Dentro del circuito de las artes escénicas nacionales los remontajes de obras no son lo más común. Ciertas piezas son revisitadas y versionadas según los intereses del momento, pero la construcción de un «repertorio» ha sido asunto esquivo, en especial para el ámbito de la danza. Aunque nominalmente declaradas como parte de las políticas oficiales, las iniciativas relacionadas con el patrimonio danzario no han contado con demasiada suerte. De ahí que la acogida que ha tenido La bailarina, de la coreógrafa Paulina Mellado, sea una buena señal respecto del fortalecimiento de un campo artístico que ha sido adverso para los proyectos independientes.
Estrenada en 2015 y remontada recientemente (con varias temporadas en años previos), la obra de la Cía. Pe Mellado pone en escena una pregunta que, parece, está por todos lados en las artes contemporáneas: ¿cómo dar cuenta, con los procedimientos de un medio artístico, de los problemas planteados en otro tipo de soporte? Dicho de otro modo: ¿cómo reflexionar desde la danza sobre los nudos que constituyen la obra de Gabriela Mistral? Aunque sea sólo un poema el que da título a la obra de Paulina Mellado, sugiero que los alcances y tránsitos hacia la escritura de Mistral exceden con mucho al poema de Lagar. La poesía mistraliana ejerce su fuerza gravitacional y orilla hacia sí a esta pieza que la toma como punto de partida y, acaso, de llegada.
Al comenzar la obra observamos a ocho intérpretes ―con igual vestimenta: chaqueta abierta y una falda larga que cubre las piernas― sobre tarimas, en un espacio fragmentado. Pronto suena una grabación: “rata”, “risa”, “rima”, “rezo”, “ruego”. De las palabras sueltas se pasa a frases marcadas por esta aliteración, mientras la coreografía instala, ya en el comienzo, uno de los gestos que marcan la obra: movimientos que comprometen al cuerpo desde el torso y ademanes que evocan a mudras. El lenguaje corporal de La bailarina dialoga aquí con aquellas danzas clásicas de la India que han encontrado su lugar en la escena contemporánea como el bharatanatyam o el kathak. Figuras internacionales, como Akram Khan, o locales, como Carmen Beuchat, han intentado este diálogo desde lugares plurales, sea la interpelación de lo tradicional o la movilidad transculturadora de la experimentación de los sesenta y setenta. O, visto desde otro lugar, son los gestos del breakdance o del voguing, la creación de una sintaxis de movimientos recortados, hieráticos, que comunican la estilización del cuerpo que posa para otro. En la relectura de lo clásico o en la exploración de lo coetáneo se replica esta aliteración, llevada ahora al momento somático antes que al lingüístico.
Durante La bailarina observamos el desarrollo de interrogantes que resultan cruciales para comprender la obra de Mistral más allá de la imagen canonizada por ciertos guardianes insípidos e inocuos de su legado. De aquellas pseudoeminencias literatosas que han tendido a cerrar las interpretaciones más controversiales de la poeta, descartando todo lo que no se recubra del velo maternal o del americanismo pintoresco de la maestra campesina. Por el contrario, la pieza se lanza de lleno al cuestionamiento del habla bajo condiciones de asedio; los derroteros de una palabra interferida, que se siente a la vez como demasiado propia y demasiado ajena (“Denme ahora las palabras/que no me dio la nodriza”, dice Mistral en “La abandonada”). Un habla que descoyunta a quien pronuncia ese verbo, poniendo en riesgo simultáneo al mundo y a la hablante: “Yo tengo una palabra en la garganta/y no la suelto y no me libro de ella […] Si la soltase, quema el pasto vivo” (“Una palabra”). Dos bailarinas se buscan en la escena, una intenta seguir los gestos de la otra, comunicarse a través del espacio y compartir alguna de las tarimas; en paralelo, otros dos bailarines intervienen, uno facilitándoles el encuentro y otro desestabilizándolas.
Al frustrar el movimiento se propone, creo, una doble lectura de esta interferencia: tanto de la lengua como del deseo. De forma problemática e impura constatamos que la palabra propia y el deseo autónomo aparecen mediados por un movimiento de otro, por los esfuerzos denodados por imponer o sabotear aquel decir y aquel gozar. Interiorizadas esas obstrucciones ellas se convierten en hábito, gesto cotidiano y automatizado de una configuración psíquica y social. Con la repetición compulsiva de movimientos, como el ajuste de las chaquetas, las intérpretes tornan visible ese transitar encorsetado. Blazer y falda nos indican el mundo de tensiones y hostilidades que ciñen al cuerpo. Un cuerpo, no obstante, que circula, que ha ganado para sí un lugar en el mundo, pero a costa de esas mismas restricciones de las que intenta zafar, recordándonos que algo nuevo ha acontecido, pero todavía en los moldes que provee la lengua patriarcalizada.
