Me sirven la comida en un plato de plástico, me la como con un tenedor de plástico, sorbeteo con bombilla de plástico que viene en una bolsita transparente de plástico. Aprieto el envase plástico para echarle mayonesa a la comida, lo que me queda me lo echan a un contenedor de plumavit y eso a una bolsa plástica. Multiplica eso por millones de personas y millones de veces al instante, por segundo, por años.
Lo pienso y me pregunto, ¿dónde va a parar tanta basura? Pues bien, como una cachetada se me apareció en el mar Caribe. Hace unos meses viajé a Livingston, una ciudad al norte de Guatemala habitada principalmente por personas de la etnia garífuna, descendientes africanos, que llegaron en 1802 luego de que los británicos los expulsaron de su isla natal, San Vicente, en las Antillas menores. Se asentaron allí y en otros países como Honduras, Belice, Nicaragua y Estados Unidos.
Nos habían dicho que era muy diferente a todo Guatemala, que había que conocerlo, que era como estar en otro país. También que habían muchas playas, pero, me dice una amiga, que están un poco sucias: “yo no me baño en el mar”. Pensé que quizás exageraba, que no podía ser tanto, ¡era el caribe! ¿cómo no bañarse ahí?
En el bus hacia Puerto Barrios, la ciudad desde donde salen las lanchas para Livingston, leí en la portada del diario local la sorprendente noticia de una isla de basura flotando en el mar de Honduras, entre las islas de Roatán y Cayos Cochinos. Una crisis ecológica que tiene a las autoridades de ese país y Guatemala tirándose la pelota de quién tiene la real responsabilidad y quién debe limpiar. En los desechos de la isla de 47 kilómetros de basura podías ver desde material hospitalario hasta televisores, zapatos, botellas y claro, mucho, mucho plástico. Seguramente esto pasa hace varios años, pero fueron las fotos de la fotógrafa británica Caroline Power, las que generaron un problema diplomático entre esos países.
Fotografía de Caroline Power
Así llegué a Livingston. Me llevaron a la casa donde dormiríamos y al caminar divisé muchos envases de papas fritas y dulces en el camino, botellas, tapas, chalas y bolsas. Una mañana decidí salir a limpiar el jardín de la casa. Estaba húmedo el suelo, había llovido un poco y se podían ver enterrados varios desechos. Me animé al ver un árbol con muchas bolsas en sus raíces, pensé que le podría estar costando respirar, absorber agua, no sé; vivir con plástico asfixiándote debe ser horrible, pensé. Saqué dos bolsas medianas, desenterré de todo un poco. Le pregunté a mi amiga dónde podía botarlo y me contestó con una sonrisa incómoda, “el sistema de recolección de basura aquí es muy malo, esa basura debe haber estado enterrada”, dijo, “aquí la gente hace eso, por no tener dónde botarla”.
Ahí me sentí peor, quizás desenterrarla no fue buena idea. Quizás, como me dijo, con las lluvias esa basura podría llegar al mar. Fuimos entonces a ver la costa y no lo podía creer. Cada paso eran cientos de pedazos de plástico roto, ¡el suelo era de basura! Ni pensar en andar a pies descalzos en la arena. El mar contrastaba con sus colores turquesa, azul y celeste, con manchas grises de basura meneándose en las orillas, quitándote las ganas de entrar.
Saqué muchas fotos con rabia, tristeza e impotencia, pensé en ese momento que toda la basura del mundo se iba a ese mar y que sería muy difícil que esto parara. Voy a contarlo, me prometí. Entonces empecé a preguntar ¿qué pasa con la basura ahí?
Camila Caris es una chilena que vive hace dos años Livingston, se sumó al equipo de la Biblio-ludoteca Beluba Luba Furendei, donde trabajan con niños y niñas en reforzamiento escolar y talleres de arte y consciencia de su entorno y de sí mismos/as. En Livingston, dice, “la municipalidad tiene un camión que sólo pasa por las dos calles principales, por lo tanto no llega a todas las casas. Entonces algunos vecinos con poder adquisitivo contratan al servicio privado que es otro camión que pasa, pero la gente que no tiene dinero le queda quemar la basura o vivir en ella”.
Este lugar, afirma Camila, “es prácticamente una isla en Guatemala, totalmente abandonada de políticas sociales, por eso se ve más este problema”. Y si sumamos la falta de educación, dice, tenemos falta de consciencia en lo que significa vivir entre basura, no sólo como algo estético sino también como un problema de salubridad.
Buscando los culpables me di cuenta que no sólo están en Guatemala, sino también en toda la industria mundial que cada año vierte 8 millones de toneladas de plástico en el mar y que luego es arrastrado a tantas costas como las de Livingston. Con esto, alrededor de 44 mil animales se enredan o tragan desechos anualmente; de unas 395 especies diferentes, mueren el 80% de ellos, según biólogos en la Universidad de Plymouth en el Reino Unido. Seguramente son mucho más de los que podemos contar.
Fotografías de Marilyn Lizama Muñoz
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