Hoy en día, nadie podría cometer la desfachatez de analizar un texto considerando únicamente los elementos contextuales en los que se originó. Sin embargo, difícilmente una teoría o una poética se podría comprender sin entender, al menos, los interlocutores directos con los que tuvo que establecer diálogo. Dogmatismos más o menos, lo cierto es que Enrique Lihn tenía una forma de comprender el arte en que se entremezclan preocupaciones de carácter estético, filosófico y, por qué no decirlo, éticos. De modo que la formulación de paradojas hace temblar la claridad de cualquier perspectiva. Tampoco es novedad que la «impostura» del hablante en sus poemas propone una densa reflexividad que simplemente se topa constantemente con los límites del lenguaje.
Creo, hasta ahora, que no he dicho nada fuera de los lugares comunes de la interpretación de la poesía lihniana, y la intención de esta reflexión es simplemente dar otra vuelta a la tuerca en la amplia bibliografía sobre el autor, examinando un poco la propia poética «aplicada» en los poemas de Lihn, considerando la solidez de su propuesta estética. Sin embargo, sería difícil creer que un discurso, por muy depurado que esté (y en este caso, creo que nadie podría desconocerlo), es capaz de sostener una sola intención manifiesta, especialmente en una voz que se contradice y rebaja constantemente. Si bien la cantidad de bibliografía al respecto es inmensa, da la impresión de que, a 21 años de la publicación de El circo en llamas aún no es utilizado como lente para generar una reflexión sobre Lihn mismo, sino más bien se ha recibido como una herencia para poetas y críticos cuya función se limita a ser la mirilla para examinar a otros autores y cultivar la perspectiva propia, apareciendo como un estadio necesario dentro de la historia de la literaria chilena.
En concreto, interesa explicitar la relación entre poética, poesía y política en el contexto de producción de La Musiquilla de las Pobres Esferas (1969), que está entrecruzada por los álgidos momentos en los que se encontraba la izquierda latinoamericana. Época que también nos presenta a un Lihn sumergido en la discusión sobre la política cultural de la revolución chilena en ciernes. El criterio para realizar esta lectura intenta rastrear el posicionamiento de la voz poética, caracterizando los momentos de enunciación sobre la política y advirtiendo cómo la degradación discursiva del yo resulta una de las estrategias fundamentales que puede marcar un momento de ruptura con una tradición poética hegemonizada aún por el sentimentalismo político nerudiano. Si bien es evidente que las funciones discursivas de la poesía y el ensayo difieren, la escritura siempre deja un rastro sobre la toma de posición de un autor, y, de esta forma, se pueden postular convergencias y afinidades sobre la dimensión metapoética que se propone. En simple, la visión «teórica» del ensayo puede estarse viendo aplicada en el posicionamiento poético y viceversa.
En los años que nos convocan, el desarrollo cultural estaba en sintonía con la efervescencia epocal, tal vez el más luminoso que se haya conocido en este país, configurando un campo cultural inserto en las instituciones estatales, donde ciertos artistas incluso llegarían a pertenecer a los círculos del poder, siendo Neruda un personaje emblemático en este sentido. La existencia de un canon en torno al ganador del premio Nobel ya era indiscutible, y el mismo vate proponía a las letras latinoamericanas renegar de su obra vanguardista (le preocupaba que fuera Residencia en la tierra el principal foco de atención de algunos poetas emergentes) en pos de relevar la sencillez del lenguaje para, supuestamente, insertar más fácilmente esa literatura en el seno de las masas (lo que se encuentra básicamente en todo lo escrito posteriormente a Canto General, e incluso en algunos momentos de este mismo). Lihn era uno de ellos, y le impugnaba a Neftalí Reyes que su afán por constituirse en una “literatura de servicio” (El circo), termina privilegiando una retórica político-propagandística, hipotecando su potencial creativo y su reflexividad estética, decayendo en un populismo artístico, trampa en la que también caían otros, como Pablo de Rokha o el César Vallejo tardío. El segundo estilo que critica es el de los «surrealistas chilenos» del grupo Mandrágora, quienes, teniendo un afán similar a los de la corriente anterior, se alejan de su objetivo al optar por un estilo grandilocuente y excesivamente influenciado por modas europeas, terminando por caer en una literatura inocente, de baja factura y algo cliché.
