Publicado originalmente en Agencia Subversiones.
Texto y fotos de Valentina Valle.
El pasado 13 de octubre miles de hondureños y hondureñas salieron caminando de San Pedro Sula rumbo a los Estados Unidos. La prensa internacional, organismos de derechos humanos, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y gobiernos de todo el mundo pusieron sus ojos en el pequeño país centroamericano, territorio que encabeza mundialmente asesinatos, feminicidios, secuestros y extorsiones, así como del despojo de tierras y neoextractivismo.
A pesar de que voltearon hacia Honduras, siguen sin verlo realmente. Las y los hondureños, tienen décadas alertando a la comunidad internacional sobre la situación extrema que se vive en el país, el éxodo migrante es sólo la última de una serie de medidas de protesta que tienen como fin cambiar el rumbo de la política neoliberal del presidente impuesto Juan Orlando Hernández.
El siguiente texto es parte de una serie de tres trabajos que intentan enmarcar este éxodo en el contexto al cual pertenece, ya que los migrantes no solo necesitan solidaridad y apoyo, sino también respeto y dignidad para sus luchas pasadas, presentes y futuras.
¿Cómo se retrata un éxodo? ¿Cómo se retrata este éxodo específicamente? En el que la gente salió de su casa como si fuera por tortillas cuando en realidad iba rumbo a Estados Unidos. No hubo ni hay una planeación. No traen maletas, ni casas de campaña o sacos de dormir. No traen nada, sólo su hartazgo, determinación y entusiasmo, no forzosamente en este orden. Pero sí, entiendo porque los medios que nomás pasan, toman una foto y se van, luego lo pintan sólo como una desgracia humanitaria. Cuando por fin los alcancé en Tapanatepec, en el Istmo de Oaxaca, lo que encontré fue literalmente una alfombra de personas tiradas en el asfalto incandescente de las tres de la tarde, los ojos cerrados, las piernas dolidas y los niños llorando.
Entendí el clima de emergencia descrito por la prensa porque el primer impacto es muy fuerte. El calor ahogante, el cansancio, las llagas. A mi me tomó dos horas sacar la cámara y otras dos para empezar a usarla. Hasta que llegó mi amiga Magui tuve el valor de dar un par de vueltas alrededor de la plaza frente a la iglesia. No hice ni una sola entrevista. Observé y escuché mientras repetía palabras e imágenes en mi mente para apuntarlas en la libreta cuando tuviera ánimo para sacarla.
El tiempo que he compartido los últimos años con las y los migrantes que cruzan por México hacia Estados Unidos, me ha enseñado que cada una de estas personas, hasta la más jovencita, lleva una profunda marca dejada por una violencia física, social y mental. La violencia estructural, que no importa que tanto la combata la Organización de las Naciones Unidas, «misteriosamente» nunca se muere. Esto he aprendido y esto me impide ir a recoger testimonios que, por muy bien que los relate, siempre se quedarán cortos. Así que me quedo sentada esperando. Luego que llega mi amiga nos vamos al río.
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El Novillero, así se llama, revienta de gente. Madres y niños bañándose, hombres y mujeres lavando ropa, un señor se trajo su atarraya y pesca. Por un momento ya no es el éxodo, sino risas, carreras y chapuzones. Parecen estar en una gigantesca barbacoa dominical, claro, sin comida y con dos patrullas de federales vigilando desde arriba del puente, trepados en sus camionetas y mostrando el armamento. Pero aquí las armas ya no impresionan a nadie, y lo único que se percibe es el entusiasmo de esta multitud en movimiento, que de una orilla a la otra del río me grita «güera, sí nos vamos pá’ Estados Unidos o qué». Y no es el habitual acoso del macho latino, esto ya otra cosa, esto es fiesta, es la vida que desborda de la humanidad joven y determinada y que rebasa un contexto totalmente violento y represivo, generando algo tanto surrealista como revolucionario como la euforia por estar llevando a cabo una proeza que es un abierto desafío al sistema capitalista vigente.
