Traducción de Pablo Concha Ferreccio
Cuando el bloque soviético entró en colapso, la ciencia política estadounidense se puso de fiesta. Era el triunfo simultáneo del capitalismo y de la democracia, al fin unidos como par indisociable. Una democracia, por supuesto, plenamente equiparada a su implementación en las sociedades occidentales. Samuel Huntington, el veterano cold warrior de Harvard, escribió que la “tercera ola” de democratización, en el último cuarto del siglo XX, ponía fin a la polémica sobre el sentido de la democracia en favor de su versión competitiva, limitada. Aun más osado, Francis Fukuyama –entonces estrella en ascenso del neoconservadurismo– decretó la llegada del fin de la historia, con una eternidad de economía de mercado e instituciones políticas liberales esperándonos en frente.
Huntington y Fukuyama nunca fueron santos de devoción de la izquierda, pero ella tampoco resultó inmune al nuevo clima. Un debate que comenzara a mediados de los años setenta, en el eurocomunismo italiano, y que llegó a Brasil al final de aquella década por medio de un famoso artículo de Nelson Coutinho, fue resuelto de golpe: la democracia estaba alzada a la condición de valor universal. Además, sin ninguna de las ponderaciones que el propio Coutinho presentaba respecto de la necesidad de avanzar hacia una “democracia pluralista de masas”, superando los obstáculos que el orden capitalista impone a la amplia participación popular. La parafernalia institucional del liberalismo fue aceptada como alfa y omega del ordenamiento político y, más aún, fue aceptada en sus propios términos como fórmula para resolver las disputas de paz y en igualdad de condiciones.
No por casualidad en aquel momento la teoría política crítica adhería a modelos también convergentes con el marco liberal y cada vez más despreocupados del impacto político de las desigualdades sociales. El ideal de la “democracia deliberativa”, que colonizó el espacio de las visiones democráticas radicales, asumía que, establecidas las condiciones para un diálogo amplio, franco e igualitario, se alcanzaría un auténtico consenso racional sobre todas las cuestiones polémicas. Las relaciones sociales de dominación eran trascendidas por un acto de voluntad teórica, y nuestra meta pasaba a ser una versión sofisticada del viejo “hablando se entiende la gente”. Los instrumentos para este diálogo franco, como los teóricos de la corriente no tardaron en indicar, ya estaban en las instituciones de la propia democracia liberal.
En Brasil, la diseminación del marco liberal hizo que nuestra propia transición política fuese evaluada teniendo como única vara las instituciones formales que de ella emergieron. El rescate de la inmensa deuda social podía ser considerado importante, incluso crucial, pero era un capítulo aparte. La convivencia entre democracia y desigualdad aparecía como natural y poco problemática. La creencia en un cielo político completamente desvinculado de su base material, que Marx ya denunciaba, se convirtió en artículo de fe general.
Cuando las nubes del golpe de 2016 ya sombreaban el horizonte, la mayor parte de la ciencia política brasileña aún veía nuestra democracia como “consolidada”. E incluso hoy, cuando el son de las botas marchantes alcanza nuestros oídos, muchos todavía se preguntan cómo pudo haber sucedido lo que sucedió, y no vislumbran ningún proyecto más allá de la restauración del orden que fue derrumbado junto con la presidenta Dilma Rousseff.
Pero esa restauración, si alcanzada, padecerá de la misma fragilidad que fue congénita a la institucionalidad instaurada con la Constitución de 1988. La coexistencia de democracia con desigualdad es tranquila sólo mientras la democracia contenga cada vez su impulso igualitario. En un país como Brasil, cuyas clases dominantes son tan reticentes a cualquier disminución de la distancia que las separa del resto de la población, esto significa una democracia que, en la tentativa siempre frustrada de afirmarse consolidada, se niega permanentemente a sí misma. Como el golpe lo demostró de forma cabal, incluso el más tímido programa reformista, aquel que el PT adoptó en el poder, fue demasiado.
No es equivocado ver en la democracia un método para la resolución pacífica de los conflictos sociales. Pero ver sólo eso es dejar de lado su otra cara, al menos igualmente importante. En su propio nombre, la democracia comporta una paradoja: es el gobierno del pueblo, esto es, el gobierno de aquellos que son gobernados. Su principio es conferir poder a quien no lo tiene. Es un régimen que, para ser digno de sí mismo, debe entrar en combate contra todas las formas de opresión y dominación vigentes en la sociedad. Tal vez lo que nos permita alcanzar una democracia más consolidada no sea la minimización de sus ambiciones, a fin de no amenazar a los dominantes, sino por el contrario, la construcción de una sociedad más igualitaria.
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[Foto de portada] Manifestantes en contra del gobierno de Dilma celebran luego de que la cámara baja votara a favor del impeachment (AP Photo/Andre Penner).
[Créditos] Columna publicada originalmente en blogdaboitempo.com.br el 22 de febrero de 2018.
[Nota del traductor] Luis Felipe Miguel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Brasilia, donde coordina un grupo de investigación sobre democracia y desigualdades, Demodé, en cuyo blog escribe regularmente. Es autor de Democracia y representación: territorios en disputa (2014), y junto con Flávia Biroli, Feminismo y política: una introducción (2014). Es uno de los autores del libro: ¿Por qué gritamos “golpe”? Para entender el impeachment y la crisis política en Brasil (2016). Su libro más reciente es Dominación y resistencia: desafíos para una política emancipatoria (2018).
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