También en estos años, el autor estaba comenzando el trabajo más intenso que lo lanzaría al lugar de importancia por el que hoy se le conoce (importante aquí es la editorial Cormorán, que editaba una revista del mismo nombre de la cual Lihn era su director, ambas amparadas por la Editorial Universitaria), a la vez que desarrollaba su sabida adherencia no partidaria al proyecto de la Unidad Popular. Las preocupaciones de Lihn en este período apuntan a advertir los peligros que se pueden tener a la hora de construir una cultura oficial, rechazando la idea de que se institucionalice un criterio estético unívoco. Más bien, el período sugiere una apertura en la discusión respecto a la relación que debe tener el pueblo y las manifestaciones culturales, especialmente si se considera el carácter «democrático» del socialismo allendista, tal como se manifiesta en sus reparos frente a las torpezas y dogmatismos de la izquierda chilena frente al denominado «Caso Padilla». Esto le valió también duras críticas por parte de los artistas y académicos de militancia definida, cerrándole puertas que no se abrirían hasta su incorporación en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. El ejemplo más claro de esto es que, tras haber publicado su defensa a Padilla, una segunda “Carta abierta” al escritor donde explica cómo se vivieron los sucesos en Chile y profundiza alguna de sus críticas —bastante duras y algunas muy certeras— no pudo ser publicada en Chile, sino en la revista uruguaya Marcha 1. También se podría enumerar, según cuenta Germán Marín en el prólogo a El circo en llamas, el hecho de que la revista Cormorán no logró conseguir financiamiento para continuar editándose, debido a que no representaba el interés de ningún partido en particular (su último número se editó en diciembre de 1970), levantando desconfianzas en Universitaria.
Anécdotas aparte, el problema de la cultura de la Unidad Popular pasó a ser la inquietud principal de la mayoría de los artistas que simpatizaban con el nuevo gobierno y, a propósito de una reflexión más extensa del tema, Lihn es claro respecto a la importancia que tiene cuestionarse los estándares soviéticos (especialmente tras los hechos ya relatados), respecto a la pertinencia de pensar al arte como una esfera mecánicamente subordinada a la estructura económica, como también el carácter militar bajo el cual se había comprendido la cultura y la educación en la revolución china y cubana, tal como lo señala en el texto “Política y cultura en una etapa de transición al socialismo”, de 1971: “Se hace cada vez más urgente (…) precisar una política cultural que acompañe, desde adentro, el proceso de cambios revolucionarios que está ocurriendo en Chile, en el camino de la democracia socialista,” para lo cual “conviene distinguir correctamente las funciones que, en virtud de un mismo proyecto global, asumirán las distintas formas de producción cultural. Mientras no se decida que el arte, la ciencia, la literatura, la política y la ideología son una y la misma cosa, y que sus mensajes respectivos carecen de toda especificidad (sic)” (El circo).
Ciertamente, La Musiquilla de las Pobres Esferas es de un año antes del comienzo del gobierno de Allende, pero las reflexiones precedentes de Lihn no se alejan demasiado de la misma pregunta. Una demostración de esto es la reivindicación de Bertolt Brecht como un escritor cuyo estilo ha sido poco considerado por los poetas «políticos» latinoamericanos, y en el que sobresale una escritura referida “a situaciones concretas, experimental y tragicómica, e igualmente antirromántica y antirretórica, opuesta al titanismo vanguardista y el hermetismo simbolista”. Estas últimas características son claras en los análisis sobre el Neruda post residenciario y aún más demoledor en los comentarios sobre los surrealistas chilenos, siendo Braulio Arenas la única excepción del grupo.
La forma en que Lihn propone una alternativa poética a estas expresiones se encuentra fuertemente en La Musiquilla de las Pobres Esferas, la cual es presentada como un libro de “poesía contra la poesía” o, en las palabras de la Nota Preliminar de Waldo Rojas: “Poesía de la contradicción, esto es, poemas que son documento de un conflicto: la destrucción de la poesía misma, pero la destrucción es justamente a través de ella, serpiente alquímica que devora la cola”. Llama la atención aquí cómo el tono de estas declaraciones no se aleja demasiado del que uno encuentra en un manifiesto, predisponiendo la lectura en la dirección que precisamente se quiere negar, en tanto se expresa una afrenta a cómo se ha entendido la poesía hasta entonces. Veamos qué sucede en los poemas entonces; de antemano, cabe advertir que este libro lo considero una obra cúlmine dentro de la literatura chilena, donde la pericia lírica, la profundidad reflexiva y la contundencia para desarrollar un estilo que arrincona la conciencia del lector, hacen de éste un texto que justifica todas las loas que se encuentra recibiendo Lihn en estos días.
