/ por María Emilia Tijoux
Este es un libro* que presenta al sol. A ese sol que no llevamos en el cuerpo, porque si lo lleváramos ya habríamos muerto quemados. Es un libro de isla caliente que choca con este frío isleño que encierra y empuja a separar, a odiar, a envidiar; y que al mismo tiempo convoca a los cuerpos vistos como ajenos, peligrosos, seductores y amenazantes que la inmigración actual propone cuando quiere ser vista desde el prisma racista.
Ingresar al libro de Johan Mijail es entrar de pleno en las islas que dejan ver distintas dimensiones que pueden emerger desde un mundo que busca siempre diferenciarse. Un mundo latinoamericano. Mijail invita y empuja a la reflexión crítica que implica pensar al mundo desde lo que somos. Se hace necesario entonces pellizcar el punto de vista que una construye en la vida según cómo la viva, desde el género, la edad, el dinero, el barrio, los amigos y amigas que tenga. Entremedio de estas posibilidades, no puedo dejar de ver en primer lugar a mi amigo–amiga en su condición de inmigrante que la marca y la convierte en un ser puesto en una dimensión esclava, negra, dominicana, racializada, sexualizada y oprimida en este Chile de hoy. Las islas que produce el libro adquieren forma y tienen sentido en la maraña de lo que nos dice, entre poesía y verso, entre felicidad y sufrimiento. Advierto también mi extranjeridad frente a algunas palabras y frases venidas de sus tierras que no entiendo, pero que me obligan a imaginar, interpretar, leer, buscar y sobre todo a tratar de entender un poco más de la dificultad de quienes llegan de lejos para rozarse con los variados po’ de un Chile encadenado a la nación que ahoga y alza a sus chilenos y chilenas hacia la montaña, donde se instalan para seleccionar a la gente y mirarla de lejos y con desprecio.
La isla tibia donde mi amigo–amiga se hunde en sus olas se encuentra con esta otra isla larga que permanece con sus terremotos. Y en ese punto de encuentro siento cómo trata de sostenerse el orgullo fatuo de esta nación quebrada que le ha ofrecido una identidad chueca y aniquiladora, proponiéndole un habitus de gusto agrio que lo convierta en un hombre serio eternamente vestido de gala, exhibiendo la corrección que oculta lo que siempre fue. Ese ella que se asoma en el cuello de su abrigo. Puede que esta nación de tanto querer ser ordenada desee que recupere la profesión del padre, el cuerpo del padre o el auto que brilla en el barrio. A lo mejor así sería amado y besado y admirado y dejaría la porfía por abrir la entrada a los nuevos capitales que le aguanten la vida a pesar de hundirlo en ella. Para sacar, relegar o disimular lo que traía como tesoro preciado y almacenado de ese sol dominicano puesto en su cuerpo.
Este libro tiene olor. Me hace sentir el perfume de las flores de nombre desconocido de un Caribe que desaloja al turista que busca erotismo detrás de la línea paradisíaca que la postal ofrece, para sufrir, rugir y aparecer en su otro lado de esta isla nuestra: en Quilicura, en Recoleta, en los campamentos de Antofagasta o en los rincones nauseabundos del Maule, donde los patrones depositan a tantos trabajadores sin nombre del mercado de sus vinos. Porque se trata de la crueldad. Sin embargo, cuando les hablo de ella, me dicen que pueden reír, y que ríen ante lo que nos espanta. Al igual como cantan los peluqueros cuando diseñan los dibujos tribales en las cabezas chilenas que hacen filas dispuestas. O como tararean los ritmos aquellas chicas cansadas de los cafés con piernas, lugares atiborrados de olor a deseo chileno clandestino tras el vidrio empavonado, mientras deben calzar zapatos imposibles que les dañan la vida. Imposible no pensar en la muerte silenciosa y criminal de las chicas negras de Magallanes. Sabe a distinto la risa que construyeron desde hace siglos los blancos chilenos, no tan blancos, como remedio casero ante el empuje al abismo, convencidos de que algún día ganarían algo de lo mucho que perdieron. Chile brota helado y hostil ante la sonrisa que este autor ofrece en cada presentación, en cada fotografía, en cada performance, en cada trasgresión que las redes prohíben, porque asustan los límites de la buena educación nacional. Huele el miedo ante su testarudez.
Las flores que salen de la tierra de mi amigo–amiga tropiezan con la frialdad que nos caracteriza cuando las pisamos por el desconocimiento. Y así el mundo de un sur se arma para no recibir, para condenar, para corroer el deseo de alguna creación que Mijail inventa para dejarnos sin habla, sujetos a los múltiples ritmos que inútilmente intentamos imitar. Sus Pordioseros del Caribe invitan a pensar en una clase social empobrecida a más no poder, al punto de quedar prácticamente fuera de su clase, para permanecer en el margen que la deja sostenida a lo que el individuo pueda soportar o inventar para sobrevivir. Y también a una más sometida, que está aún más abajo que la anterior y que parece quedarse fuera de la humanidad, rozando siempre el margen para no ser evaluable y juzgada de modo permanente como una no–clase. En el afuera.
