En abril de 2018 supe de mi estado seropositivo. La noche posterior al aviso seguía hospitalizado. La luz del pasillo tintineaba, junto a ese sonido insufrible de tubo fluorescente que no parecía decidir si prender o no, mientras mi memoria desenterraba imágenes asociadas al nuevo huésped; efecto estroboscópico que intercalaba lo que busqué en Google, el miedo de mi madre, el llanto en sábanas ásperas y la enfermera que me preguntó la noche anterior en un leve susurro pavoroso para confirmar su irrevocable veredicto mortal: “¿Eres gay?”. Como si la modulación en su boca pudiese generar alguna reacción infecciosa y no compartiéramos, en realidad, la misma certeza de fragilidad. No porque tuviésemos alguna de las infinitas enfermedades existentes (y menos todavía mi nuevo huésped), sino porque ella pudo haber fallecido a unos cuantos pasos de la salida del hospital: atropellada, asesinada luego de ser asaltada, o quién-sabe-qué. Su mirada de pésame me situó anticipada y erróneamente en una analogía prejuiciosa e incapacitante. Y tuvo razón. Sí me diagnosticaron de VIH+ y ella, hasta donde sé, no está muerta. Pero tal pregunta (¿eres gay?), más allá de dar cuenta de la falta de preparación en habilidades blandas entre el equipo de salud, responde a los procesos de simbolización e invisibilización de la vida seropositiva en el discurso público y sanitario del Chile actual. Al parecer, ser diagnosticado de VIH continúa siendo una metafórica sentencia de muerte.
Chile ha sufrido graves aumentos en las tasas de transmisión del virus, sobre todo en jóvenes entre 18 y 25 años. A pesar de eso, puede observarse la ausencia de representantes por parte del Ministerio de Salud (MINSAL) en la 22° Conferencia Internacional del Sida realizada en Ámsterdam a fines de Julio del año pasado; la falta de respuesta del MINSAL al momento de presentar públicamente la campaña «El comercial que salva vidas» como parte del Plan Nacional del VIH/sida e ITS que supuestamente incluía, en aquella primera fase, la invitación a realizarse el test rápido pero sin garantizar su aplicación respectiva; y la escasa cobertura en los medios de prensa de la confirmación del recorte en presupuestos para el Plan Nacional de VIH 2019 por parte de Carlos Beltrán, asesor VIH/sida del ministro de salud Emilio Santelices.
Si bien hubo una declaración pública de preocupación por parte del Ministerio, su actuar durante el año 2018 fue deplorable. No tan sólo en su fallido intento por solucionar el asunto fisiológico desde la biomedicina, sino por ignorar y borrar de la esfera pública la experiencia subjetiva de adquirir la enfermedad. No se habla sobre quienes viven con VIH. Desde que el MINSAL, a través del CONASIDA, comenzó con las campañas nacionales de prevención del VIH/sida el año 1992 hasta hoy, se ha optado por lo que Vladimir Safatle designa como la gestión y producción social del miedo: las campañas apuntan a evitar enfermar para no desaparecer del cuerpo social. Sólo se dirigen al público que no ha sido afectado por el virus, ignorando sus propios propósitos de velar y promover políticas de autocuidado para la población en general. Resulta aún más preocupante pensar que, incluso cuando las personas seropositivas son excluidas en la conformación de lo comunitario, son objeto rentable dentro del sistema neoliberal en tanto están supeditadas a una fármaco-política. Por ende, no estaría demás pensar que capitalizar la erogación del tratamiento pueda afectar su asequibilidad tras los severos recortes por parte del gobierno en materias de prevención, diagnóstico y tratamiento.
Chile tiene sida es una exposición que funciona como reposición de un proyecto que se planeó para fines de los años noventa y que se está presentando en el Museo Nacional de Bellas Artes hasta finales de enero. Reúne el trabajo de quince artistes en torno a la problemática del VIH/sida bajo la curaduría de Georgia Wilson y José Ignacio León, la coordinación general de Sergio Araos, el apoyo del médico Carlos Beltrán y de la corporación SIDA Chile. Se trata de Jorge Brantmayer, Rodrigo Cabezas, Gonzalo Cienfuegos, Rodrigo Cociña, Arturo Duclos, Santiago Errázuriz, Nancy Gewolb, Mauricio Garrido, Gonzalo Ilabaca, Gastón Laval, Fernanda Levine, Osvaldo Peña, Mario Toral, Constanza Ragal y Bruna Truffa.