La confrontación con la poesía ya se puede ver en el primer poema “Noticias de Babilonia”, que nos indica una degradación del lenguaje en sus orígenes, una obertura que retrocede hacia los inicios de la civilización para leer estas «noticias» desde un lugar perdido, enrostrando a la noción de perfección la regularidad histórica de su opuesto:
Error, me das la cara incorregible,
uno a uno los pasos de la prueba
en la medida misma en que te alejan
extienden la frontera de tu reino.
En este desencanto se reconoce una pérdida de sentido de las categorías existenciales del tiempo, poniendo en cuestión toda forma de trascendencia, marca autobiográfica a la cual se le teme como continuación de lo fallido, un zumbido pretencioso que mistifica a la poesía:
Dios es amor, reparto a domicilio.
Alguien tenía que resucitarlo
O más categóricamente en los versos:
No se ha perdido nada con la muerte
dice la eternidad, mi pesadilla
Este ya es un potente gesto contrario a los autores de las tradiciones que hemos ido nombrando. La idea de un «yo» capaz de interpretar un curso histórico queda puesta en suspenso, la historia misma es un camino imperfecto, por lo que, al querer insertarse una voz como representación de su transcurso, no sólo se contagia de su error, sino que también lo encubre. La personificación de la «eternidad», por su parte, elabora un discurso sobre sí misma para mostrarla como si fuera algo aprehensible sólo como un mal sueño, de ahí que se le vea con horror, quizás como forma de liberarse del peso histórico que pretende la literatura «comprometida».
El descontento con los cánones literarios, por no decir con la poesía completa, se reafirma en el poema que da título al libro:
Me cae mal esa alquimia del Verbo,
poesía, volvamos a la tierra.
Aquí en París se vive de silencio
lo que tú dices claro es cosa muerta.
Bien si hablas por hablar, ‘a lo divino’,
mal si no pasas todas las fronteras.
Estos versos buscan radicalizar las rupturas propuestas en el Manifiesto de Nicanor Parra con paráfrasis sutiles, ahora apuntando directamente a la “Alquimia del verbo”, considerada tradicionalmente el «arte poético» de Una temporada en el infierno de Rimbaud. Se le confronta en términos de antipatía, es decir, un rechazo a su pathos: el lenguaje romántico demuestra una existencia patética al querer plantearse como un nuevo saber, cuestionando la grandilocuencia con la que se aborda la experiencia estética como verdad revelada. También se puede ver en su evocación a París; mientras Parra la señala como la ciudad que dictamina los cánones literarios con los que hay que romper, en Lihn simplemente se encuentra silenciada, un lugar donde la claridad del habla ha muerto. Esto se afirma en la estrofa siguiente, apelando nuevamente como alegoría del mítico Babel donde se condensan todos estos fracasos y contradicciones:
¿Nunca fue la palabra un instrumento?
Digan, al fin y al cabo, lo que quieran:
en la profundidad de la ignorancia
suena una musiquilla verdadera;
sus auditores fueron en Babel
los que escaparon a la confusión de las lenguas,
gente anodina de los pisos bajos
con un poco de todo en la cabeza;
y el poeta más loco que sagrado
pero con una locura con su cuerda
capaz de darle cuerda a la alegría,
capaz de darle cuerda a la tristeza.
Expresado ya el fracaso del lenguaje, Lihn apunta luego a las aspiraciones de quienes buscan mostrarse como un «vate» o profeta literario, al mismo tiempo que muestra la necesidad de oponerse a la academización de la práctica artística (interesante es notar que el rechazo al «encierro» del arte es un gesto muy propio de las vanguardias):
No se dirige a nadie el corazón
pero la que habla sola es la cabeza;
no se habla de la vida desde un púlpito
ni se hace poesía en bibliotecas.
A esa institucionalización contrapone un sinceramiento, el cual se sostiene como un predominio del ejercicio mismo de escribir. En ese sentido, la “musiquilla” da cuenta del empequeñecimiento de la literatura, tal como la “pobreza” de sus círculos, compuestos por personas que no le importan a nadie, en un gesto profundamente democratizador.