Me he sentido en momentos extraña de sus notas, tanto como lo serían otros que podrían verse acogidos en esta pluma que invita a detenerse en caribeños y caribeñas pobres que ingresan buscando el sueño del techo y el trabajo, al igual que lo hicieron los que fueron traídos en otros días de esos tiempos olvidados, encadenados al mercado de personas que les habían fijado la vida en la ruta del trabajo que los volvía objeto. No tenían salida. Esta sólo parecía asomarse cuando obedecían el aprendizaje de la plegaria del dios que les perdonara el atrevimiento del color, de la música, del cuerpo, del soportar, del emanciparse. Y, al mismo tiempo que les fijaba el punto del trabajo miserable para vivir su corta vida, les impedía la historia, desalojándolos de la humanidad, animalizándolos, explotándolos, castigándolos. Después, cuando no morían, debían dar gracias a dios por el destino y besar las cruces y besar a los curas y consentir lo que les hicieran, porque era y es el destino de los excluidos pagar por las culpas de todos y, para evitar entristecerse, rezar para callar. La salvación parece estar en la biblia leída de rodillas. Pero como nos dice mi amigo: sólo “si las tiene blanquitas”.
Lo “blanco” del cuerpo me da la pista a seguir como la única que permite la felicidad, el trabajo bueno, la vida sana, la aceptación, la sonrisa, la bienvenida y el respeto; al mismo tiempo que tanto blanco y blanca que se cree blanco y blanca en Chile busca al caribeño y a la caribeña para tocarla, manosearla y usarla, para besarla hasta morder y hacerle daño, demostrando que el blanco manda, sea rico o pobre. Porque la “raza” marca la construcción del estigma que señala. Saborear el Caribe es ignorar las palmas, la isla, la historia que desconocemos, salvo cuando el avión llega para la espera del bus que conduce hasta el paraíso que nada tiene de tal. Lo blanco es lo bello. Pero lo negro es lo sublime, lo que supera al deseo, lo que está por encima o más allá de él.
Los pordioseros de este libro interpelan a lo sublime y hacen que este tenga ese no sé qué de la supervivencia que se ajusta a un ¿cómo hemos podido sobrevivir aquí? Para preguntarme por este país nuestro después de la tragedia, pero más allá de ella, como si no sólo la tragedia continua de su historia pudiese explicar la crueldad de la condena de sentirse permanentemente colonizado: contra el inglés, contra el alemán, contra el español, contra el norteamericano. La “magia” que sugiere Mijail le propina un fuerte codazo a esta fuerza nacional que obligaría al pragmatismo de lo cotidiano, en este sur para “guardar toda la caña en una caja o en un tubo donde ya nadie la vea, donde ya nadie nos haga esclavos, donde ya nadie nos venga a cambiarcomprar por oro”: nos dice en una suerte de grito que recuerda la historia de acá, la de otras y de otros esclavizados que aúllan en el sur contra todo gobierno, desde tiempos antiguos, para declarar su búsqueda de emancipación.
Y el Caribe que entibia a pesar de que aparece fantástico en ofertas de viajes organizados por los malls iluminados, parece no entibiar tanto. Más bien quema a esa parte que no cuenta pero que sirve de la gente que expulsa, explota, desprecia, para invitarnos a reflexionar tantas afirmaciones de este libro hasta empujarnos a preguntar por lo que somos acá y lo que también son allá: “si ves una sonrisa, no te la creas, porque es una farsa”. Cuántas veces hemos sido los farsantes de las calles de las plazas de los encuentros que buscan dar alegría en lugar de felicidad. Al Caribe lo he ido conociendo lentamente con los que llegan, para enseñar a resistir en barrios llenos de ellos, de ellas, donde se alquila para apilarse por un precio desmedido. Se saca la mesa a la calle, se juega dominó, se asa la carne y se reparte la risa, a pesar de los insultos y los portazos enojados de quienes corren la cortina con envidia.
El Caribe es a lo mejor este resto depositado en su gente que nos provoca con sus risas y gestos de amistad que invitan no sólo a la casa que consiguen armar en Chile, repartida al infinito, sino a la casa de “allá” donde quedó la madre, la abuela, los hijos, los primos, los vecinos y aquellos que juntan fuerza y se preparan para llegar. Está allí el Caribe de la madre que espera el llamado de la hija que llegó hace un año para asegurar el futuro de la niña, y debe responder a la madre asegurando que está bien, que logró contrato en la empresa de turismo donde practica su inglés, y que le llegará el dinero. No puede contar la verdad de su trabajo en Chile. No puede, no puede porque su cuerpo le impidió ser contratada, pues su forma, su juventud y su belleza fueron obstáculos.
