1. La actitud del portero ante la vida
Hace años Salcedo estuvo muy cerca de convertirse en portero titular del primer equipo de Pumas. El día en que fue a probarse a Ciudad Universitaria (por sugerencia de un directivo que lo había visto jugar en el llano), simplemente lo tapó todo. El técnico entonces lo felicitó y hasta le dijo que tenía un estilo parecido al de Miguel Marín; aunque cuando Salcedo ya acariciaba la gloria del debut a estadio lleno, agregó: “pero, caray, te falta estatura”. Y, la verdad sea dicha, tenía razón: su metro sesenta y seis ni de cerca le alcanzaba para cubrir la media exigida a cualquier portero de club profesional, aun cuando Salcedo había dado fehacientes pruebas de que sí le sobraba para cubrir cuanta pelota buscara la red o cayera sobre el área.
De ahí en más, Salcedo se volvió un tipo descreído de la vida. Vio debutar a otros porteros en Primera, manos de mantequilla por supuesto mucho más altos que él, pero que en técnica (y en intuición) no le llegaban ni a los talones. Comenzó entonces a estudiar ingeniería, una carrera a la cual le tomó tanto cariño que nunca terminó. Resultado: se puso a vender libros especializados en el corredor Balderas, embolsándose bastante dinero con títulos actualizados de cálculo diferencial, biología celular, física cuántica, derecho penal y constitucional.
Así, poco a poco Salcedo fue borrando su decepcionante experiencia en el fútbol. Se dedicó a ganar dinero y a tener hijos por aquí y mujeres por allá: después de todo, vida de futbolista. Hasta que un nefasto día, la policía, sin aviso alguno, le decomisó gran parte de sus libros y le impuso una multa que lo hundió. Entonces, si antes Salcedo era un muchacho descreído de la vida, ahora lo tenemos ahí, encanecido, en su local, blasfemando y escupiendo todos los santos días contra este mundo miserable.
Aun así —y porque la sangre es la sangre—, hace unos años Salcedo volvió a las canchas. Los sábados ataja en una liga de futbol-rápido de la colonia Guerrero, y el domingo en otra de Villa de Aragón, y en ambas, hasta la fecha, posee el récord de la valla menos batida. Seguro a ningún delantero le hace mucha gracia enfrentar a un veterano que por fin, gracias al infortunio y la venta de libros, ha alcanzado la más alta e indispensable virtud del guardameta: no confiar en nadie.
2. Leer (como Pretrushka)
Antes de cualquier otra cosa, salvo para los ciegos, leer es una actividad física protagonizada por los ojos. Que nos haga mejores o peores, que sirva para algo o constituya una acción netamente improductiva, todo eso viene después: por muy obvio, o precisamente porque es muy obvio, este aspecto de la lectura suele pasarse por alto en virtud de consideraciones más imaginativas o definitivamente menos grises.
Lo advirtió Georges Perec en Pensar/Clasificar: “No se trata de concentrarse en el mensaje captado sino en la captación del mensaje en su nivel elemental, lo que sucede cuando leemos: los ojos que se posan en líneas”. Así, el lector no es tanto un descifrador de sentidos cuanto un mirón de la grafía, alguien que va “explorando simultáneamente la totalidad del campo de lectura con una redundancia obstinada: recorridos incesantes puntuados de detenciones imperceptibles”.
Ahora bien: al estar en cierto modo condenados a extraer significaciones ulteriores desde estos “recorridos incesantes”, los mismos textos ponen en evidencia y parecen forzar, en mayor o menor grado, este rasgo primordialmente fisiológico de la lectura. Vale decir, hay textos de mensaje (por llamarlos de un modo esquemático) y textos de la captación del mensaje, donde los ojos efectivamente parecen posarse sobre letras y nada más que sobre letras. “Le gustaba no lo que leía —apunta el narrador de Almas muertas, la gran novela inconclusa de Nikolai Gógol, acerca de Petrushka—, sino el mismo hecho de leer, o mejor dicho, el propio proceso de la lectura, cómo las letras se juntaban siempre para componer palabras que, a veces, el diablo sabía lo que significaban”.
Tal vez algunos ensayos de Lezama Lima —o ciertos pasajes de Paradiso— exijan un lector del estilo de Petrushka; ahí los ojos recorren, saltan, regresan, avanzan, se quedan fijos en una coma, abandonan las letras y vuelven a la página. Lo cual en absoluto quiere decir que ante los ensayos o novelas de Lezama el lector se vea imposibilitado de extraer sentidos (densa bibliografía hay al respecto), sino más bien que lo que en ellos se evidencia (o se exige) es la participación, el movimiento —y todavía más: la erosión— del cuerpo lector.
Leer es moverse y detenerse, esquivar y cansarse, enfocar y desenfocar, someterse a un proceso desgastante. Incluso, a veces, leer implica no leer; no leer letras, apartar la mirada de ellas y salir. Y después —sólo después— viene todo lo demás. Por ejemplo, este texto.
3. La dictadura incitante de Juan Luis Martínez
El poeta y artista visual chileno Juan Luis Martínez le dijo a Félix Guattari: “Yo creo que mi trabajo habría sido más difícil en una democracia que bajo la dictadura. Me es mucho más incitante y estimulante un sistema totalitario que una democracia”.
El contexto de la cita es Villa Alemana, Chile, 1991, un año después de oficializada la llamada “Transición a la democracia”. Ya han pasado los años duros de la dictadura de Pinochet (aunque todavía falta el “boinazo” de 1993), en el país se habla en voz baja o no se habla, las palabras “tortura” y “desaparición” (e incluso la palabra “dictadura”) son aún demasiado fuertes y ofensivas, pero de todas maneras comienzan a pronunciarse cada vez con más urgencia e insistencia: las órdenes de mantener silencio, aunque siguen en pie, se ven, poco a poco, tímidamente desacatadas.
Entonces Guattari visita Chile y conversa con el poeta Martínez; hablan de poesía, de Lautréamont, de Beckett, de Kerouac; hablan de esquizoanálisis, de la disolución de la autoría y de la literatura en el contexto del capitalismo. Y en eso están cuando de súbito Martínez declara que él, en términos artísticos, prefiere una dictadura a una democracia porque la primera “me es mucho más incitante y estimulante”. ¿Constituyen un insulto sus palabras? Más aún: ¿hay brutalidad en ellas? ¿O simplemente es la típica salida de un artista snob?
El asunto se puede encarar considerando los efectos propios de la censura recaídos sobre la actividad poética en tanto práctica lingüística (oral o escrita) de desviación. Si el aparato represivo, a falta de una estética propia, silencia sistemáticamente la de los artistas, al mismo tiempo los fuerza a buscar otros caminos, tal vez más “incitantes”. Así, cuando la palabra oficial es pronunciada bajo el modo imperativo del bando militar y es, por tanto, portadora de un sentido unidireccional (callarse, no hablar, no escribir), quizás la única posibilidad del arte consista en responder con otro tipo de silencio, borrándose.
La práctica poética, siempre elástica, incorpora la censura y la devuelve convertida en un texto opaco a efectos de una lectura oficialista y policial, de tal manera que la condición “desviada” del lenguaje hecho literatura, ese estatuto que los formalistas rusos investigaron como la dimensión del lenguaje definitoria del mensaje literario (condición que por cierto constituía el más poderoso motivo inspirador del antiguo recelo platónico hacia los poetas), se convierte en una necesidad.
¿Tenía algo de razón Martínez entonces?
Habría que preguntarse más bien qué ocurre —o cómo responder— cuando es el lenguaje del aparato represivo, el de la publicidad, el de la prensa y las supuestas voces críticas adscritas al poder, el que (hoy) se desvía mediante la producción descontrolada de eufemismos y silencios.
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[Portada] Jacob Lawrence, «La Librería», 1960. Actualmente en el Smithsonian Art Museum.
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