Si contrastamos esta propuesta poética con la de sus ensayos, vemos que Lihn lleva a cabo su crítica utilizando el repertorio brechtiano que reivindica, confrontando el efectismo de Neruda mediante el sarcasmo y la denigración de la voz poética; figuras predilectas que dan a La Musiquilla de las Pobres Esferas su lugar de importancia dentro de las letras chilenas, además de pulir ese tono sardónico y gris que marca a toda la obra lihneana. También, a mi parecer, se busca reinventar la forma en que aparece el gesto popular en la lírica, el cual se había reducido a la reproducción de una solemnidad cuyas limitaciones encubren el hecho de que es el interés y el sentir del yo poético el que está sustituyendo la subjetividad colectiva del pueblo. Lihn es claro en indicar que el objetivo de esta tradición de arte político es logrado “muy medianamente, corriendo el riesgo —llamémoslo heroico— de no contribuir a la acción ni merecer el nombre de literatura al que, en todo caso, postula” (El Circo en llamas).
Uno de los poemas donde mejor se combate esto es en el célebre “Mester de Juglaría”, que, en una clara referencia al conjunto de herramientas y saberes verbales que utilizaban los juglares, consideradas «artes plebeyas» en la Edad Media, contrapone este oficio al de las elevadas pretensiones de las «artes poéticas» de la primera mitad del siglo XX. Mediante el ejercicio de ridiculización que se da entre el «nosotros» del texto y los escritores anteriormente criticados, quienes supuestamente encarnan la voz popular, el texto da cuenta de su inutilidad:
Ocio increíble del que somos capaces, perdónennos
los trabajadores de este mundo y del otro
pero es tan necesario vegetar.
Este retorno a la figura del juglar recuerda al rescate del arte popular que realiza Bajtín en el libro La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, donde se destaca que el afán individualista emergido con el romanticismo se desentendió de los espacios de expresión popular del medioevo, donde primaba una cultura cómica que, valiéndose de formas diversas del habla vulgar, desarrolló una amplia diversidad de manifestaciones artísticas. Para el crítico ruso, el valor de este período está en “el mundo infinito de las formas y manifestaciones [en que la] la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época”. Si vemos esto en el poema recién citado, podemos hacer una comparación: mientras la poesía política que Lihn critica veía en su estilo la posibilidad de elevar al pueblo como actor político, en la concepción bajtiniana los carnavales populares medievales lograban constituir manifestaciones de utopía, donde los recursos humorísticos permitían una suerte de igualación de los rígidos estamentos en los que se dividía la sociedad feudal, no sólo en el aspecto político y social, sino que también ponía entre paréntesis las categorías usuales de comprensión del tiempo y la verdad establecidas. Vemos que la figura del bufón entonces resulta clave, pues actúa como sistematizador anónimo de estas aspiraciones, teatralizando de forma impersonal los elementos contradictorios de la moral de los sectores dominantes. Este gesto dramático, tan presente en toda la obra literaria de Lihn, en este caso cumple su función crítica con la institución poética, el «yo» omniabarcante es ridiculizado en todas esas dimensiones por el juglar, quien pertenece al estamento más bajo de la poesía:
Ellos se ríen con seguridad de la magia
pero creen en la utilidad del poema en el canto
un nuevo mundo se levanta sin ninguno de nosotros
y envejece, como es natural, más confiado en sus fuerzas que en sus himnos.
Hay también una ridiculización de la herencia romántica de la vanguardia, a la que también se le impugna su voz politizante y sus atributos supuestamente performativos, poniendo al frente un tipo de escritor «marginal», el cual, a diferencia del «margen» en el que se busca situar el romanticismo, no hace emerger otra totalidad, sino que deviene en un despojo de esa ilusión, situándose en la vida concreta:
Que otros, por favor, vivan de la retórica
nosotros estamos, simplemente, ligados a la historia
pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago
Algún día se sabrá
que hicimos nuestro oficio el más oscuro de todos o que intentamos hacerlo.
