Corría el mes de marzo de 1895 y el gobierno del general Andrés Avelino Cáceres enfrentaba una virtual guerra civil contra una coalición liderada por Nicolás de Piérola, cuya tropa acababa de entrar a Lima y amenazaba con derrocarlo. Tras tres días de duros enfrentamientos que habían dejado cientos de cadáveres descomponiéndose en las calles, y aunque su ejército no había sido vencido, el presidente Cáceres anunció su renuncia. En la víspera había recibido la visita del nuncio apostólico, monseñor José Macchi, quien intentando disuadirlo de prolongar el derramamiento de sangre le había disparado unas palabras más potentes que cualquiera proyectil de los pierolistas, una sencilla frase tan célebre como demoledora: General, a usted lo odian hasta las piedras.
En un país tan pródigo en golpes de Estado, defenestraciones, venganzas políticas y ajustes de cuentas, la aceptada renuncia de Cáceres representaba una rara excepción en la historia republicana del Perú (cabe señalar que las renuncias de otros dos gobernantes, incluido uno de apellido japonés, fueron rechazadas y terminaron siendo vacados por el parlamento)… Hasta hace exactamente dos semanas, en que un personaje tan vetusto que hasta podría haberse confundido con un decimonónico caballero de los tiempos de Cáceres y Piérola, se encargó de repetir la historia.
La vida política de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) empezó hace más de medio siglo. A pesar de haber pasado buena parte de su privilegiada existencia fuera del Perú, los diversos cargos que ocupó (incluyendo varios como ministro) en distintos gobiernos y su habitual cercanía al poder, tanto político como económico, fueron de seguro un importante aliciente para su tardía ambición de ocupar la primera magistratura de la nación. Y digo tardía porque esta ambición (que no sería difícil confundir con capricho) se manifestó hace sólo 7 años, cuando ya con 72 años a cuestas, tentó por primera vez la presidencia en la accidentada campaña electoral de 2011. Dicha campaña fue una de las más sucias, nauseabundas y hasta perturbadoras de nuestra historia reciente, y viéndola en retrospectiva, es probablemente el origen de muchas de las barbaridades que estamos presenciando –y padeciendo– actualmente. Me explico…
A inicios de marzo de 2011, apenas un mes antes de la primera vuelta electoral, el expresidente Alejandro Toledo lideraba las encuestas con el 30% de las preferencias y se daba por sentado que pasaría a la segunda vuelta, mientras que Ollanta Humala, el candidato “radical”, venía encarrilando un lento pero sostenido ascenso que, para pavor de la clase alta y los sectores empresariales, lo colocaba como un serio candidato a colarse en la instancia decisiva, y con la añadidura de que esta tendría como protagonistas a dos cholos de piel cobriza. La respuesta de dichos sectores no se hizo esperar, y resultó tan paradójica como torpe: Kuczynski, el candidato blanco, educado y de apellido europeo, que hasta ese momento se había mantenido en un discretísimo 5% de intención de voto, recibió de pronto un desmesurado apoyo de las élites que se tradujo en una infladísima cobertura mediática inversamente proporcional a su entonces escasa aceptación popular. Sabiendo que robarle votos a Humala, cuyo electorado se inclinaba hacia la izquierda y se concentraba principalmente en el sur andino y pobre, se preveía una tarea imposible, los entusiastas promotores de la candidatura PPKausa no encontraron mejor forma de sumarle votos que restárselos, a través de desmedidos ataques, a la víctima más fácil: Toledo, el cholo borracho y sinvergüenza, el que osaba beber whisky etiqueta azul sin tener sangre azul, el que se había dado el imperdonable atrevimiento de besar en la mejilla a la reina de España, y sobre todo, el que había quebrado el orden natural de las cosas al haber sido jefe del bueno y blanco Pedro Pablo. No importaba que ese mismo cholo hubiera realizado un gobierno medianamente aceptable pocos años atrás, ni que, a pesar de sus humildes orígenes, hubiera recibido una educación sin nada que envidiar a la de Kuczynski… No, un cholo educado sigue siendo un cholo. La rancia oligarquía limeña quería su “presidente de lujo” y eso era lo único que importaba; pero el resultado (uno no muy difícil de anticipar para cualquiera medianamente enterado de la realidad nacional) fue dividir el caudal de votos de centro y centro-derecha, lo que terminó por propiciar el pase a segunda vuelta de la candidata que se había mantenido casi toda la campaña en el tercer lugar: Keiko Fujimori. Sí, la hija de aquel individuo, entonces preso, sobre el que no hace falta –ni hay ganas de– detallar sus antecedentes y prontuario.
