
no obstante su presencia palpita
en la riqueza de una tarde septembrina.
Todo recuerdo ha de despuntar en algún lado:
El aire palpable con la gracia de una gallina bebiendo,
Pavonéandose al dirigirse al nido con una promesa que cumplir.
Su cloqueo bajo la sombra de las hojas del plátano
que brillaban con el rocío matinal,
sin saber lo que era el tiempo ni adónde iba,
los días repletos de árboles que escalar.
Traducción de Miguel Serrano
Querida historia
Shara McCallum
Créeme cuando te digo
que no sabía su nombre.
pero recuerdo el color de su vestido:
rojo, como mi propio uniforme de escuela.
No sabía que la muerte podía llegar a una muchacha
camino a su casa, palo en la mano,
trazando círculos en la tierra,
cantando mientras caminaba.
No sabía que la muerte
encontraría a alguien
por llevar un vestido de color inoportuno
en la parte inapropiada de la ciudad.
Mis padres hablaron en voz baja,
Pero oí la historia de su cuerpo
arrastrado de la calle hasta el barranco,
dejado sucio en semen y sangre.
Oí la canción que cantó,
la que ojalá pudiera cantar ahora.
En verdad, yo fui esa muchacha.
En verdad, nunca estuve allí.
Traducción de Keith Ellis
La llama sagrada
Grace Nichols
Nuestras mujeres
aquellas que yo dejé atrás
conocen siempre el sabor
de su propia entereza
–aun amarga como a veces es–.
Pero yo
provista solamente
Con la sonrisa de mi madre
debo estar siempre ordenando mi vida
como dispersas cuentas.
Cuál era tu secreto, madre,
–el que hizo de ti una mujer
y no solo la esposa de Akosua–.
Con tus muslos diste
una generación de hijos hermosos.
Con tu mente impulsaste cultivos
y lograste una buena cosecha.
Con tus manos y corazón
caldo de plátano y amor.
Pero la llama sagrada de tu alma de mujer
no la entregaste a ningún hombre, madre.
Entonces ese quizás fue el secreto
el que hizo de ti una mujer
y no solo la esposa de Akosua.
Traducción de Carolina Cintra
Venta: un rap del milenio
Kendel Hippolyte
Para George Lamming
Todo tenía que venderse, había cosas nuevas que ofrecer
El viejo surtido en liquidación, el siglo terminaba
Un último frenesí de adquirir y gastar
Mercancías abundantes desde el cielo hasta el infierno
Ganancias a escala gigantesca
Era la venta del siglo
En el siglo de la venta.
Había platos para cereales hechos de calaveras de Cambodia
Finas esculturas de esqueletos de Etiopía
La gente va frenética hacia los zapatos, de todos los tipos y todos los números
surtidos limitados de las fábricas de Auschwitz
Y se licitaba por el Santo Grial
En la venta del siglo
En el siglo de la venta
Grandes surtidos de órganos, internos, externos
Placentas e hígados nuevos, globos del ojo sin usar, corazones nuevos
Megagalones de sangre, silos llenos de tuétano
Un tráfico enérgico de dirección única en partes usadas del cuerpo
Del Sur al Norte, del Este al Oeste, al por mayor y al por menor
Los pobres se vendieron a sí mismos
En el siglo de la venta
Demanda y oferta reinaron en las grandes aulas
Los datos eran caros; la sabiduría, gratuita
Una producción del conocimiento que las corporaciones patrocinan
Comida rápida intelectual, cortesía de McD
Y Oxford y Cambridge y Harvard y Yale
Fueron compradas por el Coronel
En el siglo de la venta
Vino Mefistófeles, brindando diamantes y oro
Pero no atrajo cliente alguno, todas las almas estaban vendidas
Atadas en inversiones, puestas en bonos y en acciones
Selladas en una cartera, cerradas en una caja fuerte
Satanás ofreció el mundo entero –y fue en vano–
Las almas no valían para nada
En el siglo de la venta
En siglos pasados, la muerte era la que igualaba a todos
Y el nacimiento era el principio de todas las posibilidades
Ahora en la muerte no había ningún uso, un cheque sin fondos
Y el nacimiento era negociable, dependía de los honorarios
Asesinatos por contrato, bebés por correo electrónico
Todo fue lo mismo
En el siglo de la venta
El dinero compró literalmente el tiempo y el tiempo se transformó en dinero
Encontraron modos de convertir milenios en millones
Así que con niños pobres/muertos de los barrios bajos y patricios ricos/viejos
Llegamos al final del siglo veinte
La historia con etiquetas puestas con sus precios, futuros en venta
Toda la alegría y la razón por vivir vuelta seca y dura
pero había que venderlo todo o quebraría el mercado
Y ahora la historia gritaba un último gemido amargo
Por valles de pavor con sus minas explotadas, lluvia ácida
De majestad astuta
Las derivas grises del desorden, desechos blancos de los muertos
Para el teletipo de cotizaciones balbuciendo sus oscuras
Líneas de ganancias
Para la ausencia de esperanza, de amor y la muerte que no muere
La historia gritaba por todo lo perdido
Por el incontable, impagable, insostenible precio
De una avaricia tan enorme que era de escala cósmica
Y había regido todas nuestras vidas
En el siglo de la venta
Traducción de Keith Ellis
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[1] Logies: antiguos barracones de esclavos donde se alojaban los trabajadores indios recién llegados bajo contrato de cumplimiento forzoso. Nota del libro.
[2] Anansi, una araña, es un personaje picaresco en el folclor de África Occidental y el Caribe. Nota del libro.
[3] «Cometa» en el original.
[Portada] Kingston, Jamaica.
Perfil del autor/a: