Cada vez que ciertos grupos subalternos alcanzan nuevas posiciones urbanas, significativamente mejores a las del periodo o lugar anterior, surge “una perversidad vengativa y reaccionaria”, argumenta el geógrafo escocés Neil Smith en La Nueva Frontera Urbana. Un libro que si bien trata fundamentalmente sobre la gentrificación urbana de los Estados Unidos y otras ciudades del mundo, hoy también nos entrega luces de la violencia política chilena y la lógica territorial del capital que impugna a esos movimientos de avanzada, acusándolos “de «robar» la ciudad a las clases altas blancas”, en palabras de Smith.
En efecto, los graves hechos ocurridos en diversas locaciones de la Araucanía y el asesinato de Camilo Catrillanca en Temucuicui, se han ido revelando como parte de una estrategia «revanchista». Según el geógrafo escocés la «ciudad revanchista» opera principalmente en los procesos de gentrificación urbana en Estados Unidos que intentan doblegar o corregir un supuesto mal endémico de grupos sociales que, por distintas razones, desafian la naturaleza de la propiedad. De ahí que la «ciudad revanchista» se erige a partir de un lenguaje eco-reaccionario y eugenista que representa “el terror de raza/clase/género sentido por los blancos de la clase media dominante”, en “una desesperada defensa de la falange de privilegios desafiados, envuelta en el lenguaje populista de la moralidad cívica, los valores familiares y la seguridad barrial”, argumenta Neil Smith. Ahora bien, ¿cuál es la particularidad histórica de la violencia revanchista de nuestro tiempo? Según nuestro autor despúes de la caída de la URSS en 1990, el revanchismo urbano se ha caracterizado por “el redescubrimiento de enemigos internos” y la maximación de la violencia física y militar.
La comprobada ejecución de Camilo Catrillanca en manos de la polícia uniformada en Temucuicui, sumada a un clima de alta militarización y negación de derechos fundamentales, da cuenta de un premeditado mensaje y desequilibrio de poder que sólo se entiende bajo una doctrina militar de «seguridad nacional» compuesta de jerarquía, racismo y, sobre todo, una defensa radical de la propiedad privada. Ciertamente, no se trata de una militarización nueva. Como ha sido señalado con reiteración, la guerra contra la frontera mapuche transciende los siglos. No obstante, lo significativo de nuestra coyuntura es que, hace más o menos dos decádas que el movimiento político mapuche ha adquirido profundidad y visibilidad debido al florecimiento de un amplio abanico de organizaciones en los territorios históricos, seguido de importantes redes y colaboraciones en las grandes ciudades del país ―Santiago, Valparaíso y Concepción. Esas posiciones, sumadas a la gramsciana batalla de destacados intelectuales y políticos mapuches ―como el Senador Francisco Huenchumilla, entre otros―, han ido desbalanceando subterráneamente una subjetividad política a favor de la autonomía y la defensa política del derecho a la emancipación de los poderes centrales. Son precisamente estas movimientaciones territoriales y subjetivaciones políticas las que desconciertan a la clase blanca dominante y dan soporte simbólico para que el gobierno despliegue logísticamente su política territorial revanchista.
Sin embargo, y como es sabido, ninguna coalición del espectro político tradicional ni de las izquierdas ha posicionado la necesidad inversa de ir más allá de la militarización y pensar una autonomía mapuche como un derecho territorial de un país democráctico. ¿Cómo salir de esa inercia? Un primer paso importante, desde el mundo político tradicional y las izquierdas, sería reconocer la diversidad de las propuestas políticas mapuches en la mesa. Desde las identidades territoriales lafkenches, pasando por el el estatuto regional de la Araucanía, hasta el sistema de cuotas y la amplitud del Partido Político Mapuche, entre otros planteamientos, se deberían organizar didácticamente y presentar al conjunto de la sociedad chilena. Ahora bien, ¿qué tienen en común todas estas propuestas? Con más o menos Estado, implican un reconocimiento histórico de la autonomía territorial del pueblo mapuche, o sea, ante todo, buscan defender una posición político-geográfíca de la Región de la Araucanía y sus territorios mapuches, lo cual implica, entre otros asuntos, una modificación jurídica de la división político-territorial del país. Ése es el fondo del asunto que, lamentablemente, una y otra vez, se intenta desconocer aislando la situación hacia “reivindicaciones por la tierra” o las “soluciones políticas”, como si fueran sujetos y objetos abstractos sin un territorio en juego.
