La voz del señor me llama, porque está en todos lados: incluso en Chile, incluso en Estación Central, incluso en la población Los Nogales, incluso en calle Uspallata.
Fervor y ratificación emergen desde las pequeñas ventanas superiores del galpón que funcionan como tragaluz y como tragafrío, por los agujeros que dejan penetrar las heladas de domingo. Porque en invierno todos los domingos son fríos, más aún en otro trópico, más abajo del Trópico de Cáncer.
Huellas de pura vida se concentran en el ingreso al recinto, en las docenas de ruedas de los coches que transportaron a los neochilenos que llegaron al culto, y que ahora corren dentro del modesto templo: el paisaje es la esperanza de la Cámara Chilena de la Construcción.
Camisa
Pantalón de tela
Zapato de vestir lustrado con crema Bellkiss
Falda
Panty con encaje
Tocado comprado en Meiggs
Bolsos de bebé
Biblias encueradas
Celulares
El pastor dicta la prédica mientras todos están sentados, preguntando y afirmando en una calma que se verá pronto interrumpida, dando paso a la conmoción y al goce progresivo de cientos de haitianos y haitianas que, en vez de estar descansando un domingo, llevan horas honrando a su dios. Ratificándose en él. Agarrando fuerza común para continuar.
De a poco, las palabras y llamamientos del pastor ascienden en volumen. La gente se para, comienza a responder también en mayores decibeles. La guitarra puntea tonos y las repeticiones del rebaño se vuelven canto. Los músicos suben al escenario y se acoplan en melodías de un origen universal, de una matriz musical que nos lleva a lo que el imaginario dice que es África y que nos conecta a un sonido familiar y común.
Las almas comienzan a inquietarse, las corporalidades se extralimitan de la formalidad de los atuendos y comienzan a fluir desde la espiritualidad y lo mundano. Los acordes del bajo marcan vibraciones que llevan a los ojos a cerrarse, a las cabezas a inclinarse hacia un nuevo horizonte. El cielo de lata se lleva todas las miradas cuando la concentración de la oración permite abrir los párpados y cuando los cuellos se cansan de la inclinación de cuarenta y cinco grados al plano cenital, buscando un cielo prometedor.
El pastor continúa orando. Los amenes ya son gritos y desgarros que intimidan, con llantos que brotan y cuerpos que no caen en sí, que vibran mientras otros graban los cantos con su celular en un archivo/memoria de quienes se han fugado a más de seis mil kilómetros de su tierra.
Ya no todos miran al frente. Algunos se inclinan apoyándose en la silla, dándole la espalda al pastor. Alguien se arrodilla frente a mi puesto, sacro y satán, invocando a dios tan próximo a mi cuerpo, con sus manos en la frente y sus dedos entrecruzados como un punzón dispuesto a ser clavado en su pecho o en mi vientre. Especulaciones mentales en un ambiente de sobrecogimiento.
El trance para. Otro artista sube al escenario. Dieufort, cantante religioso y obrero de la construcción, entra en escena para entonar una canción que todos conocen y que comienza a escalar en alegría y emoción. De cabeza rapada y terno blanco, el artista es conocido en la comunidad a la que fue invitado a cantar esta mañana. Una parada más en su ruta de evangelización en Santiago de Chile.
Dirige unas palabras a los presentes y recibe amenes como respuesta. Ahí comienzan a tocar los músicos y en más de siete minutos todos gozan, levantan sus manos y responden, de pie.
¿Ese dios escuchará las canciones y alabanzas que salen de un galpón en el corazón de Estación Central, un domingo cualquiera del 2017?
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