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Traducido por Rodolfo Quiroz
Estamos en 2019, en el mes de marzo. El escenario es Brasil en el momento en que se avecina el homenaje del Día Internacional de la Mujer. Este año, en particular, el digno tributo de dimensión internacional a la memoria de las incontables mujeres trabajadoras ―que en diversos momentos de la historia del mundo «moderno» tuvieron el coraje de irrumpir contra los designios exploradores que las oprimían y explotaban― coincide con la mayor fiesta popular del país, el carnaval. Sin negar el tono contestador que los bailes, los blocos, las bandas y los disfraces, eventualmente ilustran, la proximidad de estas fechas y la lucha de las mujeres con la del festival causa una sensación extraña y compleja para la militancia, pues altera momentáneamente el carácter arrebatador del protagonismo que el día 8 de marzo (8M) viene adquiriendo a lo largo de los últimos años.
Hace apenas unos meses que en Brasil se promulgó una nueva legislación de combate al «acoso» (nombre popular dado al crimen de «importunación sexual», ahora debidamente tipificado). Ello alimentó la expectativa de millares de foliãs 1 de que en este carnaval habría condiciones más saludables y respetuosas para las bromas (brincadeiras), con la promesa de mayor libertad y seguridad para los cuerpos femeninos, a pesar del momento de empeoramiento de los conflictos ideológicos en el país y del destacado avance del conservadurismo. A pesar de que la prensa había alardeado de la existencia de esa nueva norma en los días iniciales del evento, el asunto apenas fue analizado o comentado desde el posible impacto de la ley en el comportamiento de los hombres durante la fiesta, dejando pasar la posibilidad de producir un debate substancial.
Sin embargo, según los datos recientemente divulgados por diversos medios de comunicación, el feminicidio ―característico de la violencia de género― viene marcando récords históricos en el país: en todo Brasil se registraron 1.173 casos en 2018 (12% más que el año anterior, cuando Brasil ya concentraba el 40% de casos de este tipo de crimen en América Latina, según la Organización de los Estados Americanos – OEA). Además de lo anterior, investigaciones muestran que las mujeres permanecen amedrentadas y violentadas en su cotidianidad cuando, por ejemplo, utilizan el transporte público para ir y volver del trabajo o cuando, en otro ejemplo, están en un sencillo fin de semana con la familia en casa, y el cónyuge resuelve sobrepasar los límites de la relación y de la razón.
Esa indiferencia que caracteriza al Brasil contemporáneo revela que las reivindicaciones de los movimientos de mujeres siguen siendo urgentes y que no basta la simple creación de leyes y otras sanciones o instrumentos punitivos si las culturas del machismo y de la misoginia, bases del patriarcado, no son enfrentadas directamente todos los días, en cada uno y en todos los lugares. Mientras tanto, la rápida y asustadora ascensión de los discursos de odio en la sociedad, que presenta tendencias de regresión a un grado de civilización típica del periodo feudal de la humanidad, necesita ser denunciada, problematizada, y superada y controlada con la intensiva y permanente lucha de mujeres y de sus parejas (dotados de conciencia crítica). No se trata de una bandera exclusivamente feminista, pero sí de una necesidad política general, de las mujeres y de los hombres, que debe ser contextualizada en la dinámica social más amplia.
Veamos cómo se da la ruptura de esos límites categóricos, del problema particular hacia lo universal, al recordar el atentado que se llevó la vida de Marielle Franco, concejala de la ciudad de Río de Janeiro recién electa (y que terminó también con la vida de su chofer Anderson Gomes, teniendo como única sobreviviente a su asesora Fernanda Chaves), ocurrido hace un año en el popular barrio de Estácio. No podemos considerar como una triste coincidencia que el crimen haya ocurrido el día 14 de ese mismo mes dedicado al respeto de las mujeres, minutos después de que la concejala participara de una reunión política de mujeres negras en el centro de la ciudad, y pocos días después de haber denunciado una serie de abusos de agentes públicos de seguridad y haber discutido en la plenaria de la Cámara de Concejales con un hombre que intentaba entorpecer su posición dentro de esos asuntos, al que Marielle altamente, respondió: “¡No seré interrumpida!” 2.
Marielle representaba diversas posiciones al mismo tiempo, al pronunciarse a favor del respeto y la dignidad en el trato con las poblaciones y pobladores de las favelas y periferias; al pedir al poder público el fortalecimiento de infraestructura adecuada de escuelas y salas cunas para que las mujeres pudiesen trabajar seguras de que sus hijos se estarían desarrollando como ciudadanos; al denunciar las muertes de la juventud negra, objeto de exterminio promovido por las fuerzas de seguridad oficiales. En una columna para El País y con narrativa magistral, la documentalista y escritora Eliane Brum sintetizaba bien el significado de la persona: “Marielle Franco acogía en su cuerpo a todas las minorías aplastadas durante 500 años en Brasil. Su cuerpo era un muestrario, una instalación viva, de la emergencia de los Brasil históricamente silenciados”.