Frente al revanchismo de Estado y la incomprensión de las dirigencias políticas al debate territorial de fondo, se debe avanzar en una propuesta política-geográfica alternativa a la lógica de militarización del gobierno derechista. Para ello, estrátegicamente, se deberian ampliar los márgenes de la desigualdad geográfica y el autoritarismo territorial de la zona. En efecto, se tiende a afirmar que la demanda por la autonomía, naturalmente, es una dimensión estricta o particular del territorio y pueblo mapuche. Esta posición, que si bien emerge de poderosas raíces históricas, por otro lado desatiende una profunda viga despótica que existe en todo el sistema territorial administrativo del país. Me refiero al autoritaritarismo burocrático del Estado regional y provincial que afecta el conjunto territorial del país, tanto a los chilenos y mapuches distribuidos desde Arica a Punta Arenas.
Y me explico. Se olvida con frecuencia que la única vez (en las últimas décadas) que se buscó una solución política a la autonomía mapuche, fue el dispositivo centralista de 1844 el que resolvió la rápida salida del ex Intendente Huenchumilla. O sea, técnicamente se desplazó al ex Intendente Huenchumilla mediante una enmienda creada por Diego Portales que subordina el poder de los Intendentes al Presidente de la República. En su ocasión, el Ministro del Interior Jorge Burgos señaló: “los intendentes cuando presentan planes sobre materias importantes como la que él va a presentar, lo que hacen normalmente es traerla con mucha anticipación para saber si las autoridades superiores están de acuerdo con eso y hacer un debate sobre aquello, eso no ocurrió (…) Los intendentes proponen planes a las autoridades superiores, los intendentes son representantes de la Presidenta de la República, no son autoridades autónomas que digan y hagan lo que quieran”. Y así, cada vez que un territorio sub-nacional articula un proceso territorial de democratización y movilización, los gobiernos centrales, como verdaderos magos de la democracia, diseñan sendos planes, plan Chuquicamata, plan Chiloé, plan Arica, Plan Araucanía, etc. y, entre tanto plan y firma de acuerdos, generalmente desde Santiago, pasa la crisis, nadie supervisa el plan y nuevamente se impone la jerarquía de Estado sobre la sociedad civil.
En efecto, la perversión autoritaria del histórico centralismo chileno, ferozmente reforzada en dictadura e increíblemente defendida en democracia, ha permeado una mentalidad monarquial y prepotente al interior del Estado territorial que, cuando no amplifica la agenda del gobierno central y sus aliados regionales ―por lo general gremios empresariales y multinacionales―, transforma las políticas territoriales en mera repartición de privilegios burocráticos o clases pagadas de administración estatal, evidentemente, escindidas de cualquier dinámica social estructural o que ponga en cuestionamiento al sistema económico.
Ahora bien, supongamos lo inverso. Pensemos que en Chile existe una lógica democrática en la definición del Estado territorial y su operatoria vinculante con los territorios. Pregunta: ¿acaso Luis Mayol, ex Intendente de la Región de la Araucanía, hubiese podido hacer público su racismo y revanchismo? ¿Habría sido el mismo proceder político de su autoridad tras el asesinato de Camilo Catrillanca? En efecto, lo más probable es que Luis Mayol jamás hubiese sido Intendente de la Araucanía, porque cualquier político mínimante formado, sea de izquierda o derecha, no hubiese actuado de la forma que procedió, muy digno y elocuente para un histórico dirigente de los empresarios del campo, pero no para un representante de un territorio. Lo que nadie advierte aquí, es que la autoridad territorial de Mayol en la región también representó y sigue representando, infelizmente, la consolidación de dispositivos autoritarios por más de un siglo, que forman parte del funcionamiento de una máquina estatal que justifica el centralismo y la prepotencia de Estado por sobre la confianza social y la soberanía popular.
De ahí que sea posible sostener que la autonomía mapuche también debiese ser un objeto de discusión política de todos los chilenos y chilenas, que ven cercenadas sus posibilidades de representación, justamente, porque no existen mediaciones técnicas y políticas que defiendan su territorio con su región y su provincia. Una representación, desde luego, más allá de la elección de las autoridades y que se estructura en formas de participación permanentes y estables que aumentan los estándares de la deliberación, independiente de la influencia partidaria, tal como lo sugieren una serie de experiencias y plataformas mapuche en los territorios.