Lo único que los migrantes no están respetando son aquellas leyes migratorias que la misma sociedad civil condena, porque en flagrante contradicción con constituciones estatales y tratados internacionales. Condena pero no combate, y eso tal vez es lo que la hace «civil» a los ojos de ONU y compañía; el hecho de que se limite a expresar civilmente su opinión contraria, pero no tome medidas para cambiar una realidad que no le gusta. La sociedad civil denuncia, apoya, se solidariza pero fundamentalmente no actúa. Los que están migrando sí. ¿Por eso ya no son civiles? En México, señala Víctor Javier Martínez Villa, ex integrante del Programa Universitario de Derechos Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, «la facultad establecida en el artículo 97 de la Ley de Migración es una medida contraria al respeto del derecho de tránsito, debido a que la legalización de retenes administrativos es un exceso en el establecimiento de controles migratorios en México contrario al artículo 11 constitucional y las obligaciones del Estado a nivel internacional». La ley de migración mexicana es más irregular que los migrantes, y si esta ley no los respeta a ellos ¿porque ellos deberían de respetar esta ley?
He escuchado muchas versiones sobre el éxito de esta caravana, o éxodo, o como le queremos llamar. La optimista: les van a ofrecer asilo en la Ciudad de México. La más probable: se hará un tapón en la frontera norte. La horrible: se los van a encargar al narco, que en el norte les va a meter un matazón para que vean que México es peligroso y ya no vengan. Cada persona externa a la que le he preguntado cómo cree que terminará esta migración masiva, me ha contestado sacudiendo la cabeza o cerrando los labios, para luego emitir su pronóstico. Los migrantes, en cambio, en su mayoría responden con un “saaaber” para soltar inmediatamente una carcajada y agregan «pero de que vamos a Estados Unidos, vamos a Estados Unidos». Si hablamos en términos materiales, esta gente ya no tiene nada que perder, algunos no tienen casa y viven amontonados con los demás familiares, otros nunca pudieron conseguir un trabajo por mucho que lo buscaron, quien no tiene dinero, agua potable, comida. Tienen años aguantando el saqueo del norte, los golpes de Estado, las escaladas de violencia, los secuestros, feminicidios, extorsiones. Ahora lo único que les queda es también lo único que no están dispuestos a dejar: su dignidad de seres humanos.
«El fenómeno de la caravana ha significado una explosión de una realidad cotidiana. La caravana viene ocurriendo a diario, y seguramente en menos de un mes salen las cantidades de personas que se dieron en la salida masiva en un solo día. Ha sido la caravana silenciosa, solapada, discreta, privada, invisibilizada y hasta vergonzante que con esta explosión se ha convertido en una caravana visible, pública y hasta dignificante».
Esto escribe el Padre Melo, voz de la hondureña Radio Progreso y es lo que se lee en las caras quemadas de la gente del éxodo. Y es emocionante.
De regreso del río saqué la cámara.
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«Los va a regresar, ese wey está loco, ese Trump tiene unos helicópteros de estos que manda a Irak y con esos en una semana los va a regresar a todos».
La voz viene de atrás de una reja blanca, que encierra las paredes verdes de una casa «estilo migrante», de estas con muros pintados y columnitas blancas que sobresalen entre las demás que son de puro concreto y a veces hasta con techo de lámina. Una casa de estas que, al verla, todos saben que es de un migrante que mandó dinero para construirla.
El señor que vive ahí es el único que, en la noche entre el 27 y 28 de octubre, se asomó a interactuar con el éxodo. Todos los demás habitantes de su calle −una que seguro tiene nombre, pero ahora es sólo la calle que “de donde la Cruz Roja baja a la izquierda”−, se quedaron atrincherados en sus casas, como la mayoría de los habitantes del pueblo de Tapanatepec.
Del otro lado de la reja, otra voz le responde: «Trump está loco, pero JOH está más loco todavía y en una semana nos va a matar a todos si regresamos. Así que no vamos a regresar». Me quedo callada sentada en el piso, una vez más, mirando a este joven de unos dieciocho años, mientras esperamos a que se carguen los celulares en la extensión que puso el señor para compartir. «Ahora −continua el joven− hizo una policía que se llama AIT y que vienen a sacarte del colegio, nomás te sacan y amaneces muerto amarrado. Juan Orlando está más loco, nos va a matar a todos si regresamos».