Como el cuerpo obstáculo que encierra a este autor extraño, cercano, atrevido y presto a enfrentar el castigo de hombre–niña que me parece no busca salvarse, sino permanecer, para evitar la mudanza, el acarreo que todo inmigrante vive, aunque no quiera el viaje obligado, el viaje sin fecha, el viaje sin retorno que borra las huellas de la historia propia y lo coloca en un nombre que se grita y se escribe en insultos cotidianos. La mudanza me lleva a mi propia mudanza de maleta hecha para partir, de paquetes infinitos, de bolsas a guardar por si acaso cuando regresemos; cuando regresemos estará la lucha, la victoria, la solidaridad y la libertad de un sueño hoy derrumbado y traicionado.
La poesía de Mijail quema, seduce, interpela, acusa y complica. Invita a sumergirse. Reconozco la idea proveniente del arresto, del acta judicial, de la novedad insoportable que lleva a pensar en construir un muñeco que sea gemelo de la vida, que se presente ante los demás, que baile y sonría, que firme y convenza, que asegure seriedad y responsabilidad. Que rompa al cuerpo–cárcel, que se desnude hasta más no poder y que se deje esposar manos atrás mientras Johan observa tras la pared, allí donde la casa se reduce a la pieza, la cama, el rincón o el amor en cuyos brazos se busca morir. O al cuarto de los sobrinos que ríen de tanta dificultad por repartir la pieza. Somos trece, me decía el chico haitiano mirándome, mientras yo observaba de reojo los metros compartidos entre familia y amigos recién llegados. “Pase”, me decía, y la invitación era dolor que pellizcaba este cuerpo para sentir la rabia y la tristeza enganchadas, sin poder hacer nada más que imaginar lo que se podría hacer cuando se vivía obligadamente de ese modo. Johan me invita, me empuja a seguir pensando y aprendiendo en esta supervivencia del Otro que intento entender desde este estado, este gobierno, esta sociedad y su producción de crueldad.
“Tengo muchas preguntas: ¿Es esta mi casa? ¿Quién la construyó? ¿Formas parte de mi casa? Pero mi casa–olas. Universo: pasar de lo particular a lo universal, mientras se sigue siendo Caribe. Reflexiono en estos años jugando a ser un ser individual, reflexiono las calles, la ciudad de Santo Domingo. Casi muero, casi no vuelvo una noche a mi cama, casi descubro el amor, casi se me arma un trabalenguas entre la palabra palabra y el paladar. Casi no veo. Necesito más luz, luz verde, un semáforo. ¿Cuándo vas a contestarme el teléfono? ¿Cuándo dejarás de hablarme en inglés? ¿Cuándo me darás la oportunidad de dejar de ser esclavo y ser amo? Dios está siempre sentado en una silla y lo estará hasta que vuelva y ponga todo en su sitio: sitio–universo, sitio–espacio, sitio–lugar, sitio–casa. ¿Entiendes ahora mi dolor?”
Mijail construye una isla que tiene poderes, dice. Le creo, y son tal vez sus poderes que han logrado aminorar la pena que siente cuando está sola. Una isla con espacios y tiempos y cuerpos distintos donde a los muertos enterrados en pleno sol en este lado del mundo, en esta isla larga que, aunque fría y algo mentirosa, tiene condiciones para conseguir que los muertos aparezcan de vez en cuando, para mostrar la historia de maldad y crueldad que busca ocultarse. Porque los terremotos remueven los muertos y asustan a los vivos. El tiempo, dice Mijail, es un imán en esta vida de metal. Si nos despegamos tal vez podamos salir de su cárcel y vivir un poco más sin temer lo que después ocurra. Él podrá ser la Marilyn y nosotros los que busquemos los cuerpos malditos que el poder ha destruido en nombre de la raza, del dinero, de la juventud, pero principalmente de la democracia que separa para existir.
Me quedo pegada en el libro. En la posibilidad de leerlo como quiera. De no sentirme obligada a seguir un orden porque orden creo que no tiene. Muchas gracias, Mijail, por invitarme esta noche y sacarme de lo bello para dejarme plantada en lo sublime.
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* Este texto fue leído en la presentación de Pordioseros del Caribe (Editorial Desbordes, 2014) de Johan Mijail, durante noviembre de 2017 en la Feria Internacional del Libro de Santiago.
[Portada] Fotografía de María Elena Sepúlveda
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