Es notable la sordidez del conformismo social que permite (y con eso naturaliza) la ejecución de una persona como Marielle, que nunca había sufrido ni siquiera una amenaza, pero que luego fue «apagada» de la vida pública por sólo comenzar y provocar el mismo tipo de incomodidad que su amigo y padrino político, Marcelo Freixo, se ha dispuesto a realizar desde hace por lo menos diez años (todavía bajo constantes amenazas de asesinato, no consumadas quizás por razón de su escolta oficial pero, aun así, no consumadas). Lo que se pretende destacar aquí es la «oportunidad» de vivir que se da para un «tipo» de militante de los Derechos Humanos (hombre, blanco, clase media; es decir, no pobre) en contraste con el total desprecio a la vida de otro «tipo» de individuo con la misma actuación política, pero representante de otra parcela de la realidad social, aquella que está al margen del sistema y contra la cual se alimenta y estimula un odio extremo.
En los últimos días, Brasil (o parte de él) se ha mantenido choqueado con el cálculo de ese asesinato (que es feminicidio, pero que también es genocidio, y «democracidio»): a vísperas de cumplir un año, la policía local efectuó la prisión de los ejecutores de la concejala y, a partir de las investigaciones, fueron relacionados con grupos paramilitares que actúan como fracciones criminales en la ciudad de Río de Janeiro, las llamadas «milicias». Otras informaciones todavía apuntan a relaciones de esos hombres con parte de la élite política que salió vencedora en las últimas elecciones generales del país, notablemente con la familia del presidente Jair Bolsonaro. Algunas autoridades ya admitieron que parte de la demora de los investigadores en avanzar o en anunciar los avances se justificó por el interés de evitar influenciar el proceso electoral del año pasado, lo que levanta la pertinente duda de quién sería realmente perjudicado por la revelación de la autoría del brutal asesinato que, hasta hoy, tiene su relevancia como hecho político, cuestionado públicamente.
La muerte de Marielle no fue suficiente para saciar el apetito voraz de esa estructura del “necropoder” (para citar Achille Mbembe) como el propio diputado Marcelo Freixo reflejó en una entrevista reciente al portal electrónico de Carta Capital: “En el día siguiente a la muerte de Marielle, había un grupo que quería matarla nuevamente, por no aceptar que una mujer negra, pobre y de la favela, pudiera estar en la Cámara de los Concejales y ser homenajeada en el mundo entero”. Esa situación, una y otra vez, evidencia la dimensión del desafío, que deja de ser una cuestión de defensa de derechos identitarios y pasa a ser un problema sensible para la mantención de la democracia (que se encuentra en riesgo desde el proceso del impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, otro caso institucionalizado de violencia de género). Pues, al paso que las minorías (mujeres, negros, comunidad LGBT, trabajadores del campo, etc.) son despreciadas, amenazadas y, en el límite, eliminadas ―aun cuando ocupan un lugar de gran visibilidad y con relativo poder de acción, como era la posición de Marielle―, prevalece la normalización del racismo, del machismo, de la homofobia, de la explotación de clases, en fin, de la barbarie.
Para las mujeres y para sus compañeros se torna inevitable el imperativo de permanecer en la lucha y conquistar la condición de pleno respeto a la vida de mujeres, y de negras, y de personas de origen pobre, y de los pueblos indígenas, en fin, de todas las minorías. Es de esta forma que el atentado contra las vidas de Marielle, Anderson (víctimas fatales) y Fernanda (sobreviviente), representa un hecho social que enfrenta el espíritu genuino de las jornadas de marzo, y que, por eso, debe ser politizado ayer, hoy y siempre, incluso ocupando espacio en la mayor vitrina del carnaval brasileño, el desfile de las Escuelas de Samba de Río de Janeiro. Fue en la pasarela que lleva la Plaza de la Apoteose que el bloque vencedor de la Mangueira celebró y coronó la memoria de Marielle, ayudando a plantar nuevas semillas de su propósito, y nutriendo la búsqueda por la justicia y la igualdad.
A pesar de que el homenaje del Día Internacional de la Mujer está relacionado con lo ocurrido en el pasado, los actos políticos que observamos a lo largo del mes de marzo continúan aconteciendo y sumando a millones de bravas mujeres, en Brasil y en el mundo, en los festejos y en las protestas. Independiente de la forma, la unidad de todas y todos se construye por una necesidad sofocante de vencer los instrumentos institucionales de opresión y de violencia que permanecen en el presente, y por la convicción de que es posible superar la lógica trágica, salvaje y cruel, que nos distancia del ideal de la humanidad.
¡Marielle vive! ¡Carolina María de Jesús vive! Pero esa es otra historia….
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Notas:
- Componente femenino de la fiesta [N. del E.]
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