Puede que el desenlace final de aquella elección hubiera sido el mismo: Toledo al fin y al cabo es un impresentable y un corrupto, y sus propios errores podrían haberlo hecho perder el balotaje, dejando de cualquier forma a Humala con la banda presidencial. Pero la clave del asunto es que en lugar de haber tenido en esa apretadísima segunda vuelta (y con el arrastre que eso conlleva) a un candidato que basó su crédito político en enfrentarse al fujimorismo, tuvimos precisamente al fujimorismo, aprovechando la ocasión para renacer y fortalecerse en su discurso de enfrentar a los “radicales” y “rojetes” como Ollanta. Y, cómo no, obteniendo en el camino el respaldo de todos los ilusos que temían ver al Perú convertirse en Venezuela y de los que prefieren pactar con el diablo o la mafia (o la yakuza, en este caso) antes que ver la caída de las acciones de sus empresas… Adivinaron: entre la primera fila de ellos, Kuczynski.
A pesar de todo ese apoyo, Keiko tuvo que tragarse una ajustada derrota. Pero haciendo el cálculo político con cabeza fría, el balance para los fujimoristas no era tan malo: De haber obtenido un 20% en la primera vuelta, habían bordeado el 50% en la segunda, y sobre todo, apenas 11 años después de la vergonzosa huida de su líder, volvían a tener una representación considerable en el Congreso de la República. En consecuencia, el partido naranja dedicó el siguiente lustro a sacarle provecho a estas circunstancias: mientras aparentaba emanciparse y desmarcarse del oscuro legado del patriarca sumido en desgracia, al mismo tiempo se robustecía en sus mafiosas maneras y fraguaba la estrategia para las elecciones del 2016.
Esta última elección no resultó tan sorpresiva en sí misma. La descalificación de dos candidatos (ambos con posibilidades de colarse en la segunda vuelta) por faltas a la norma electoral que resultaban irrisorias al lado de las de la mismísima Keiko y su entorno directo sólo demostraba lo que muchos ya sabíamos: El fortalecimiento del fujimorismo empezaba a ser monstruoso y el alcance de sus tentáculos asomaba por todas las instituciones, incluidas las electorales. El casi 40% de votos válidos que obtuvo Keiko sólo en primera vuelta (cerca del doble que Kuczynski, el gran beneficiado de la exclusión de los otros candidatos) no sólo reforzaba esta sensación y hacía prever –y temer– una fácil victoria suya en el balotaje, sino que además, y por lo intrincada de la ley electoral, terminaba por otorgarle una mayoría parlamentaria que sería clave en todo lo que sucedería a futuro. Este escenario, con la sra. Fujimori y mr. Kuczynski disputando la segunda vuelta, se presentaba –una vez más– terrorífico. Sin embargo, el terror a veces provoca reacciones asombrosas, como la del Frente Amplio de izquierda, que se encontró en la hiper-surrealista situación de llamar a sus simpatizantes a taparse la nariz y votar por el ultra-capitalista PPK, con la única intención de evitar el retorno de la mafia anaranjada. Además, este acérrimo rechazo al fujimorismo no es exclusivo de la izquierda, sino que está presente en casi todos los sectores de la ciudadanía, y al verse sacudido, despertó con fuerza, precipitando la vuelta de tuerca en la recta final: Pedro Pablo Kuczynski, gracias exclusivamente al antifujimorismo, ganó la banda presidencial. En ese mismo instante se ganó también el odio de Keiko Fujimori y sus huestes.