Al mismo tiempo, La bailarina multiplica los focos de movimiento sobre el escenario ―sea por las distintas elevaciones que permiten las tarimas, sea por su separación horizontal, a modo de islas―, con lo que se nos permite imaginar el correlato coreográfico de otro problema recurrente en la escritura mistraliana, cual es el desdoblamiento y la pluralidad de los registros de la voz. Bailarines que se desplazan con saltos de una plataforma a otra, a veces compartiendo un metro cuadrado y en ocasiones rotando entre las tarimas, como un discurso que sabe ejercitar los acomodos tácticos o la multiplicación de los frentes de lucha.
La vida y la obra de Mistral testimonian esta necesidad de adoptar muchas formas con tal de sobrevivir, y Mellado indaga en las consecuencias de dicha multiplicidad sin hacer una celebración del fragmento que se replica; aunque separadas, las tarimas componen un tipo de unidad fisurada, en conflicto consigo misma. En uno de los momentos de la pieza se escenifica esta duplicidad al quedar las bailarinas bajo la escenografía, iluminadas por neones tenues y gesticulando como si estuvieran a punto de dormir; simultáneamente, los bailarines transitan por sobre las tarimas. El diseño sonoro evoca, entonces, el mar y sus vaivenes, como si cada intérprete se acurrucase en el camarote de un barco dirigido fuera del país. Momento, quizás, del movimiento que acontece cuando el cuerpo se abandona al sueño, indicando la posibilidad de habitar varios mundos a un tiempo. Entre sueño y vigilia se puede filtrar ese substrato poético en el que la ambigüedad de la palabra arrastra y condensa el desgarro de la experiencia, tan característico de la poesía de Mistral. Mientras las bailarinas viajan, los varones se desplazan sobre ellas. ¿Quién sueña a quién aquí? ¿Cuál fantasía se compone en ese viaje marítimo que es tanto exilio como huida, rechazo voluntario e involuntario?
Junto con trabajar varias escenas cuya premisa es la imitación ―tomada aquí como modelo de enseñanza, evocación de la pedagogía normalista―, la obra toma extractos del poema que le da título y los mezcla en lecturas a dos voces (una, pensamos, femenina, y otra, pensamos, masculina):
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca,
única y torbellino, vil y pura.
De tal suerte, se entabla una conversación entre la sonoridad de voces que escogen palabras sueltas, versos en desorden, declamados como susurros y sin levantar el volumen. Los movimientos, a su turno, hacen eco de esa intensidad y crean su propia esfera íntima, con roces e intercambios entre intérpretes cuya cercanía no se resuelve en desborde pasional o excitación sexualizada. Las economías del deseo, llenas ya de vericuetos en la poética mistraliana, encuentran en los cuerpos la contención libidinal que se desobedece y luego se restituye, todo en un mismo gesto. Algo de la maestra adusta se transforma en seducción. ¿Son las sombras proyectadas en la pared o los pulsos repetitivos de la musicalización los indicios que confirman ese momento a la vez tenso y delirante del poema que da título a la pieza?
Al investigar las consecuencias de esta multiplicidad de divisiones (desdoblamientos, interferencias, roces y desgarros), La bailarina hila y trama ―gracias a la palabra que Mistral nos ofrece― una unidad nueva, que permite pensar en las suturas de lo escindido. Cía. Pe Mellado nos ofrece la capacidad de redoblar los esfuerzos para leer una obra compleja y llena de recovecos como la de Mistral. Tras las conmemoraciones del premio Nobel, en 2015, han existido varios esfuerzos escénicos por revisitar la figura de la poeta. Aquí, antes que la biografía importa más la complicidad estética, la actualidad irresuelta de una escritura que ya no logramos mirar con los filtros de la madre sufriente, del amor despechado o del cristianismo popular. La bailarina es un punto más dentro de una larga trayectoria ―iniciada por la propia escritura de mujeres en los años ochenta― de relectura de Mistral que se ha construido como una alternativa a la ortodoxia, como una especie de contracanon. A diferencia de los panteones de próceres, esta tradición se desea viva, mutante, impura, tal y como la musicalización de la obra. Las palabras se acumulan, se interrumpen, y por fin los arcaísmos flotan a la superficie para combinar lo áspero y lo tierno de un habla cargada de futuro.
*Imagen obtenida desde gam.cl
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