Una convergencia persistente se produce entre cierta franja de la cultura popular alemana codificada en el siglo XIX y las violencias que acechan a una infancia en espacios alejados del resguardo burgués de la ciudad. Las narrativas de los hermanos Grimm representan una aproximación al mundo de los niños que, aunque no exclusiva de la Alemania decimonónica, ha sobrevivido en el tiempo merced a múltiples filtraciones que han despejado su talante aleccionador por medio de amenazas monstruosas. Varias décadas después —unificación imperial, colapso de Weimar y torbellino nazi mediante—, creadores de distintas veredas han retornado sobre el problema de esa violencia aterradora que puebla espacios domésticos y cotidianos. Obras como las de Thomas Bernhard, Elfriede Jelinek o Michael Haneke se alejan del mundo fantástico de las bestias que encarnan el peligro de una desviación muy abrupta de las normas comunitarias. Optan, en cambio, por las interrogaciones de aquello que no se enuncia de manera racional y que, sin embargo, se entreteje invisible en el día a día.
Quizá desde esta afinidad electiva pueda entenderse uno de los universos simbólicos que constituye La Casa Lobo, película de animación creada por Joaquín Cociña y Cristóbal León. Relato «rescatado» por los autores desde los archivos fílmicos de Colonia Dignidad, fábula aleccionadora que tiene por protagonista a María, una niña que escapa a su castigo y se ve envuelta en un viaje que sólo parece sumirla más hondamente en aquel mundo del que busca fugarse. La relación de afinidad parece redoblarse con la presencia de Amalia Kassai en la voz de María, pues no es su primer encuentro con Colonia Dignidad. En 2009 participó de la adaptación de Comida alemana, de Bernhard, realizada por Cristián Plana en el Teatro la Memoria, interpretando a una de las enfermeras que cuidan a un conjunto de niños bajo el más estricto encierro. Como encuadre musical, en medio de un espacio reducido, una rendición en coro de Erlkönig de Schubert: el Lied sobre un padre viajando a caballo que intenta calmar las visiones de su hijo acechado por un espíritu que pasa de la ternura a lo mortífero.
Acaso esta experiencia previa pueda verse como preludio casual a La Casa Lobo. Ahí se juega una fantasía —y me atrevo a extender la metáfora musical: una sucesión de temas que rehúye de la estructura más fija— de niños que deben sortear los peligros de una atmósfera tan cargada de violencia que cuesta pensar en un momento anterior a la narración que no estuviese teñido ya por ella.
Perseguida por un lobo al que oímos sin nunca llegar a ver del todo, María se refugia en una casa al parecer deshabitada, pero con todos los rudimentos de un hogar fuera del tiempo. Encuentra compañía en dos cerditos con quienes habita este espacio que muta en la medida que los personajes se mueven por él, a veces como muñecos animados y a veces pintados en los muros. Libre de la amenaza del lobo, María emprende la tarea de convertir a los cerdos en dos niños: Ana y Pedro. Primero trigueños y luego rubios, “realmente bellos” en palabras de María, los cerdos humanizados encarnan la codificación racial de los proyectos civilizatorios traficados por Colonia Dignidad como enclave de una Alemania rural idealizada, libre de máculas y próspera bajo el orden jerárquico de la autoridad comunitaria. El experimento de aislarse del mundo tiene como resultado que la protagonista, por quien sentimos inicialmente simpatía, reproduzca patrones de subordinación al realizar sus deseos de una familia armoniosa.
El carácter de ensoñación que recubre a La Casa Lobo viene tanto de sus dimensiones narrativas como de la propia materia visual que se despliega en la pantalla. No quisiera repetir aquí las observaciones de otras recensiones de la película, como la de Héctor Oyarzún e Iván Pinto, quienes desmenuzan con minuciosidad las estrategias fílmicas y el universo de referencias que se apilan aquí. Una eventual catalogación de todas ellas sería una tarea infinita precisamente por las elecciones estéticas de Cociña y León. Presentan la historia en un plano secuencia que nos exhibe la continuidad de las imágenes dentro de un mundo narrativo que da una impresión de quiebres y segmentaciones. Al exhibir su condición inacabada, procesual, las imágenes que componen la vida de María, Ana y Pedro configuran una atmósfera onírica, como si la conciencia se hubiera suspendido en la casa del bosque.
Lejos, al parecer, del control total ejercido por los jerarcas de la colonia, lo que se manifiesta es una figuración fílmica del inconsciente en la acepción más estricta que ha revisitado el filósofo brasileño Vladimir Safatle. Contra una comprensión cinematográfica del inconsciente a la manera de Hitchcock —el trabajo detectivesco de las pistas cuyo sentido no advertimos a primera vista y que devienen giro de trama—, Safatle argumenta por un inconsciente capaz de hablar en su propia lengua. No sería lo que antecede a la conciencia, ni siquiera su reverso especular: antes que el negativo de la conciencia se trataría de la negatividad en la conciencia. La oscuridad y el encierro en la que nos sumerge la animación opacan un trabajo de decodificaciones como si estuviésemos lidiando con un rompecabezas. El efecto de inmersión nos abre la puerta a lo siniestro que nos rodea, pero cuya presencia ignoramos.