Algunos ejemplares de nuestra especie reducidos a unas cuantas señales de lo que fue la vida en
/estos tiempos
darán que hablar en un lenguaje todavía inmanejable
Las profecías me asquean y no puedo decir más
Otra muestra de esto se puede ver en el poema “Revolución”, donde se reivindica la cotidianeidad de quienes no son dirigentes, dando cuenta de los sujetos que no tienen la necesidad de ser representados por una voz plenipotenciaria. También se burla del complejo de culpa que reina en una capa de intelectuales de proveniencia pequeño-burguesa (herencia que Lihn va purgando de sí mismo a lo largo de toda su obra), manifestando su fanfarronería retórica como un equivalente a la limosna que los pobres reciben en la iglesia:
No toco la trompeta ni subo a la tribuna
De la revolución prefiero la necesidad de conversar entre amigos
aunque sea por las razones más débiles.
hasta diletando; y soy, como se ve, un pequeño burgués no vergonzante
que ya en los años treinta y pico sospechaba que detrás del amor a los pobres de los sagrados /corazones
se escondía una monstruosa duplicidad
y que en el cielo habría una puerta de servicio
para hacer el reparto de las sobras entre los mismos mendigos que se restregaban aquí abajo contra
/los flancos de la Iglesia
Esta revolución, además, no está exenta de contradicciones, por lo que difícilmente su enunciación literaria propagandista se podría hacer cargo de ello, al contrario, su influjo evidenciaría aún más la inutilidad política de la poesía:
La revolución
es el nacimiento del espíritu crítico y las
perplejidades que le duelen al
imago en los lugares en que se
ha completado para una tarea por ahora incomprensible
y en nombre de la razón la cabeza vacila
y otras cabezas caen en un cesto.
También se ve cómo la razón, en tanto herramienta privilegiada para crear progreso según el discurso moderno, genera espacios dubitativos de su propio obrar, a la vez que se expone a la muerte en nombre de un motivo aún desconocido e inacabado.
Otro de los poemas que interesa aquí destacar es “A Roque Dalton” donde el hablante es un personaje satírico, vinculado a los exponentes del siglo de oro, haciendo un claro guiño a Quevedo, a quien Lihn reconoce como fuerte influencia dentro de la literatura española clásica. Aquí el recurso retórico de degradar cuantitativamente el yo (mediante el adjetivo indefinido “poco”) se aplica en un personaje que se ficciona, ironizando su propia enunciación y los sentimientos que desde ahí puede expresar:
Soy un poco el poeta del chambergo flotante
de los quevedos flotantes, de la melena y la capa española
un viejo actor de provincia bajo una tempestad artificial
entre los truenos y relámpagos que chapucea el utilero.
El posicionamiento revela la impotencia para intervenir en la realidad; envejecido y lejano, este personaje actúa en un escenario artesanal, sincerando que la propia habla es sospechosa, y, mediante sus contradicciones, se nos presenta una imagen decadente, un orador con mala memoria que desea monologar:
Si mal no recuerdo, monologo, me esmero
en llenar el vacío en que moldeo mi voz,
y la palabra brilla por su ausencia
y el drama me es impenetrable
La condición ambigua y decadente es posibilitada por la inutilidad de la palabra, pues sólo puede estar referida a sí misma, al igual que el hablante. Además, este sinceramiento se produce desde la sensibilidad ética, el personaje no se puede sentir afectado por los conflictos cotidianos pues, en tanto poeta, simplemente no se puede hacer cargo de ello. Así, el yo poético hundido en su propia ficción, se plantea por fuera de lo que sucede en su entorno, marginalizándose no sólo de un espacio social específico como las instituciones literarias, sino del conjunto de la historia general, adquiriendo un rol puramente ornamental, adornos que son expuestos como el mero paisaje de una memoria alienada:
Envejezco al margen de mi tiempo,
en el recuerdo de unos juegos florales
porque no puedo comprender exactamente la historia
El rescate de Roque Dalton pasa entonces por su condición bufonesca, triste y sincera, pero donde también la intervención en la realidad concreta se muestra imposible desde la perspectiva de una persona individual. En esa línea, Dalton y el poeta que habla, son igual de impotentes en tanto sujetos, un diálogo entre autores que desdeñan a los profetas, evitando homenajearse directamente como una forma de negar su existencia fuera de la poesía. Cabe destacar que aquí se enuncia una retórica que en términos aristotélicos se podría denominar epidíctica, pero en la que el bufón invierte su discurso: la enumeración de los defectos se hace hablando sobre sí mismo, para poder desde ahí, exponer los defectos del otro juzgado: la tradición poética. Como es evidente, esto no es sólo un rescate de su figura (Lihn y Dalton establecieron una fuerte amistad en Cuba), sino que también es una suerte de respuesta al compromiso político con el que el escritor salvadoreño asumía su poesía, sin embargo, es importante destacar que éste acudía a la experiencia mínima del sujeto en la revolución, acercándose —explícitamente— al estilo brechtiano de la escritura. Desgraciadamente, ahondar en la poética daltoniana excede el espacio que permite este artículo.