Tras el descalabro de perder una segunda elección consecutiva, Keiko juró vengarse. Y como la venganza, al igual que el sushi, es un plato que se sirve frío, ella fue preparando calculada y minuciosamente cada paso por tomar, cada ingrediente para mezclar y cada condimento para aderezar. Así, utilizó a sus congresistas como disciplinados cocineros que abusaban de su aplastante mayoría para objetar propuestas, censurar ministros y, en resumen, hacerle la vida imposible al nuevo gobierno. Kuczynski, incapaz de leer la situación, se limitaba a ofrecer torpes e ingenuos gestos por tratar de amistarse con su futura verdugo. Transcurrió casi un año y medio sin que PPK cayera muy en cuenta del festín que se cocinaba con él como plato principal (una fusión de cuy al estilo nikkei), hasta que finalmente la chef Fujimori juzgó oportuno afilar los cuchillos: Diciembre de 2017, y el presidente, salpicado por escándalos de corrupción provenientes de sus tiempos como ministro de Toledo, debía enfrentar ante el Congreso una moción de vacancia por incapacidad moral. La gastronomía dio paso al ajedrez, y una jugada desesperada salvó a PPK del jaque mate: Kenji, el propio hermano menor de Keiko que siempre había sido más cercano a la figura paterna, volteó algunos votos del partido naranja a cambio del indulto y excarcelación del padre. El PPKuy salvó el pellejo y ganó tiempo. En simultáneo, se ganó también el odio de todos los antifujimoristas que le habían votado.
Los más recientes acontecimientos que derivaron en la renuncia de Kuczynski siguen en la retina de todos y sería ocioso detallarlos de la misma forma que los anteriores, pero hay una situación en particular que no me gustaría dejar de subrayar: Para terminar de recordarnos que “al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”, y completar así la trama borgeana, en la mañana del pasado 21 de marzo, Pedro Pablo, cuyos nombres constituyen un insoslayable indicador de su condición de buen cristiano, decidió afrontar su momento más aciago manteniendo intacta la confianza en su fe, y se apresuró por ir en busca del consejo del cardenal Juan Luis Cipriani (viejo conocido del clan Fujimori). Esa misma tarde renunció a la presidencia.
El general Cáceres, antes de ser presidente, había sido uno de los héroes más célebres del ejército peruano en la Guerra del Pacífico, sus soldados lo llamaban “tayta” (papá en quechua) y su prestigio histórico continúa sólido como una piedra a pesar del deshonroso final de su gobierno. El banquero Kuczynski, antes de ser presidente, había sido un economista inescrupuloso, un ministro corrupto y, por último, el indirecto responsable del resurgimiento del partido político más nefasto que se recuerde por estas tierras; una vez en el poder, su breve mandato fue tan irrelevante que no será recordado por mucho más que por haber firmado el infame indulto al patriarca –o cabecilla– de los Fujimori. Ahora que es un cadáver político, y próximo a convertirse en octogenario, cuesta muchísimo imaginar que su futuro epitafio pueda expresar algo indulgente sobre la sólida piedra de su lápida.
Probablemente nunca sabremos lo que Cipriani le dijo a Kuczynski aquella mañana. Pero da lo mismo: En un país como Perú, donde las piedras representan tanto y son parte ineludible de nuestra identidad, no hace falta un cardenal para saber que a PPK lo odian las piedras de Machu Picchu, las piedras de Sacsayhuamán, las piedras de doce ángulos, las piedras monolíticas de Chavín, las piedras que arrastra cada huayco del río Rímac, las piedras negras sobre las piedras blancas… Y hasta él mismo, que su nombre es Pedro.
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[Portada] Fotografía de Agence France-Presse (AFP)
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