Una media hora antes, después de que alguien corrió el rumor de que otro alguien se había robado un niño, la muchedumbre agarró un tercer alguien y empezó a golpearlo. Una patrulla de estatales llegó a la escena, prendió sus luces rojoazules y por un largo rato sólo apuntó con un faro a los muchachos trepados en los árboles, para que se bajaran, e hizo resonar un hipo de sirenas. Los únicos «externos» que pudieron acercarse al área de la riña fueron un par de cámaras de Televisa, única emisora todavía presente en el lugar. No había observadores, tampoco defensores. La gente corría en masa y en las calles laterales al parque ya se había alertado para que se recogieran las cosas, que estaba llegando migración. Algunas mujeres lloraban fuerte. Luego, la patrulla se activó y decidió llevarse al supuesto ladrón de niños, un grupo de hombres la persiguió, pero luego regresaron. Todavía venían alterados aunque se calmaron inmediatamente después y se integraron a una asamblea donde analizaron lo ocurrido. Decidieron convocar a una conferencia de prensa al día siguiente para pedir una disculpa pública, y por consenso, tomaron la decisión de no avanzar y quedarse a redactar un reglamento interno para evitar otros hechos similares. En media hora miles de personas pasaron del caos total a la reflexión y organización: «Esto es como el transporte del DF» −me dice Magui− «no tiene ninguna lógica, pero funciona».
A las seis de la mañana del día siguiente, comisiones de migrantes limpiaban la plaza y las calles aledañas. A las siete comenzó la reunión, se tomaron acuerdos, se formó una comisión de vigilancia interna y seguridad, se fijaron los puntos del comunicado de prensa, se planeó la redistribución de los «chalecos verdes».
Estos personajes son uno de los mitos del éxodo, como lastimosamente el de los niños robados, un rumor que desde la entrada a México siempre ha sido presente y que al parecer por fin ha sido reconocido por lo que es: un intento desde el exterior de generar problemas donde no hay, de dividir a los migrantes, de ponerlos los unos en contra de los otros y así, exponerlos al juicio y rechazo de la gente. La caravana no tiene tiempo de especular sobre el origen de la amenaza, pero es consciente de que hay intentos de sabotearla. Y los «chalecos verdes» fueron las primeras víctimas de esta desinformación provocada.
Se hicieron famosos durante el cruce del Suchiate, en el municipio de Ciudad Hidalgo, Chiapas, cuando quisieron ayudar a los migrantes a cruzar el río y para hacerse identificar se pusieron un chaleco verde fluorescente. En aquella ocasión alguien corrió el rumor de que eran integrantes de los Zetas y que, al llegar a México, habrían secuestrado a los que confiaran en ellos. En realidad, eran un puñado de muchachas y muchachos de Honduras y El Salvador que conocían la ruta porque ya la habían recorrido y que lo único que querían era compartir lo que habían aprendido. Cuando eso finalmente quedó claro, su ayuda fue más que bienvenida, por lo menos hasta el momento de tensión en la noche del sábado 27, cuando se decidió redistribuir los famosos chalecos verdes a los nuevos encargados de seguridad. El momento del «cambio del chaleco» se tomó muy en serio, y si desde afuera parece algo sin importancia, pues se debería considerar lo que significa hacerse cargo de vigilar y mantener informadas a casi diez mil personas. Ponerse el chaleco significa que todos, desde los migrantes hasta los del DIF, pasando por la prensa, la Cruz Roja, Oxfam, Unicef y Acnur, en algún momento del día te preguntarán algo, desde la hora de la salida la noche siguiente hasta si Bartolo Fuentes es o no el organizador de la caravana. Los «viejos chalecos» no daban entrevistas y querían pasar desapercibidos. Tal vez eran muy jóvenes, pero han visto muchas cosas y no tienen miedo. A los nuevos no los conozco.
No es sólo una caravana. Es un fenómeno social liderado por miles de pobladores rurales y urbanos empobrecidos que se manifiesta en amplias y masivas caravanas espontáneas e improvisadas, sin más organización que la que aconseja la sobrevivencia y la manifiesta decisión de avanzar hacia el norte hasta alcanzar territorio estadunidense. No es la primera vez. El año pasado, 2017, en el mes de abril hubo una caravana de unos 800 centroamericanos, con un 75 por ciento de hondureños. A su vez, existe un movimiento de unos 300 hondureños que diariamente buscan cruzar la frontera de Aguascalientes, entre Honduras y Guatemala, muchos de ellos se van quedando en el camino.