Como hemos visto en este pequeño puñado de ejemplos, en La musiquilla de las pobres esferas hay un efecto político que se materializa mediante la sátira: el cuestionamiento de las tradiciones de la literatura que pretenden un efecto más allá de ella, lo cual abre nuevas preguntas. En 1979, Lihn en una nueva vuelta sobre Neruda señala que el parralino se convirtió “en el último de los aedos contemporáneos. Un líder cuya función consistió en hacer poesía política; esto es, ninguna de las dos cosas”, si esto es así ¿cómo es posible que Lihn, entonces, ejerza la sátira para dar cuenta de esto? Vemos una contradicción con respecto a la propia concepción del lenguaje poético: la agudeza lihniana es capaz de demostrarlo como incompetente para generar impacto en sus receptores e incompleto respecto a sus referentes, además de disfrazarse de retórica política para encubrir su propia impotencia.
Esta alternativa poética desnuda el núcleo ideológico del ejercicio poético mediante mecanismos estéticos y retóricos específicos, de la misma forma que lo hacen las fábulas brechtianas ¿No sería entonces el “desnudar una ideología” un acto político por excelencia? ¿dónde está la debilidad del lenguaje aquí? Una forma posible de destrabar este problema es comprender el funcionamiento de las contradicciones en este razonamiento, en el entendido que Lihn, consciente de la aporía de su propuesta, poetiza la paradoja que encontramos en sus ensayos.
Si seguimos el análisis de Martín Cerda en su célebre libro La palabra quebrada, Ensayo sobre el ensayo, se hace posible destacar la formalidad fragmentaria de los razonamientos en este género literario, pues se invocan y condensan experiencias históricas e intelectuales difíciles de sobrellevar si se expusieran como un saber global o “tratadístico”. Cerda insiste en que lo que realmente sucede en este tipo de textos es que permite trabajar sobre la fractura que implica la problemática sobre la que se reflexiona, la que, en el caso que aquí estudiamos, se trata de esa línea divisoria entre lenguaje poético y realidad. Esa ruptura irresoluble es la postura anti-retórica que Lihn busca construir en el marco del proceso revolucionario chileno. Dicho de otra forma, pareciese que finalmente sí existe una forma de lenguaje poético que se excede a sí mismo: el de la risa, con las características ya traídas a colación por Bajtín. Así tal vez podemos explicar cómo en dictadura emerge Gerardo de Pompier, El paseo Ahumada o la turbulenta amistad con Rodrigo Lira.
Si volvemos entonces al problema que aquejaba a Lihn sobre la especificidad artística, resulta clave pensar que la «condena» de la poesía radica en que es precisamente su carácter autónomo la que la hace ineficaz políticamente. Sin embargo, esto acarrea dos problemas, por un lado, vemos que este lenguaje sí resulta útil para derribar una práctica poética y, en segundo lugar, esa defensa de la autonomía artística es la que también emprendieron tradiciones como el romanticismo. En ese sentido, parece que “la poesía contra la poesía”, en lugar de destruirla, busca dar nuevos bríos ante los parámetros impuestos por las retóricas anteriores. Los ensayos, visto de esta forma, y considerando que la mayoría fueron publicados posteriormente a La Musiquilla de las Pobres Esferas, parecen justificar la necesidad de esta contradicción, recalcando la importancia de su productividad y dando cuenta que la poesía puede operar a pesar de ella. Esta es la «revolución» de Lihn, una en que la utopía se expresa en la conversación entre amigos, en la cotidianeidad de la risa, acción todopoderosa que siempre «dirige» la borradura de un sentido que puja por constituirse unívocamente.
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Notas:
- Cabe destacar que, dentro de la compilación de El circo en llamas, no figura esta carta. Afortunadamente la revista ha subido prácticamente todos sus números a la red, por lo que en este vínculo se puede encontrar: http://biblioteca.periodicas.edu.uy/archive/files/8763b92a03d956f8ec621af96d2037fc.pdf