Con un tono pretencioso y grandilocuente, su objetivo es educar a la población sobre la enfermedad por medio del diálogo entre ciencia y arte. Si bien estoy de acuerdo con el pensamiento de Yasna Alarcón, directora de SIDA Chile, quien señala en El Mercurio que es necesario cambiar el lenguaje biomédico al hablar de VIH, es lamentable observar la distancia abismal entre las intenciones y las propuestas que participan. Las narrativas de la exhibición parecieran ser un correlato de las campañas publicitarias del plan nacional de VIH/sida propuestas por el MINSAL. No existe contraposición, dado que se alinean con aquellas directrices higienistas y excluyentes, además de estar insertas como discursos contemporáneos a pesar de su incongruencia temporal. Aun cuando se insiste en el trabajo etnográfico realizado con pacientes e infectólogos, pareciera ser que se trató de una revisión superficial. Las obras quedan estancadas en el preciosismo de los oficios: el collage, los reflejos de espejos, la pintura, los artefactos palpitantes, el oro, la madera tallada, la impresión texturizada sobre las paredes no alcanzan a penetrar la profunda complejidad que implica la epidemia de significación, y quedan suspendidas en el aire como meros comentarios surgidos de una euforia alarmista y poco comprometida. Cuestión que puede comprobarse al ver el documental al final del recorrido, donde los distintos artistas comentan sus procesos productivos, y muchos de ellos no tienen idea qué presentar.
Me pregunto, entonces, ¿cuáles fueron los criterios de la convocatoria considerando que, en su mayoría, el orden del discurso se adscribe a los axiomas de una heteronormatividad blanca? Aun cuando se intenta insertar infografías que den cuenta de la relación VIH y mujer, prevención e historia del VIH/sida en Chile y el mundo, hay obras cuya presencia visual afectan de forma brutal la imaginación de las seropositividades y las personas no seropositivas que visitan la exposición. Gonzalo Ilabaca y Arturo Duclos cometieron tal error. El primero presenta una pintura compuesta por una imagen y un texto pintado que narra la corrupción del eros por medio de la fálica torre de Babel. El texto enfatiza la idea de la destrucción de la sexualidad y los esencialismos binarios de hombre y mujer. Si se trata de placer o deseo, la discusión debiera dirigirse hoy hacia cómo las configuraciones neoliberales repercuten en la vida afectiva de los sujetos, generando una serie de nuevas herramientas de asociación afectiva: Grindr, Tinder, Hornet, o incluso Instagram. Plantear la «destrucción de la sexualidad» implica ignorar cómo un gran número de usuarios oculta su información serológica para no ser discriminados. Quizá sea pertinente hablar sobre la falta de conciencia de cuidado entre nosotres, en vez de la imposibilidad misma del acto sexual. Por otro lado, Duclos presenta una obra en la que se conforma un círculo a partir de recipientes que contienen prendas de personas que viven con VIH, conectados por un tubo que transporta un líquido muy semejante a la sangre y acompañado por la proyección, a un costado de la sala, de las opiniones de distintas personas sobre el VIH/sida. Si bien su intención pretendía mostrar la sangre como metáfora de unión, y usar los relatos de las personas para presentar una sociedad ideal que brinda apoyo y contención, la obra caduca en el instante en que une entra a la sala y lee el cartel que dice: “Precaución: no tocar, no manipular. Material de riesgo biológico”. La separación ya fue hecha. Cualquier persona que vea la obra ya no podrá generar una empatía con aquel espacio de supuesta intimidad, sino más bien una pena condescendiente y un paternalismo fútil ante un círculo de personas que se repliega para protegerse del miedo.
En las dos obras comentadas se refleja el problema principal de la exposición: no considera que vivimos juntes, evidenciando que el proyecto de sociedad no contempla a las personas seropositivas ni su calidad de vida. Se instrumentaliza el tema del VIH/sida para que un puñado de artistas destacados pueda dar su opinión al respecto, en un espacio que les legitima por prestigio y trayectoria, en vez de intentar rearticular diálogos entre artistas que hayan y/o estén trabajando en la materia. Me resulta preocupante que el Museo Nacional de Bellas Artes se acople a la laboriosa higiene institucional del gobierno invisibilizando no tan sólo las voces de personas que viven con VIH, sino además a los artistas que formaron parte de las tempranas luchas en contra del tabú socio-cultural que provocó la primera pandemia. El arte debe ser un espacio de tensión y dislocación de los imaginarios presentes, no un comentario que peligre la desestigmatización y acentúe el problema.