Tiene razón el padre Melo, no es sólo una caravana, no es la primera y no será la última. No existen datos oficiales que nos permitan conocer con exactitud el número de personas que ingresan a México, pero se estima que entre 300 y 400 mil personas ingresan anualmente al país por la frontera sur de México con la intención de llegar a Estados Unidos. Sin embargo, hasta abril de este año la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) tenía registradas 14,556 solicitudes de refugio, en su mayoría de personas provenientes del triángulo norte centroamericano. Este dato sólo está actualizado hasta el periodo enero-agosto 2017, con 8703 solicitudes de asilo. Las seis nacionalidades más comunes son, en orden: Honduras (2443),Venezuela (2113), El Salvador (2074), Cuba (797), Haití (403), Guatemala (354).
Eso significa que este éxodo es tan impactante porque por primera vez estamos viendo esta gente caminar junta. Sin embargo, tan sólo basándonos en las cifras redondeadas de 440 mil personas migrantes al año, significa más de mil al día que de Quintana Roo a Chiapas cruzan en grupos pequeños, buscando entrar y salir vivas de México.
Hace dos días, el 30 de octubre, más de mil salvadoreños volvieron a cruzar la frontera entre Tecún Uman y Ciudad Hidalgo, en medio de un operativo de seguridad que por un par de horas transformó el Suchiate en el Mekong, con los helicópteros que sobrevolaban a los migrantes, desorientándolos, y las patrullas del INM que los esperaban del lado mexicano, listas para la deportación masiva. Al final, parece que fueron alrededor de quinientos los que lograron pasar el río y que ahora se encuentran en Huixtla, pero la impresión es que esta segunda oleada será mucho menos «atendida» que la primera, que en cambio gozó de un cierto efecto sorpresa que, por un lado, paralizó la represión y, por el otro, desató la atención mediático-humanitaria.
En otras palabras, con el pasar de los días, tanto las autoridades mexicanas como las de Estados Unidos han elevado su estado de alerta y recrudecido sus medidas de represión. Es noticia de ayer, 31 de octubre, que el ejército de los Estados Unidos se prepara para enviar este fin de semana 5 mil 200 soldados hacia la frontera con México, para apoyar con las operaciones diarias antes de que llegue la Caravana Migrante que proviene de Centroamérica, anunció el departamento de Defensa de EE.UU. Y hoy, 1 de noviembre, el éxodo dio a conocer que cambió su ruta hacia la Ciudad de México por la dificultad de subir hasta la ciudad de Oaxaca, debido a que los transportes solidarios que la ya mencionada sociedad civil había puesto a disposición para el traslado de los migrantes fueron retirados bajo presión del gobierno federal de México.
Con las elecciones de medio tiempo que se acercan, el interés de Trump para capitalizar este acontecimiento no sorprende. Como no sorprende que el ejecutivo de Peña Nieto esté tomando tiempo, desplegando operativos policíacos para la repatriación de los migrantes pero al mismo tiempo sin tomar una postura política definida en el asunto. A principio de diciembre López Obrador será oficialmente el nuevo presidente de México, y el problema será suyo. Además México tiene décadas «resolviendo» a su modo la cuestión de los migrantes irregulares; el Movimiento Migrante Mesoamericano asegura que más de 34 mil migrantes han desaparecido en su tránsito por el país, aunque la Procuraduría General de la Justicia, hasta el 30 de abril de este año, maneje la cifra de 175.
Dónde están estas personas, al igual que dónde están los miles de mexicanos y mexicanas desaparecidas en los últimos diez años, es una pregunta que la sociedad civil, con sus civiles denuncias, hasta la fecha no ha podido responder. Ojalá el éxodo masivo al cual estamos asistiendo en estos días deje algo de su irruenta capacidad de transformar una voluntad de cambio en acción, de su valor de pasarse por alto unas reglas que son injustas e impuestas, exponiéndose a la represión de los gobiernos pero también al juicio y el regaño de los «civiles».
Quería escribir mucho menos, pero no pude. Si acercarme al éxodo fue complejo, alejarme ahora es más complejo aún.
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