Es en ese sentido que se debiera politizar y ampliar la demanda por la autonomía territorial, fortificando el sujeto de derechos y, evidentemente, sin desconocer la particularidad y profundidad que implica una autonomía territorial mapuche o las posibles vías geográficas del Wallmapu. Parte estructural para ese objetivo debiese avanzar en la construcción de un pacto territorial mapuche, que no sólo involucre una negociación entre el poder ejecutivo y las organizaciones mapuche en la Araucanía. Por el contrario, es el Estado, las organizaciones mapuche, el conjunto de partidos políticos y la ciudadanía en general, tanto de la Araucanía como en todo Chile, las que deben pronunciarse.
La pregunta que surge entonces es, cómo lograr un pacto territorial mapuche en condiciones de extrema violencia revanchista. Sin duda no existen respuestas unívocas, no obstante, sabemos que no es posible ninguna negociación bajo el actual desequilibrio de poder que tiene en estado de alerta a todas las comunidades mapuche. Es decir, tanto la oposición progresista como el Frente Amplio deberían entrar directamente en la arena de negociación, buscando desnivelar hacia una mayor representación de los intereses mapuches. Lo segundo es concordar en la necesidad de crear un diálogo político transversal que asuma desde el primer día que el propósito final del pacto es una modificación de la división política territorial del Estado chileno y, por consecuencia, la definición jurídica de un territorio mapuche. Tercero, recalcar la definición de instrumentos democráticos y transparentes para todo el proceso de negociación y elaboración de la propuesta jurídica más allá del Parlamento, considerando plebiscitos comunales, consultas locales, cabildos, debates públicos y televisivos, etc. En ese sentido y como un ejemplo de ejercicio político vinculante, sería interesante seguir el itinerario de la Constitución de 1980 que dio salida a la dictadura mediante una ruta institucional con hitos responsables y decretos que, en este caso, podrían servir de guía para la definición de una jurisprudencia territorial mapuche en el corto y mediano plazo.
Tras el cruel y cobarde asesinato a Camilo Catrillanca, se habla con frecuencia de una “incapacidad” de la derecha tradicional para manejar la “crisis de gobierno”. No obstante, si seguimos la línea del revanchismo podemos entender que el problema es muchísimo más grave, porque el gobierno no pretende solucionar la crisis ni menos va a construir un pacto territorial mapuche. Por el contrario, lo más probable es que seguirá con la lógica del enemigo interno y, peor aún, seguirá criminalizando la demanda política mapuche sin reconocer el problema de fondo: una modificación a la división política territorial del país. ¿Cuál es entonces el papel de los políticos genuinamente progresistas y del Frente Amplio? Sin duda, salir de la impugnación y pasar a la acción: rearticular dirigentes locales y comunales, crear mecanismos de comunicación con actores regionales pero con escala nacional, crear instrumentos de organización que vehiculicen las posiciones elaboradas sobre la autonomía territiorial mapuche y, sobre todo, ampliar el escenario nacional con nuevos actores políticos que se sumen a la idea de crear un pacto territorial mapuche.
Tal como Jaime Guzmán desconfió de la democracia y se preocupó de construir una democracia “protegida” con enclaves autoritarios díficiles de romper, un pacto democrático de los derechos territoriales del pueblo mapuche debería desconfiar del Estado chileno y dar más posicionamiento a los órganos políticos mapuches y sus aliados en amplio debate público de cara a la ciudadanía.
Se trata, pues, de avanzar hacia una política mapuche para todo Chile, construir una estratégia democrática en la gestión territorial del Estado y, más contingente aun, proyectar una defensa de los derechos humanos amenazados por la violencia que justifica el neoliberialismo, no sólo en Temucuicui, sino a lo largo y ancho de nuestro país colmado de contradicciones. En la medida que los procesos de lucha territorial desdibujen el fuerte centralismo autoritario y canalicen espacios de apropiación colectiva de la política, ciertamente se abren múltiples posibilidades.
La política revanchista del actual gobierno pretende desmantelar la raíz comunitaria, solidaria y politizada del Wallmapu. Sin embargo, un nuevo periodo de articulaciones de weichafes y winkas contra el neoliberalismo y su autoritarismo de Estado se extiende con mayor fuerza en todo el territorio chileno. Ya es tiempo de hacer practicable el bello barrio de Redolés, porque aquí nadie discrimina a los mapuches porque todos somos mapuches.
Perfil del autor/a:
Académico Departamento de Geografía Universidad Alberto Hurtado / Pesquisador Laboratório de Geografia Política e Planejamento Territorial (USP)