Con su tonalidad sombría, la atmósfera de la película permite un despliegue envolvente de gestos que actualizan el sentido de los procedimientos barrocos que de forma recurrente han sido utilizados para pensar la cultura latinoamericana. Al situarlos en el universo paralelo de la fantasía alemana, sin embargo, la lectura esencialista sobre el barroco en nuestro continente se tambalea o debe ceder su certeza a otras miradas. Antes que la adjetivación de una prosa florida o la carnavalización de la imagen, La Casa Lobo elabora una comprensión de ciertos elementos formales de lo barroco como estética/estilo/poética. Se trata aquí de imágenes reflexivas, que no sólo exhiben su condición de imagen —la construcción de los muñecos animados en las etapas sucesivas del plano secuencia 1—, sino que comentan el carácter icónico de otros objetos. Son los momentos en que los personajes ven televisión o reaccionan a las acciones de artefactos dentro de la casa que, siendo percibidos como imágenes, cobran vida y afectan a María y sus compañeros.
La propia casa se convierte así en el teatro sobre el cual se proyectan y despliegan las emociones y deseos de los personajes. Así las imágenes operan en la lógica de las formas abiertas y pictóricas con las que Wölfflin esquematizó el análisis de la tradición plástica europea a partir de las polaridades de lo clásico y lo barroco. Con su continuidad creada a partir de restos, las imágenes acumulan una densidad que impide recortarlas de la superficie en la que se mueven. La envoltura de la casa expresa esta dificultad de separar figura y fondo, traduce en lo formal el entremezclamiento heterogéneo de la violencia en lo cotidiano: escindir a los sujetos de sus relaciones marcadas por el abuso o la subordinación resulta imposible cuando la totalidad es ya un abigarramiento donde nada se mantiene por sí mismo.
Uno de los puntos preferidos de los análisis sobre lo barroco —de Benjamin para acá— se juega en la alegoría como modalidad narrativa. Iván Pinto aporta en su análisis claves certeras para una comprensión de la alegoría en la película, y aquí quisiera nada más aportar un nivel adicional que colabora en este tópico: la meta−narratividad expresada en el cuento dentro de un cuento. Si ya la animación es un relato orientado hacia el fin moralizante de internalizar las normas de conducta y obediencia de la colonia, María replica el gesto al escenificar su propia versión de una fábula infantil dirigida a Ana y Pedro en su tránsito de animales a humanos. Aquí la función del dispositivo es ofrecer un comentario sobre la narración que subraya la opacidad del sentido de las acciones para sus propios protagonistas. María no parece advertir que los símbolos de su cuento se asemejan en parte a su experiencia de fuga−encierro, o que en ellos se trafica un tipo de violencia análoga a la que se ha ejercido sobre ella.
No todo en La Casa Lobo se resuelve en el plano de la narración o los procedimientos discursivos. El mundo construido con paciencia demorada por León y Cociña funciona a primera vista como animación en el sentido más convencional: tomar objetos inertes y producir el movimiento en secuencia. Pero también se trata de una restitución de las condiciones materiales a las imágenes y, aun, al movimiento mismo. Los objetos toman la iniciativa para afectar a los residentes de la casa, el espacio se vivifica y actúa, exhibiéndonos el poder que ostenta aquel mundo que cotidianamente relegamos a mera escenografía de nuestra historia.
Al ensamblarse ante nosotros, los materiales−en−movimiento invitan a que percibamos su precariedad. Hasta parece que se solazan en sus imperfecciones, llevan nuestra mirada hacia los detalles de la impureza en la confección de personajes cuya imagen es provisoria, lábil: cartones, cables, hilos o huinchas adhesivas apenas sosteniendo el stop−motion de un relato ya marcado por la tensión amenazadora de quien se sabe buscada por el poder. El conjunto adquiere así un carácter improvisativo: para ponerse en movimiento, la película toma materiales ya existentes y explora el máximo de variaciones posibles en una especie de guerrilla de objetos encontrados. En vez de ocultar el artificio que lleva a la imagen a la pantalla, Cociña y León optan por dejar todo a la vista, a sabiendas de que en ese horror vacui algo se nos escapará. El asedio de la materia en múltiples planos parece resaltar la necesidad de «crear con nada», ese tópico irrecusable de la creación en sociedades periféricas y dependientes.
Índole similar tiene el diseño sonoro. Tal como las materias, actúa por adherencia: nos indica aquellas superficies por las que transitamos en el curso de la película. Voces entremezcladas, ruidos de objetos cambiados de lugar o de aquella presencia hostil del lobo en diálogo con María. Acaso por motivo de la pregnancia del sonido y la musicalización de La Casa Lobo sea crucial verla en una sala que permita la experiencia envolvente que otros elementos fílmicos también construyen. El grado y forma de la superposición sonora durante la película me lleva a pensar que ella logra llevar el espacio fílmico más allá y más acá del telón o pantalla: nos posiciona, si se quiere, en medio de la acción. Los soliloquios susurrados de María acompañan cantos populares infantiles en alemán y las admoniciones del lobo, a la vez vigilante de la niña escapada y perversamente comprensivo con sus transgresiones y deseos frustrados.
Merced a todos los estratos que se acumulan en ella, La Casa Lobo configura un artefacto de singular densidad. Antes que apartarse de los modos en que se han narrado la violencia en nuestra pequeña provincia —colonia fértil, señalada y no por ello digna—, opta por experimentar en la superficie que nos recubre a lo largo de la película. Es una casa cuyos peligros no podemos identificar con claridad porque nosotras mismas hemos sido parte de su edificación. Ni adentro ni afuera, sino plenamente en las entrañas de un mundo de miniaturas y fábulas siniestras.
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