En vista de los antecedentes y la urgente necesidad de visibilizar la problemática, CHILE + [Arte y cuerpo seropositivo en el Chile contemporáneo] fue una exposición que se realizó en el Museo de Química y Farmacia Profesor César Leyton Caravagno curada por Gastón Muñoz J. En ella, la curadora se pregunta: “¿Qué nos puede brindar el arte latinoamericano contemporáneo sobre las emociones en torno al VIH/sida en Chile?”. La propuesta se erige en contraposición a la postura 90-90-90 planteada por Michel Sidibé, Director Ejecutivo de ONUSIDA, cuyo objetivo es la erradicación del virus para el año 2020 por medio de que el 90% de la población afectada sepa de su estado seropositivo, 90% de las personas diagnosticadas esté en tratamiento, y que el 90% de pacientes tratados esté intransmisible. Si bien es un horizonte óptimo, dicho plan de acción no contempla el ámbito psicosocial al momento de enfermar, en palabras de la curadora: “La lucha por la erradicación del retrovirus y la desestigmatización del cuerpo seropositivo es no sólo biomédica sino cultural”. Es por ello que las prácticas artísticas que participaron de la muestra responden a las economías afectivas del cuerpo seropositivo (es decir, modos de producción, circulación y sociabilización de los afectos), y su incidencia en las políticas de la visibilidad pública. Para ello se plantearon tres ejes curatoriales: purgar, para repensar la noción de diagnóstico clínico desde la posibilidad del descontento por la vida vivida y de la furia por las vidas perdidas; sanar, para dar cabida a la ritualística personal como estrategia de resistencia y sanación; y transformar, para caducar la normalización biomédica del cuerpo seropositivo.
Al alero de un nombre menos condenatorio, la exposición fue realizada en un espacio que data de 1987, y contiene los objetos recobrados por el profesor César Leyton, antiguos artefactos históricos de la química. De esta forma, las obras dispuestas en vitrinas, paredes, biblioteca y espacios de bodega establecían diálogos entre la medicina antigua y la práctica artística contemporánea de jóvenes artistas que viven con VIH (Héctor González, Felipe Rivas San Martín y Lucas Núñez), además de cuatro artistas que forman parte del activismo histórico en torno al VIH/sida en Chile (Lotty Rosenfeld, Víctor Hugo Robles, Grupo Proceso, Ricardo Rojas Toro y Guillermo Moscoso). A diferencia del Museo Nacional de Bellas Artes y su magna presencia, aquí se debía entrar a una especie de subterráneo. Un guiño a aquellos lugares clandestinos de luces tenues y espacios cerrados que invitaba a ser parte de una instancia más íntima. La advertencia se distanciaba de un tono alarmista y apocalíptico, aterrizando la mirada del espectador hacia expresiones sujetas a una subjetividad en disputa, cuyas acciones e intervenciones buscaban su lugar en los recovecos sobrantes que la institucionalidad dejó. En este caso, el desamparo y la precarización se vuelven productivos en tanto visibilizan una condición de sujeto excluido que se reivindica dentro del cuerpo social. Se atendía a la comprensión de luchar contra la idea de volver al «cuerpo sano original», y se trabajó en función de entender el valor de la transformación. Mientras la sociedad y la biomedicina buscan recuperar aquella corporalidad suspendida en el tiempo, los artistas de la muestra daban cuenta de lo que les sucede hoy.
El 31 de diciembre del 2018 el MINSAL hizo pública la última campaña para la prevención del VIH/sida. Si bien antes los métodos de exclusión funcionaban de forma implícita, ahora el spot delega a la población la función policial de identificar quién es portador del virus. ¿Cuáles son los criterios que serán aplicados en las corporalidades seropositivas? El arte debe funcionar como tensionalidad crítica, afectando ―o infectando— la capacidad de imaginación de aquellos que componen y comparten un proyecto de nación. La cultura tiene, así, una injerencia como vector de intersecciones entre poder y representaciones, de manera que vivir juntes no esté supeditado a «lo masculino» como constelación de valores higiénicos sedimentados en la sociedad (la muestra del MNBA exhibe, en su mayoría, hombres blancos, heterosexuales y no seropositivos). El sistema actual se articula por medio de un sistema de comunicación ordinaria e inoperante de la acción plural y desestabiliza los modos en que enfrentamos la epidemia. Por lo mismo, es irresponsable por parte de quienes gestionaron Chile tiene sida el haber presentado en un espacio institucionalizado y de alta concurrencia propuestas poco depuradas para lo que exige el contexto actual: estigma y discriminación, mala adherencia al tratamiento y urgencia psiquiátrica.
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